Sobre la espalda de Bernardo Soares, encaramado casi, escribía Fernando Pessoa (que es casi lo mismo que decir “soñaba Fernando Pessoa”) en su Libro del desasosiego: “Como todo individuo de gran movilidad mental tengo un amor orgánico y fatal por la fijación. Abomino de la vida nueva y del lugar desconocido”.

Y sigue, porque siempre sigue un poco más, Pessoa: viajar nos envuelve en “el tedio de lo constantemente nuevo, el tedio de descubrir, bajo la falsa diferencia de las cosas y de las ideas, la perenne identidad de todo, la semejanza absoluta entre la mezquita, el templo y la iglesia, la igualdad de la cabaña y el castillo, el mismo cuerpo estructural entre ser rey vestido y salvaje desnudo, la eterna concordancia de la vida consigo misma, la inmovilidad de lo que vive sólo de moverse”.

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Imaginen que están conmigo, ahora, de pie en medio de la ciudad nueva, ocupando ese sitio invisible en medio del novedoso trasiego. Imaginen que estamos allí con nuestra estampa de turistas, nuestra pasmosa sonrisa, nuestro aspecto lozano, el afán y la voluntad diletantes.

El turismo que nos vendieron consiste en llegar, comprar, fotografiar, irnos. Y, aun así, nos sentimos privilegiados, ¿lo somos? En cierta forma sí. Tenemos tiempo, dinero y salud, tres cosas indispensables para realizar un viaje. Somos optimistas, compramos esa promesa conocida y estamos dispuestos a intentarlo, a ensayar una vez más ese delicado asunto de la felicidad.

Pero hay que decirlo ya: la promesa nunca se cumple, al menos no del modo en que lo imaginábamos.

Muy pronto advertimos que el principal problema de las ciudades nuevas es que uno nunca sabe dónde dejar la mirada. Todo es nuevo y eso es feo. El pensamiento no tiene descanso. Nada nos recuerda a nada y siempre somos los destinatarios equivocados. Enseguida, las necesidades básicas. ¡Cómo interrumpen en las ciudades nuevas las necesidades básicas! Uno parece un niño pidiendo ir al baño o repitiendo “tengo hambre”, como si se buscara siempre a una madre. No hay madres en las ciudades nuevas. Sólo tránsito, esquinas, grandes explanadas y restoranes demasiado caros.

Ahora nos permitimos tomar un café, pero antes desciframos precios, y cuando finalmente decidimos sentarnos, nos preguntamos si no hubiese sido mejor el café de al lado. En la terraza del café, las personas inclinadas sobre pequeñas mesas redondas sonríen y se dicen tibios secretos. Alternan todo lo nuevo con todo lo viejo. En las ciudades en las que uno vive es así, ¡cuánta nostalgia! Pero el café viene acompañado de dos masitas y esa novedad casi infantil nos devuelve veloz el entusiasmo. Aunque es un débil entusiasmo, porque poco después volvemos a notar cierta inconformidad o desagrado.

El pensamiento no sabe dónde ubicarse. Gira y se arremolina, o va a los tumbos, cayéndose y levantándose. Y así, uno llega cansado a todas partes. Nos cansa bajar las escaleras del metro, subir las escaleras del museo, incluso nos cansa sentarnos a descansar en un banco. Son tan solitarios esos bancos. Y los árboles alrededor de los bancos.

Y cuando ya estamos otra vez caminando, señalando esto y aquello, y después ya nada, porque ya esto y aquello parecen una misma cosa, volvemos casi enseguida a buscar otro banco. Otro banco tenso, solitario. Detrás nuestro hay un parque. Otro parque. Y quizás haya también un lago artificial. Otro lago artificial. Y siempre que hay un museo, hay otro museo, detrás. Y una iglesia, y otra. Todo así, multiplicado, multiplicándose. Ya no es creíble la ciudad nueva. Hasta podríamos firmarlo en un documento público. O enviar ese dato en imposibles postales. Las misivas dirán: “¡No estamos en ninguna parte!”.

Entonces, ¿cómo se consuelan los viajantes? Quizás sólo en la anticipación del recuerdo, imaginando la forma en que se nos aparecerá en el futuro ese frío y solitario banco; y el monumento y el arco, los jardines y las catedrales, las plazas y las estatuas. Todo regresará mejorado. “¡Qué bien que pasamos esa tarde!”. Ah, la ilusión del viaje. Nuestras estadías están justificadas.

Pero ya la luz cambia. Sucede algo similar al atardecer, tan parecido que podríamos llamarlo así, y enseguida, algo curvos y entregados, lerdos, como pequeños ancianos, cargamos nuestros bártulos para volver al hotel. El regreso es largo, enrevesado. Nos mueven el hambre, la sed y el cansancio.

Ya casi anochece cuando vemos la fachada del hotel y agradecemos su aparición como si hubiésemos estado realmente extraviados. ¿Lo estuvimos? Y hasta vislumbramos ideas desatinadas, ¿moriremos en el extranjero?, ¿seremos felices?, ¿quién es feliz en el extranjero? ¿No es acaso, todo, ilusión?

El último diálogo es en la habitación del hotel y con la luz apagada. El pensamiento descansa, aliviado. Las palabras brillan un poco y después se apagan. Brillan, se apagan.