La semana pasada se estrenó en Cinemateca Alcarrás, última película de Carla Simón, quien ya con Verano 1993, (2017) nos había deslumbrado con su brillante y personalísimo retrato del mundo infantil. Si en esa película su principal fortaleza radicaba en la serena dosificación de la información, en Alcarrás (que también está disponible en Mubi) ya partimos de una premisa explícita (una familia de melocotoneros se enfrenta a su última cosecha, antes de que les sean confiscados los predios que trabajaron toda su vida), pero lo deslumbrante es el equilibrio coral de todo lo que pasa entre medio.
Algo que me pareció muy interesante de Alcarrás es que, así como hay películas que deben crear una ciudad en el set antes del rodaje, vos tuviste que crear una familia.
Fue un proceso largo. En principio en el casting yo pensaba que encontraríamos una misma familia ya constituida, que habría sido muy útil, pero eso no ocurrió y todos los personajes que encontramos eran de pueblos distintos, no se conocían entre ellos, y entonces hubo como un trabajo muy profundo de crear esta familia. Para eso alquilé una casa en una zona que a todos les iba a bienvenir y que era parecida a la de la película, salvo que la casa estaba rodeada de perales en vez de melocotoneros. Ellos tenían sus vidas, sus trabajos, sus escuelas y tal, pero durante varios meses lo que hacíamos era realizar sesiones por la tarde todos los días y los fines de semana trabajar muy intenso -lo que pasa es que no tenían que venir todos, por lo que unos días ensayábamos con la nieta y el abuelo, otro día sólo los niños, otros días el padre y el hijo, y los fines de semana metíamos a toda la familia-.
Así íbamos construyendo las relaciones a través de improvisar momentos que podrían haber ocurrido antes de Alcarrás. A la familia les conté un poco la historia, pero sobre todo era ir tejiendo relaciones, trabajando a partir del hecho de que iban a perder las tierras y que había un propietario que era amigo del abuelo que había muerto hacía poco. Llegamos a hacer como una especie de entierro en el cementerio y también vino un amigo para hacer de abogado y hacerlos buscar papeles... Estaba todo ese background, que prácticamente era hacer una precuela. Pero también había cosas cotidianas de pasar tiempo juntos, como cocinar, comer, ver una peli, ir a comprar cosas, trabajar, cosas así. Después de tres meses bien intensos, cuando yo ya sentí que las cosas estaban en su sitio, hicimos como una comida familiar, porque casi todos se habían conocido pero había algunas relaciones que no se habían dado y nos parecía preciso que todos les pusieran cara los personajes de la película. Pero todo ese proceso de creación de una familia fue muy útil para llegar a ese rodaje a partir de una intimidad que se sintiera de verdad, de que habían vivido cosas juntos, de que hubiera una memoria en común.
¿Cuánto de lo que sucede estaba ya escrito y cuánto se fue armando a partir de estos encuentros?
Todo se escribió antes. Hay alguna cosa a nivel de diálogo que seguro que cambiamos, pero el verdadero trabajo era encontrar gente en el casting que se pareciera a las personas que habíamos escrito. Incluso que tuvieran puntos en común, como el vínculo con la tierra, o de estructura familiar. Quimet tiene un hijo de la edad de Roger, o Iris es la más pequeña de su familia, o Mariona tiene una relación muy bonita con su abuelo. Todas esas cosas de la vida real eran muy útiles. Siempre les hago muchas preguntas en el casting para ver si tienen cosas en común con sus personajes.
Algo interesante que sucede si ves la película sin tener información previa es que al comienzo la historia podría estar sucediendo en la actualidad o 50 años atrás. Recién con la aparición de un celular o con Mariona practicando una especie de reguetón es que uno se percata de la contemporaneidad. Pero lo más interesante es que estos contrastes no disparan necesariamente un conflicto, sino que se continúan o se mezclan orgánicamente.
La película retrata el fin de una manera de hacer agricultura, pero conlleva una forma de vivir en familia que tiene que ver con la convivencia de muchas generaciones y distintas épocas en una misma casa, que es algo que yo siento que se está perdiendo y que tiene que ver con que poco a poco las familias viven más individualmente y se pierde esta mezcla de generaciones y de cosas nuevas y viejas.
