Durante la primera media hora de El retrato de mi padre estuve embargado por un doble sentimiento de desconfianza. En primer lugar, porque desde Tarnation (Jonathan Caouette, 2003) los retratos de familiares con padecimientos psíquicos han ido entrando en una especie de mar de Sargazos de repeticiones y clichés que ya no sorprenden (menciono a Tarnation no porque ese fuese el primer film con ese encare, sino porque condensó popularmente una especie de estética y narrativa que se dispararía en un sinfín de películas posteriores). Por más personal que muchas de estas películas luzcan, hay algo del drama personal, del “misterio” familiar a develar y de su correspondiente búsqueda de respuestas que se siente como una estratagema narrativa, un recurso de género.
A este último aspecto iba anudada mi segunda sospecha: El retrato de mi padre venía siendo anunciada como una especie de “thriller documental”, algo que en lo más sencillo de la acepción parecería referir a la mera pregunta de si el padre del director se suicidó o falleció en una sucesión de eventos desafortunados. El problema era que, como bien dice uno de los parroquianos entrevistados, nadie sabe en el fondo qué es lo que pasó por la cabeza de alguien que conjeturamos que se quitó la vida. Entonces ya como premisa tendríamos una película que no sólo pesca en un arroyo demasiado visitado, sino que recae en una especie de deshonestidad intelectual, una promesa que desde el vamos parecería garantizar que no va a colmar aquello que nos propone.
Me alegra decir que estaba equivocado en cada una de estas sospechas. La clave no va tanto en qué logra encontrar Juan Ignacio Fernández Hoppe, sino en cómo documenta ese proceso de descubrimiento. Uno de los aciertos centrales para el desarrollo de esta forma original de enfrentar al misterio es que la película escatima un montón de información sobre el padre. Las preguntas son, más que sobre una persona, sobre un acto, y entonces datos como en qué año nació, cómo se llevó con su familia o cómo es que conoció a su mujer los podemos dilucidar solo tangencialmente. Las líneas biográficas narrativas se borronean a favor de algo más abstractamente arqueológico.
Así, la clave de quién era el padre de Fernández Hoppe no se encuentra tanto en lo que dicen de él, sino a la hora de presentar los objetos, la obra y los diversos trazos de existencia que dejó. En esta búsqueda el documentalista alterna las imágenes brumosas de los exteriores (que por su distancia inquietante remiten a los escenarios antárticos de El hombre congelado, de Carolina Campo Lupo, productora de este film) con otra puesta en escena estática, un dispositivo de un fondo quirúrgicamente blanco donde se despliegan ciertos objetos que le pertenecían al investigado.
Hay algo deslumbrante en cómo sobre ese fondo blanco los objetos se desnaturalizan, recortándose de todo lo demás, como si se presentaran en su verdadera dimensión de verdad encarnada. De esta forma, la película hace jugar el “más allá” nublado e impenetrable del mar con una total claridad de objetos puestos en una mesa de disecciones, en la que todas las personas que interactúan con ellos se convierten en una suerte de indagados de proceso policial.
Documentalista versus psiquiatra
La estrella de esta dinámica de interrogación es, naturalmente, Alicia, la madre de Juan Ignacio. En sus idas y vueltas, en lo que dice y lo que no dice, en lo que se olvida y revela, hay una especie de pudor que adquiere una dimensión metafísica, un juego de poder entre madre/hijo, pero también entre retratante/retratado, que tiene tanto de amor como de sadismo. En muchas ocasiones uno se da cuenta de que la madre está cansada, de que no quiere responder más preguntas o que ni siquiera sabe las respuestas, y sin embargo la pregunta vuelve a enfrentarla y ahí nos adentramos en el terreno de la mezquindad de ciertas verdades o las autenticidades de ciertos secretos.
Especialmente hay un momento en el que el director le muestra una carta que le escribió su padre cuando él era chico y ella la reinterpreta -más como la psiquiatra que es que con una calidez maternal- no como una prueba del amor, sino como una muestra adelantada de los trastornos psicológicos del progenitor; es ahí, de un solo pincelazo, que cambia la dinámica de poder entre documentalista y entrevistado, porque ya no importa tanto quién tiene la razón en ese punto, sino que la interpretación de la madre mancilla algo que servía de soporte emocional a su hijo.
Misterio al fin
A medida que la película abre el campo e incluye a otros personajes, adquiere un creciente aire enrarecido y fascinante, similar a lo que logra el argentino Martín Farina con sus documentales familiares (Cuentos de Chacales, de 2017, y El lugar de la desaparición, de 2018). Es en el aire y no en el dispositivo de descubrimiento, donde aparece el thriller. La regla interna de todo thriller es que uno va sumergiéndose en el misterio conforme descubre detalles que permiten armar el puzzle con el personaje principal. Acá lo que pega un giro y hace que todo pase de ser un documental a un thriller no es tanto la progresión hacia la verdad, sino la dimensión mágica de un objeto: Carlos, primo del director, muestra las cintas magnetofónicas del fallecido, y en vez de lo típico que podríamos esperar -una voz que deja un mensaje más allá de la muerte, o algo por el estilo-, nos encontramos con sus composiciones musicales.
Es difícil expresar la sensación sobrecogedora que genera la revelación de estas piezas. Suena algo así como la música electroacústica a la que muchos seguidores de Coriún Aharonián se habían abocado en los 70 y 80, pero hay algo oscuro e impenetrable, también tosco y rústico que evoca el universo musical de Jandek. Una composición a partir de la cual se descentra el drama personal del director y se sumerge de lleno con el misterio verdadero y material de una persona torturada. Una radiografía de su psiquis.
Los grandes descubrimientos de El retrato de mi padre son materiales, están ahí, encapsulados en el interior de los objetos, como el creciente protagonismo que ocupa un medicamento que el padre tomaba o la foto de su cuerpo eventualmente encontrada en los archivos policiales; tal vez ningún documental uruguayo haya logrado dar un poder trascendental a la evidencia como cuando llega este momento en la obra de Fernández Hoppe.
Mientras miraba el film estaba seguro de que la dificultad de acceder al material fotográfico del hallazgo del cuerpo era una premisa argumental, una imposibilidad que tutorea la historia más que algo que realmente puede ser desenterrado. Por eso cuando el archivo y las fotos aparecen hay algo nuevo, una revelación que se da como tal más por el peso de la imagen en sí misma que por su utilidad para esclarecer el misterio.
Creo que el norte del arte documental es tratar de descubrir algo que estaba ahí afuera o crear algo nuevo a partir de lo que se tiene. Ambas cosas ocurren en Retrato de mi padre, entre la foto que, después de todo, estaba ahí, y que encuentra Fernández Hoppe, y ese encuentro que se termina creando entre él y su madre al final de la película, uno de los mejores planos finales que ha dado el cine uruguayo. El retrato de mi padre es una película que le devolvió al documental el misterio que hace tanto tiempo había perdido.
El retrato de mi padre, dirigida por Juan Ignacio Fernández Hoppe. 99 minutos. En Cinemateca.