Asociado por una parte a emprendimientos como el hogar-museo Casapueblo o al protagonismo de su hijo en la tragedia aérea de los deportistas uruguayos en la cordillera de los Andes, Carlos Páez Vilaró buscó impregnar su arte con elementos populares y, específicamente, con la cultura de los afrodescendientes. En ese aspecto de su obra se enfoca la exposición con la que el Museo Nacional de Artes Visuales (MNAV) celebra los 100 años del creador uruguayo.

Mientras Figari pintó a los negros recordando sus vivencias de infancia y Picasso conoció el arte africano en el Museo de Etnografía del Trocadero en París y comprando máscaras tribales en Francia, Carlos Páez Vilaró se sumergió en la cultura de la afrodescendencia para avanzar en su arte. Vivió en el conventillo Mediomundo, viajó a África, después a Bahía, y hasta los últimos días de su vida caminó al ritmo del tambor de Cuareim 1080. Se fue diez días después de su último Desfile de Llamadas, el 24 de febrero de 2014.

El multifacético artista de Casapueblo nació el 1° de noviembre de 1923. Un sello en su honor se presentó el 5 de octubre, hace unos días, mientras se inauguraba la exposición Fantasías africanas, que celebra su centenario en el Museo Nacional de Artes Visuales, que estará abierta al público hasta fines de febrero.

Así, Páez Vilaró entra por primera vez a un museo público uruguayo, con más de 50 obras seleccionadas por Manuel Neves. La muestra antológica recorre sus diferentes etapas y plantea, sólo desde la pintura, su amor por el mundo afro y su protagonismo como artista en la historia (“aún inconclusa”, dice el curador) del arte uruguayo.

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Fundador del Grupo 8, Páez fue parte del movimiento informalista uruguayo. Neves explica que el creador de Casapueblo “tuvo cierta influencia de Figari en los años 40 y 50, luego empieza a descubrir a muchos artistas que trabajan con lo que se llama realismo social y que abordan el tema de la ruralidad, el tema de lo africano, y él va modernizando su pintura, haciéndola no tan realista sino más abstracta, y entra en lo que se llama la abstracción uruguaya. Fue parte del movimiento informalista, hay una pared de la muestra dedicada a eso, y se puede ver que el informalismo de Carlos es africano, porque hay colores, hay signos, hay elementos”.

El Grupo 8 nació de la necesidad de promoción de la nueva plástica uruguaya en 1958-1959. De acuerdo al catálogo de la Galería Sur, Páez Vilaró, Oscar García Reyno, Lincoln Presno, Alfredo Testoni, Miguel Pareja, Raúl Pavlotzky, Américo Spósito y Julio Verdié “destacan su voluntad de conquistar una presencia universal para la pintura uruguaya y combatir a nivel local los recintos conservadores”.

“El informalismo es una corriente del final del arte moderno que se puede reconocer a mediados de la década del 50-60, que trabajó la abstracción desde las texturas, desde las manchas, desde la superficie del cuadro, y sobre todo trabajó con elementos que no eran artísticos, con materiales como arena, yeso, asfalto, elementos sobre el lienzo, las texturas, los signos”, informa Neves, y afirma que la corriente fue muy importante en Uruguay. El curador explica que “abstracción informal es una terminología, puede ser también lirismo o action painting. Se trata de arte abstracto que no es geométrico, que no es arte concreto, que no está vinculado a la tradición de Torres García”.

“Carlos es un artista importante no sólo en Uruguay sino en América”, continúa Neves, “porque es uno de los pocos que se interesaron en la cultura africana en su totalidad, no sólo por un tipo de visualidad, como podría ser la tradición moderna vinculada por el cubismo que toma elementos formales de ciertos fetiches para sintetizar formas, sino en su totalidad, en el sentido de la música, en el sentido de los rituales religiosos. Él filmó películas en África, hizo murales en África”.

Hay un cuadro desgarrador en la muestra Fantasías africanas que lo saca de cualquier acusación de “frivolidad veraniega”: un lienzo rajado al estilo Lucio Fontana que es un ojo que busca, en rojos, verdes, amarillos y negros desenfrenados, a su hijo durante la tragedia de los Andes. Como si quisiera ingresar a esa tercera dimensión pictórica que buscaba abrir el artista ítalo-argentino para encontrar al grupo de rugbistas cuyo avión se había estrellado en las montañas de los Andes. “Aún me duele aquel abrazo del retorno”, dijo el pintor al recordar la aparición de su hijo tras el accidente. Páez Vilaró supo poner el cuerpo, así como los jugadores de rugby que se entrelazan generando una montonera, al investigar el arte africano desde adentro.

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Gracias al sol

En 1972 Jorge Luis Borges escribió: “Hacia 1920 el abogado Pedro Figari descubrió las posibilidades pictóricas de los negros. Otros artistas han seguido su ejemplo, con diversa fortuna; nadie ha logrado y merecido la fama de Carlos Páez Vilaró, cuyos sensibles y elocuentes dibujos tengo el honor de prologar. Nos revelan escenas cotidianas del conventillo Mediomundo; el nombre es hermoso”.

