En 1990, entrevistado por Larry King, el legendario comediante George Carlin se refirió a su colega Andrew Dice Clay, muy popular por entonces con sus rutinas homófobas y misóginas. “Defenderé a muerte su derecho a hacer todo lo que hace”, dijo Carlin. “Lo que encuentro inusual es que el blanco de sus chistes son los más vulnerables. Y la comedia tradicionalmente se ha metido con los poderosos, con aquellos que abusan del poder. Las mujeres, los homosexuales y los inmigrantes son, en mi forma de ver, vulnerables”.

Más cerca en el tiempo, hay una frase que se popularizó en las redes sociales, mal atribuida al escritor Terry Pratchett por una confusión en Tumblr, que dice: “El sentido de la sátira es ridiculizar al poder. Si te estás riendo de las personas que sufren, no es sátira, es bullying”. Además de servir para la discusión sobre aquellos que el humor agarra de punto, ambos comentarios dejan bien claro que cuando se trata de reírse de los que están arriba, es más fácil ponerse de acuerdo.

El triángulo de la tristeza, la más reciente película del sueco Ruben Östlund, es una comedia negra que tiene en la mira a los poderosos, es decir, a los que gobiernan el mundo o, directamente, son sus dueños. En principio, nadie protestará con pancartas por las burlas que tienen como víctimas a fabricantes de armas, empresarios o modelos de alta costura, excepto que las víctimas paguen para que otras personas protesten por ellas.

Sin la presión de correr el riesgo de mear afuera del tarro (un tarro grande como el océano que los poderosos arruinan periódicamente con derrames de petróleo), el director utiliza un espectro de verosimilitud que va mutando conforme avanzan los 147 minutos de historia, con diferentes niveles de efectividad.

Todo comienza con una pareja de modelos, que serán los únicos personajes recurrentes en tres actos muy distintos. Carl (Harris Dickinson) y Yaya (Charlbi Dean, fallecida el pasado agosto) se codean con la alta sociedad, aunque desde un lugar en el que son capaces de recibir codazos, o la orden de dejar un asiento libre porque acaba de llegar alguien más importante. Las vignettes con que Östlund decide mostrárnoslos giran alrededor de la relación de poder entre ellos y están filmadas con bastante realismo.

Pero el realismo comienza a hacerse a un lado en el segundo acto, como si una forma más importante de contar lo hubiera obligado a desocupar el asiento. Ya desde la primera escena en el yate de lujo (omnipresente en el marketing de la película), cuando un helicóptero arroja una caja con frascos de Nutella para abastecerlo, nos damos cuenta de que algo cambió. O está cambiando.

Aquí también la pareja está rodeada de personas que la superan en la escala de poder, pero, al ser pasajeros, siguen perteneciendo a la clase más alta dentro de la embarcación, seguida por el personal que está en contacto con ellos, siempre de impecable uniforme blanco, y, finalmente, de aquellos que mantienen todo a flote. No es necesario aclarar que estos últimos visten en tonos oscuros.

Sobre este White Lotus flotante se desarrollan los mejores momentos de comedia negra, incluyendo un incomodísimo juego de cambio de roles (que anticipa cambios menos lúdicos) en el que toda la tripulación es obligada a zambullirse en el mar para satisfacer el capricho de una clienta. Pero es que se pagan fortunas para que los caprichos sean atendidos, y el cliente millonario siempre, siempre, tiene la razón.

Al igual que en la mencionada serie de HBO, hay una tensión en el aire que indica que algo, o todo, está a punto de explotar. Será por eso que el capitán del barco (Woody Harrelson) se niega a salir de la cabina. Será por eso o por el alcoholismo.

Quizá la mejor escena de la película sea la de la explosión, que nos recuerda que más allá de la cuenta bancaria, somos seres humanos con necesidades, náuseas y emesis. Östlund parece divertirse muchísimo intercalando el humor escatológico –lo que incluye un inodoro parlante que parece salido de Mirá quién habla ahora– con una franca discusión sobre teorías económicas entre dos personas que han bebido más de lo humanamente posible.

No será la última vez que el director y guionista opine que todos somos iguales. El tercer acto se mueve entre Lost y La isla de Gilligan, o entre El señor de las moscas y La ciudadela de los Robinson, y cuenta lo que ocurre cuando el cambio de roles se da en serio y el poder queda en manos de las personas con capacidad de permitir la supervivencia del resto. Östlund no se limita a postular que “Si querés conocer a Pepito, dale un carguito”: su Pepito carga con tanto rencor que le resultará difícil no abusar del carguito recién obtenido. ¿Y el realismo? En el fondo del mar.

Si no les distrae el constante descenso hacia la caricatura, o que el elenco tenga demasiados estudiantes de sociología, pueden ver El triángulo de la tristeza. No aplaudí de pie durante ocho minutos ni tengo una Palma de Oro que entregarle, pero me llevé una buena experiencia.

El triángulo de la tristeza. Dirigida por Ruben Östlund. Suecia, Francia, Reino Unido, Alemania, México, Estados Unidos, Dinamarca, 2022. En varias salas.