Una tarde de 1998, cuando estaba en sexto de escuela, mi madre me acompañó a un local de menesteres tecnológicos para comprar un casete VHS de tres horas –algo bastante raro de conseguir en cualquier época y lugar–. Recuerdo que la señora que atendía enseguida dijo: “Para grabar Titanic”. Sí, para grabar Titanic; todo el mundo andaba en esa –en Montevideo, aquel 1998, la fueron a ver al cine 217.801 personas–.

Como se sabe, la película dirigida y escrita por James Cameron no fue un éxito sino lo que le sigue: se convirtió en la más taquillera de la historia –y ahí quedó por muchos años–, se llevó una carretilla de premios Oscar (11), nadie hablaba de otra cosa que de ese tal Leonardo DiCaprio (Jack) y de sus escenas de amor y de muerte con Kate Winslet (Rose), y la melosa canción “My Heart Will Go On”, de Celine Dion, le dio una definición más dura a la palabra “omnipresente”.

“Romeo y Julieta en un barco”, les dijo Cameron a los ejecutivos de la 20th Century Fox para venderles la película. La historia romántica que armó es la más arquetípica posible: el joven pobre buscavidas que se topa con la muchacha no tan pobre que se está por casar con uno muy rico al que no ama y todo eso. Pero el presupuesto de 200 millones de dólares –el más caro de la historia del cine hasta ese instante– no fue para filmar las idas y vueltas amorosas que ya se contaron mil veces...

Cameron siempre tuvo una obsesión con el agua y los naufragios. Antes de Titanic ya había filmado El abismo (1989), que es Encuentros cercanos del tercer tipo (1977) pero abajo del agua –y ahora en cartelera tenemos Avatar 2: The Way of Water–, por lo que en realidad el motor de su película es el revés: no usó el Titanic como excusa para una historia de amor, sino que agarró un nudo romántico universal como pretexto para filmar la película definitiva sobre el barco más famoso, que desde hace 111 años descansa en el fondo del océano Atlántico.

Y técnicamente lo hizo con la mezcla perfecta de lo clásico y lo nuevo, en la época en la que el CGI –las imágenes generadas por computadora– no dominaba el cine mainstream de Hollywood al punto de no poder diferenciarlo de los videojuegos, como pasa hoy. Efectos digitales, sí, pero también maquetas a escala y sobre todo la construcción de un Titanic de tamaño real en un estudio armado especialmente para la película en una playa de México. Por eso Titanic tiene una materialidad palpable con la vista, está viva a pesar de que la inunde la muerte, como podrán comprobar quienes vayan a su reestreno de estas horas justamente por su cuarto de siglo.

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Titanic funciona porque es una maquinaria perfectamente engranada de clichés cinematográficos, un espectáculo de cine, a cargo de alguien que de eso sabe de sobra. ¿Quién más iba a filmar una película sobre el Titanic? Sólo un entusiasta hiperbólico como Cameron. Y el resultado no podía ser diferente a lo que fue, porque algo inmenso –el barco, su tragedia– merecía una película igual de titánica, y porque la historia verdadera del naufragio pasó a ser un mito desde el minuto en que impregnó las primeras planas mundiales, y se volvió tan enorme que se convirtió en un cliché en sí misma.

El Titanic es el ícono por excelencia del barco que se hunde, y se transformó en una alegoría, con los ingredientes atractivos que debe tener todo mito –incluidos los inverosímiles–, que a su vez son metáforas dentro del símbolo más grande: la orquesta tocando hasta el final –da lo mismo si fue tan así o no–, el capitán que también se hunde, el lema “mujeres y niños primero”, el cerdo capitalista –J Bruce Ismay, presidente de la empresa naviera– huyendo como una rata, el ricachón que se viste de gala para morirse, los botes que no alcanzan para todos, y un largo y hundido etcétera.

Los clichés están filmados con pericia magistral, y por eso no es sólo dinero, porque a cualquiera de nosotros nos dan 200 millones de dólares para filmar Titanic y con suerte nos sale Eladia Isabel..., pero a Cameron vaya si le quedó algo parecido a una obra maestra. Mientras casi todo el mundo guarda en su mente las escenas románticas, a mí me quedaron las trágicas, por eso de niño vi la película entera más de una vez en el flamante casete de tres horas, pero incontables oportunidades más a partir de la mitad, desde el choque con el iceberg. Había algo que me fascinaba en cada una de esas imágenes, como la escena del estallido de la inmensa cúpula de cristal de la gran escalera de primera clase, con el agua llenando todo de a borbotones hasta tapar el lente de la cámara –o sea, a los espectadores–.

La película también desparramó sus propios clichés, y el más grande es el debate sobre si Jack podía caber en la puerta de madera junto con Rose, para no morir congelado. El tema fue tan insistente que Cameron acaba de sacar un especial con Nat Geo dedicado a eso –el director suele volver a la película o al barco de vez en cuando–. Entiendo la parte lúdica del debate, pero es absurdo pensar realmente que el personaje de Jack se podía salvar. ¿A quién se le ocurriría hacer una película sobre la tragedia marítima más conocida con una pareja protagonista que se salva? ¿Titanic con final feliz? Sería otra película, y muy mala.