Cuando un amigo se va, queda un espacio vacío. Y cuando un jefe de cátedra fallece de manera inesperada, el que queda vacío es su puesto de trabajo. Pero ese solamente es el disparador de una comedia argentina que se presenta como un supuesto enfrentamiento entre dos personajes muy distintos, pero que (por suerte) es mucho más que eso.

Puan, calle de Buenos Aires que se transformó en metonimia de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, tiene en su póster a Marcelo Subiotto mirando a un Leonardo Sbaraglia que sonríe a cámara y, literalmente, le hace sombra. Subiotto tiene el physique du rôle de un character actor, si se me permite tanta extranjería en una sola frase. Tiene el rostro de esos intérpretes llamados a satelitar alrededor de las estrellas, algo que los directores María Alché y Benjamín Naishtat entendieron muy bien.

Cuando Marcelo Pena (Subiotto, sufriente desde su apellido) recibe la noticia de la muerte de su mentor, no sabe cómo reaccionar. Su perfil bajo le impide decir unas palabras en una improvisada despedida, al tiempo que entiende que debería heredar la cátedra, pero la politiquería y el pudor le impiden pujar en forma más evidente.

Quieren las casualidades que por esos días se encuentre en Buenos Aires el carismático, canchero y (hay que decirlo) hegemónico Rafael Sujarchuk, interpretado por Sbaraglia. El tipo da clases en Europa y coquetea con una mujer famosa y mucho más joven que él, encarnada por una Lali Espósito, que aporta desde la narrativa y desde la metanarrativa. Y se transformará en el John Candy del Steve Martin de Pena, si Candy fuera además el más seductor y exitoso en la vida.

La presencia de Sbaraglia, también perfecto para el papel, se siente durante los 111 minutos de película, aunque la realidad es que aparece mucho menos que lo que podríamos esperar. Porque la película es de Subiotto, es de Pena, como si finalmente los machos beta se hubieran ganado el derecho de protagonizar una historia.

No esperen que este protagonista reciba una invitación sorpresiva del gobierno para convertirse en agente secreto. Para empezar, porque en esta película el gobierno argentino tiene otras preocupaciones, como las de mantener el contrato social, que además es uno de los temas presentes en las clases de filosofía de Pena. Esforzado padre de familia, que debe recurrir a segundos empleos para ayudar a la economía doméstica (es brillante el momento en que le dicen que cobrará luego de 60 días hábiles), con curvas tan reales como su falta de cabello, no llega a ser el perdedor que interpretaba Woody Harrelson en Locos por el juego de los hermanos Farrelly, pero por momentos se le parece.

La cualidad que redime a Pena, que lo convierte en una versión muy especial de el muchachito, es que se esfuerza por ser una buena persona y en los talleres externos pone la misma energía que con sus alumnos de la facultad. No se da por vencido incluso cuando el celular no le funciona o cuando termina con el pantalón manchado de mierda, pero necesitará convertirse, justamente, en protagonista de su propia historia y no simplemente dejarse definir por quien tenga al lado.

A Pena/Subiotto lo rodea un elenco que no desentona, que está compuesto por profesores (de un lado y otro de la grieta por la titularidad de la cátedra), la esposa abogada y su propio grupo de resistencia, la viuda de su mentor, una agente inmobiliaria cachonda y toda clase de personajes secundarios y terciarios que aportan a la construcción de la vida política de las personas en temas que van desde el valor del dólar a los baños no binarios. Y también de aquellos que trabajan “citando a otros”.

Alché y Naishtat hacen mucho con poco. Esgrimen argumentos filosóficos sin dejar que el público general se sienta por fuera, y lo dice alguien que todos los años exoneraba Filosofía con el mínimo. Con sutileza, empieza a mezclar en la trama el descontento generalizado del pueblo argentino, con manifestaciones que se sugieren más de lo que se muestran, ya que esta no es una película de gran presupuesto. Y cuando se precisa despliegue, sobre el final de la historia, los directores aprovechan muy bien los elementos con los que cuentan.

Puan es recomendable y, sin cargarle demasiadas tintas al adjetivo, necesaria. En un contexto rioplatense en el que se discute el tamaño del Estado y hasta la enseñanza de la filosofía, repasar algunos temas mientras Sbaraglia quiere robar protagonismo sentado frente a un piano no suena como un mal programa.

Puan, de María Alché y Benjamín Naishtat, con Marcelo Subiotto y Leonardo Sbaraglia. 111 minutos. En cines.