En Montevideo, a la altura de Río Branco, el sol pega fuerte hasta tarde. El negro sobre las paredes del boliche Live Era –ex BJ– no ayuda en nada al frescor y los aromas del carro de chorizos lindero agrega al ambiente los condimentos que le son propios a una carne asada. A diferencia del gentío que corre por 18 de Julio, Colonia y Mercedes al final de cada jornada comercial, la calle de casas viejas tiene el territorio más árido del Centro de Montevideo, vacía de símbolos de prosperidad, salvo los de alguna esquina donde la venta de repuestos para autos sigue siendo negocio.
Son las seis de la tarde de un jueves. Los guardias de seguridad parecen fuera de contexto para la escena circundante: una fila de liceales esperan perfectamente ordenados y en silencio, vestidos como para un cumpleaños, con bermudas, calzado de skater y camisetas de manga corta con motivos deportivos.
Desde el interior del boliche a veces sale una ola de autotune que se apaga enseguida. David Oliver, más conocido como el Davus, también como el Davusito y últimamente como El Gran Davus, tiene para elegir. Podría arrancar con “Arepa de poio”, de Mandinga (2019), o con una seguidilla de su nuevo disco, No cap 2 (2023), seguir con todo el Corito sano (2020) e intercalar sencillos pegados como “Mala mía” y “Ricky”. No hace tanto que empezó a producir música como si le fuera la vida en eso, con una canción por día pronta. La computadora de su casa fue mejorando el hardware, su determinación solitaria sigue siendo la misma de siempre. Más tarde, en diálogo con su público, dirá “somos familia”.
Todavía es de día afuera y el sol sigue impune. Dentro del recinto un grupo se amontona cerca del escenario mientras se forma una larga fila en un puesto de merchandising. Sobre el techo de la pequeña ventana hay dos fotos de Davus y una versión dibujada; una muchacha también vende remeras negras con el logo del artista y –lo más preciado– un afiche gigante con la tapa del disco No cap (2022) como los que Davus usó para pegatinear Montevideo.
La máquina de humo y un DJ dan inicio al show. Se sube al escenario el emergente Zetta 09. “¡Somos nosotros, miren lo que logramos!”, arenga al público que festeja el estribillo de cada canción como una victoria compartida. Los bajos digitales se sienten en el piso de madera y en el techo. Los jóvenes saltan en una masa uniforme en el calentamiento del show que vinieron a ver.
“Davus hizo la suya con su propio estilo y por eso lo admiro”, dirá un admirador del artista en la pausa en la que algunos aprovechan para salir a fumar, rodeados de vallas de metal.
Cuando se apagan las luces hay el doble de gente. “Olé, olé, olé, Davus, Davus” es el cántico de corte futbolístico que apura la salida del número principal. En el exterior la gente corre y toma ómnibus para llegar a tiempo a su casa antes de que comience el partido entre las selecciones de Argentina y Uruguay. La silueta del músico se dibuja en la forma de una sombra delante de una leyenda digital con las letras de su nombre. Otro DJ toma las bandejas y el rítmico Lucas Mateo, de lentes gruesos y corte de pelo atonal, confirma el comienzo de una nueva fantasía animada.
“¡Ay, dios mío!”, rapea Davus, en una versión más cortante del tema original; así será la tónica de todo show, enfatizando sus palabras claves para provocar que el baile en la pista nunca decaiga. Los temas más tranquis están acelerados y los furiosos, exacerbados. Suenan “Plin plin”, otro de sus temas más “viejos”, y “No tengo tiempo” con Zetta 09.
“No sé si estamos donde queremos estar, pero vamos en camino”, dice el nacido David en otro fragmento de la constante charla con los presentes. El artista recuerda otras actuaciones en el mismo lugar, cuando recién arrancaba y la escena de música urbana uruguaya estaba lejos de convertirse en un movimiento cultural autosustentable y con proyección internacional.
Con los minutos, la masa festejante aumenta la intensidad y la velocidad de sus movimientos. En uno de sus gestos tribales se separan hasta dejar un gran círculo central para luego encontrarse de golpe, cuando la canción explote. Para esos fines Davus se reserva “Fantasmita boi” y “Gipeta”. Canta “Compré la cadena ‘e Jesús y empezaron a odiarme como si fuera Judas” y los presentes alcanzan su pico máximo de identificación con “Championes en cuotas”. Vuelan pequeñas botellas de agua y la celebración sigue aumentando sus decibeles de entusiasmo.
Entre las decenas de cámaras de filmación y fotografía, desde las muy profesionales para cine hasta las más amateurs de teléfonos baratos, la de una señora, posiblemente la madre de uno de los músicos, dispara el flash cuidadosamente, apostada a un costado de la multitud sobre una pared. Los más quietos del fondo también se animan a bailar y a mover los brazos tal como lo indica la vieja pero viva tradición hiphopera.
Las serpentinas de agua y el fermental pogo juvenil recuerdan a los Gremlins cuando ya se hizo la noche y el show pasó los 60 minutos volando. Davus tiene más temas. Se reconoce “bendecido” y entrega dos de sus tracks más aclamados: “Afganistán” y “Counter Strike”.
Luego invita al escenario a su colega Knak y hacen “Vibras”, se buscan para un abrazo que significa mucho más que el gesto de modales. “Acá mandamos, papu”, dice el pelirrojo.
Ya es la actuación local más trascendente en la carrera del artista y todavía no tocó “Chapón”, tal vez su mejor invención de lunfardo uruguayo convertida en infecciosa música.