El encuentro fortuito (o no) entre el rey absoluto de las “grillerías” y otros “disparates” visuales –como resulta de los escritos de la época– y el más inventivo y sagaz de los dada-surrealistas dentro el mismo Palacio Real de Milán no sólo es bello, sino revelador de una trama –en la que se agitan monstruos y monstruitos, aberraciones y deformidad, supurantes himnos a la vida y tentaculares angustias de muerte– que viene de lejos, pero que pulsa todavía. Naturalmente, el vínculo entre Hieronymus Bosch (o El Bosco, como se lo apoda, mecánica y metafóricamente, en castellano) y Max Ernst ya estaba perfectamente a disposición en nuestro horizonte mental, dado el amor de André Breton y amigos por el visionario flamenco. Pero encontrar estas dos muestras a pocos metros de distancia una de otra prende una chispa nueva y alienta sinapsis inéditas, además de permitir recorrer caminos centrados en la búsqueda de lo asombroso en términos radicales, y no de mero gusto por la sorpresa (publicitaria en sentido amplio) como en la mayoría de lo contemporáneo.
En realidad, en Bosch e un altro Rinascimento, Bosch en sí tiene una presencia delgada, aunque potente, con cinco piezas estelares (tres trípticos, Las tentaciones de San Antonio, Los santos eremitas y El juicio final, y dos tablas de pequeña dimensión, Las meditaciones de Juan Bautista y otras Tentaciones de San Antonio): más bien los esfuerzos de los curadores apuntan a demostrar la gran influencia que el Bosco tuvo en Europa (con ecos americanos, más sutiles, en Perú y Bolivia), sobre todo a lo largo del siglo XVI y en parte del XVII, y sobre todo en el área ibérica, italiana y centroeuropea. Retoman, de hecho, la vieja propuesta de Eugenio Battisti cuando en los 60 forjó la idea de un Anti-Renacimiento –vale decir, una serie infinita de producciones artísticas no focalizadas en lo armónico, lo racional y lo integral, etcétera, que corría paralela a la principal y se nutría de deformidades, rarezas, fragmentación–, poniendo a la cabeza de tal veta al pintor neerlandés y llenando sala tras sala de sus secuaces.
Si una única descendencia, boschiana, del género puede resultar un poco reductiva (como explicaban Battisti y Jurgis Baltrušaitis, ya la Edad Media flirtea todo el tiempo con lo monstruoso y diferente), la cantidad y calidad de ejemplos en exhibición de estos hijos y nietos de Bosch resulta efectivamente pasmosa. Paralelamente a Leonardo, Raffaello y Michelangelo, el imaginario de los pintores y escultores empieza a poblarse de creaturas indefinibles en actos inverecundos, tripudio de una imaginación retorcida, coadyuvada por cierto por la literatura (la Biblia, Ovidio, Dante, para citar los más obvios, pero también los dibujitos de drôleries en los manuscritos medievales y cierta ornamentación gótica), que con igual fuerza busca el asombro y lo cómico, la huida de lo real y de la historia y la inmersión, sin saberlo, en lo inconsciente, garantizando al arte, de una vez y para siempre, el privilegio de poder hurgar en lo más turbio de la imaginación. Así la muestra está poblada de seres irreales, cópulas zoófilas y no, torturas inconcebibles, demonios chistosos, antropofagias, batallas inverosímiles, cuerpos prostrados y perdidos, esclavos atormentados, deyecciones y desmembramientos, metamorfosis, animalitos pérfidos, vale decir de todo lo más repulsivo, por ende también, de alguna manera, atrayente, que se pueda imaginar (y que hoy se puede imaginar en cierto modo, probablemente, gracias a esta iconografía).
En la exposición, junto a nombres de primer nivel, como Albrecht Dürer y Jan Brueghel el Viejo (ausente, en cambio, su padre Pieter), desfilan “menores” y anónimos (varios del mismo taller boschiano) que reformulan el repertorio de extrañezas del maestro, mezclándolo con otros estilos e inquietudes. Así, por ejemplo, si una de las características principales de Bosch es la multiplicidad de figuritas, realmente diminutas, que llenan sus tablas –algo que notoriamente obliga a los globos oculares de los espectadores a pasear despacio por cada rincón de la composición buscando más y más extravagancias–, en cuadros como El sueño (1580), del taller de Battista Dossi, o Medea rejuvenece a Esón (1640-50), de Joseph Heintz el Joven, los monstruos, claramente duplicados de aquellas “miniaturas”, se vuelven enormes sobre la tela, más amenazadores quizá, perdiendo sin embargo un poco de vigor en cuanto a fascinación. Algo diferente pasa con la inhumana reconstrucción bajo forma de tapices de obras maestras de Bosch, por ejemplo El jardín de las delicias, elaborados elaboradísimamente en Bruselas a mediados del siglo XVI: la brillante trama de los hilos y el tamaño aumentado de las figuras aquí parecen casi magnificar las atmósferas oníricas de los originales.