La afrodescendencia estuvo presente en la pintura y en la literatura de Páez Vilaró. Sobre el desalojo y demolición del conventillo, que llevaron a cabo los militares en la dictadura, escribió en su libro Mediomundo, un mundo de recuerdos: “Esa vieja casa cumplió su destino, enriquecida por simples e inolvidables episodios, que construyeron su leyenda indestructible. Lástima que en sus tantos años no supo aprender la lección de su gato vagabundo, de cómo tener siete vidas y así salvarse del monstruo demoledor”.

“Carlos no pinta un recuerdo de un Uruguay que no existe más”, dice Neves comparando a Figari con Páez Vilaró; “Carlos pinta lo que él ve en el Mediomundo, lo que ve en el carnaval, y como eso no le alcanza se va a África, en busca de esa seducción. Por eso se llama Fantasía. Ese imaginario africano lo acompañó toda su vida”.

El trazo africano, la pincelada neta que indica las formas de los rostros, las curvas de los cuerpos, se reconoce en sus cuadros aun en temáticas que a primera vista no son africanas como el tango o el sol. “Gracias, sol”, se lo escucha decir todavía en cada atardecer desde las terrazas de su casa/museo/taller en Punta Ballena. Su voz registrada, perfectamente sincronizada con la entrada del astro en el mar, agradece al sol haberlo encontrado en África “cuando dabas impulso a sus revoluciones libertarias y te reflejabas en el espejo de sus escudos tribales para inyectarles coraje”.

Fuera de los museos

Escribir sobre Páez Vilaró sin ir a Casapueblo se me hizo imposible. Tomé el volante, hice ruta hasta sumergirme en el océano ya no tan frío de comienzos de octubre, para luego entrar en su museo y encontrarme cara a cara con La máquina del tiempo, una escultura de chatarra que me ayuda a comprender su genialidad dadaísta. Una figura metálico-humana que refugia en su vientre una muñeca desnuda como el mejor tesoro, la vida misma que segundo a segundo viene quitada por el tiempo.

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Visitar Casapueblo en busca de un lenguaje artístico permite aproximarse a la riqueza de su arte, esa que en la exposición antológica en el MNAV se ve en esencia. Porque Neves, con su selección de sólo cuadros, logra pulir, ordenar y sintetizar la columna vertebral de un artista multifacético, que en sus diferentes producciones (que van desde la arquitectura a la cerámica, la escultura, el cine, la poesía, la música) mantuvo el ritmo y la constancia que le enseñaron aquellos negros que aún en el Uruguay batllista que se enorgullecía de sus valores de igualdad no podían ser artistas de museos.

De a poco nuestro Uruguay se va abriendo y la presencia del arte afrodescendiente es más visible. Alejandro Cruz (artista seleccionado para el Premio Montevideo 2023) expuso durante tres meses su muestra Legado en el Museo Cabildo de Montevideo, donde reivindica la memoria de dos mujeres esclavizadas ejecutadas en la plaza Matriz y plantea cómo mientras las familias pudientes se pasan la vajilla de plata de generación en generación las familias afrodescendientes transmiten oficios de limpieza doméstica.

Mayra da Silva, también artista contemporánea afrodescendiente, que habita los salones nacionales de artes visuales, afirma: “Actualmente es escaso el número de artistas afrodescendientes que habitan el circuito de arte contemporáneo. Y esto puede ser entendido como el resultado de un conjunto de múltiples factores sociales, económicos, políticos y culturales”. La artista resignifica la memoria y sus raíces investigando temáticas familiares, identitarias, a través de los cuerpos, la negritud, la ancestralidad, la religiosidad, desde una perspectiva que atraviesa la afrodescendencia.

“No tenemos el mismo acceso a los espacios artísticos, muchas veces estos lugares son reservados para una blanquitud que está legítimamente instaurada y es muy complejo moverse de ese lugar. A pesar de sus aportaciones significativas, el reconocimiento a las y los artistas afro es insuficiente. Se prioriza otra visión porque vivimos en una sociedad que es blanca y racista, aunque te digan lo contrario. Por eso hay que romper con el campo simbólico permeado por las jerarquías y tradiciones, enunciar nuevos relatos y discursos desde nuestras voces para crear un contracanon, un arte anticolonial desde el Sur global”, afirma Da Silva.

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En este sentido, es muy significativo que, a pesar de su color de piel y de su popularidad, Páez Vilaró nunca haya expuesto hasta ahora en un museo público en Uruguay. Casi como si hubiera elegido de qué lado estar. Ojalá junto a él, que caminó miles de kilómetros en Isla de Flores junto a los negros, la afrodescendencia sea también protagonista en nuestros museos. A 100 años de su nacimiento, Páez Vilaró y el MNAV muestran que para comprender una realidad hay que sumergirse en ella, como el sol se sumerge, al atardecer, en el mar.

Fantasías africanas. Carlos Páez Vilaró 100 años. En la sala 4 del Museo Nacional de Artes Visuales (Tomás Giribaldi y Herrera y Reissig), de martes a domingos de 13.00 a 20.00 hasta el 18 de febrero. Entrada gratuita.