Entre piezas que rivalizan con las del mismo Bosch, como La visión de Tundalo (1495-1525), experimento de su taller, aparecen luego encarnaciones boschianas en soportes varios: escudos, pilastros y paneles que abrevan de sus “disparates”, mientras proliferan grabados que reelaboran sus motivos, “montados” muy cinematográficamente hasta crear cócteles sabrosísimos, donde se asoma la presencia de otro pintor “estrafalario”, Giuseppe Arcimboldo, justamente representado en sala con el Vertumnus (1590). Tal vez la manifestación más compleja de esta continua reescritura se alberga en un pequeño cuadro sobre piedra paesina de fines del siglo XVII, Las tentaciones de San Antonio (sujeto clave para Bosch y los boschianos, tanto que constituye uno de los 11 ejes de la exposición) de Jacob van Swanenburg, maestro de Rembrandt: las naturales vetas líticas crean un paisaje alucinado que hospeda cómodamente a las criaturas más delirantes (cabe recordar una reciente y reveladora exhibición en la Galería Borghese en Roma de pintura sobre piedras, con obras parecidas a esta, Meraviglia senza tempo).
El último cuadro citado es un buen trait d’union con la otra exposición, esta sí rígidamente monográfica, dedicada a Ernst: completísima, transita todas las fases de su carrera y, si tal vez faltan algunas piezas clave de gran tamaño, la integral cobertura de su producción impresa –grabados e ilustraciones– balancea ampliamente dicha carencia. Las intrincadas masas de Swanenburg recuerdan las florestas ernstianas de los años 20 y ciertos grattages de los 30: allí resuena, en el moderno set extraviado del artista alemán, el antiguo paisaje “extraterrenal” y, en definitiva, vibran en las dos manifestaciones las mismas ganas de generar estupor, de hacer perderse a quien mira en laberintos mareadores. Asimismo, frente al impresionante El ángel del hogar (1937) –con su despliegue teratológico volador digno de las películas de horror más de culto (dado el año, ¿cómo se puede no pensar en el nazismo como monstruo que se agita implacable?)– uno se acuerda de inmediato del grabado del San Antonio (1470) de Martin Schonghauer y de una copia al óleo anónima, tardía, de este, colgadas en la muestra de al lado (y existe también otra versión de un Michelangelo imberbe).
El diálogo es tupido, ya que tanto en Bosch –quien tenía evidentemente otras intenciones que las vanguardistas de cuatro siglos después– como en los surrealistas el motor de las imágenes es a menudo la asociación de partes y piezas en rigor no asociables entre sí, ya sea dentro del mismo organismo (seres con partes antropomórficas, mecánicas y/o animalescas) como de la misma composición (¿qué comparte un zapato gigante con una vela o un pez con un gorro?). Los collages ernstianos de los primeros años 20, incluso por sus reducidísimos tamaños, son latigazos al ojo común de hace un siglo, claro está, pero también parecen guiños sutiles a las diabluras de aquel pintor flamenco, siempre en vilo entre el fervor religioso y una imaginación digna del más zarpado trip lisérgico: suficiente mirar Un poco enfermo, el caballo (1920) y Esbozo de manifiesto (1921).
También en la riquísima serie de collages preparados fusionando, medidamente, partes y fondos de grabados decimonónicos, con la que Ernst conforma sus tres “novelas” –La mujer 100 cabezas (1929), Sueño de una muchacha que quiso entrar en el Carmelo (1930) y Una semana de bondad (1934)– se respira un aire parecido al que circula, pesado y soporífero, en el magnífico buril de Marcantonio Raimondi, El sueño de Rafael (c. 1509), enigmático grabado –tal vez un episodio de la Eneida– con dos mujeres durmientes, sujeto muy querido por los surrealistas y especialmente por el alemán, que junta criaturas monstruosas, paisajes inverosímiles, ambientes quiméricos: casi casi ensayo del simbolismo que alimentará el charme pseudodecadente de los ensamblajes-grabados de Ernst.
Finalmente, y más allá de las coincidencias puntuales, la cercanía espacial de creaciones tan lejanas en el tiempo entre sí contribuye a crear un mapa mental más claro de las pesadillas de la “modernidad”, en sentido amplio, y sus recovecos psíquicos, terrores ancestrales y actualísimos, sufrimiento e hilaridad, tortura y zozobra, culpa y liberación. Un mapa, huelga decirlo, todavía útil.
Bosch e un altro Rinascimento. Curadores Bernard Aikema, Fernando Checa Cremades y Claudio Salsi. Hasta el 12 de marzo. Max Ernst. Curadores Martina Mazzotta y Jürgen Pech. Hasta el 26 de febrero. Palazzo Reale, Milán (Italia).