Algo que he estado percibiendo durante los últimos años del cine español es que hay una gran relevancia del gran drama de la tierra y las herencias. Es algo que se da en As bestas (Rodrigo Sorogoyen, 2022), con la que tu película de alguna forma dialoga, pero también lo pienso en la también gallega O que arde (Oliver Laxe, 2019). ¿Qué creés que está pasando que están apareciendo estas dinámicas tan fuertes?
Yo creo que es muy natural, porque al final España es un país que ha sido muy rural. Yo lo relaciono más que nada a que el cine se está volviendo poco a poco algo más democrático. Entonces hay gente de clase media -como es mi caso, o el caso de Elena López Riera, que tiene una película que se llama El agua- que ha crecido en pueblos y ha tenido que ir a estudiar fuera, que después de un tiempo vuelve a su tierra y filma en espacios que ya conocemos. Hay algo ahí de volver a hacer películas pero con la mirada desde dentro de estos pueblos, que creo que está sucediendo de manera muy natural. Este foco en otros rincones está también vinculado al tema de la pandemia, que ha afectado bastante a cómo pensamos y vivimos las grandes ciudades. De todas formas, todos estos films fueron pensados y filmados antes de la covid.
En el último tercio de la película me pasé tratando de anticipar cuál iba a ser el último plano. ¿Qué papel tiene para vos el fuera de campo? Porque siempre es algo muy poderoso en tus películas, y que se da en momentos claves.
En el caso de Alcarrás, muchísimo. En el caso de Verano 1993 había algo de la niña y su mirada que hacía que el fuera de campo tuviera una dirección concreta. En el caso de Alcarrás está mucho más relacionado con esta idea de la simultaneidad, como el hecho de que es una película coral, con muchos personajes; hay muchas cosas que pasan a la vez, porque eso es lo que pasa cuando hay una familia muy grande. En la vida real uno puede identificar varias situaciones mientras está manteniendo una conversación, pero la imagen es plana. Esa idea del fuera de campo que se puede generar con el volumen del sonido era un juego que con la sonidista teníamos muy claro que íbamos a utilizar desde el principio. Eso genera que diversifiques mucho la atención viendo la peli. Luego, obviamente, está el uso del fuera de campo en la última escena, que es esa imagen de algo que no quieren mirar y que finalmente miran.
Durante esa escena estuve todo el tiempo pensando en la pulseada cinematográfica entre mostrar las máquinas o dejarlas como una presencia aludida.
Lo estuvimos pensando mucho. Por un lado, yo siempre tenía en la cabeza que la última escena sería la familia mirando. A la hora de decidir mostrar las máquinas o no verlas, cuando probamos editarlo sin las máquinas quedaba una apuesta formal medio arty, pero la película tiene la propuesta de seguir a unos personajes y sus emociones, y se sentía algo tramposo. Como una decisión de dirección subrayada de “no os voy a enseñar lo que queríais ver”, y en realidad esa no era la película que veníamos haciendo. Es una película que sigue a sus personajes, y si en un momento dado ven algo y se emocionan, deberíamos mostrarlo. Había algo también a nivel filosófico de dónde colocar la cámara, de que no tenían que ser encuadres muy raros, no sucumbir a una idea o concepto de lo poético. Por ejemplo, donde filmamos es un sitio increíble, podríamos haber colocado la cámara para tener unos planos de la ostia, pero es una película que cuenta esa historia y sus paisajes desde dentro. Mi intuición es siempre estar cerca de los personajes a un nivel de respeto.
De entre todos los personajes, Mariona es como el faro moral de la película.
Para mí es un personaje muy importante porque me identifico mucho con ella, porque fue a esta edad, entre los 12 y los 14, que aprendí a observar a mi familia. Es mi punto de partida para contar historias. Es ese momento en la vida en que empiezas a entender que los adultos son mucho más complejos de lo que a lo mejor pensabas.
Pienso que también otro álter ego tuyo es la niña, Iris, por el lado de que ella es la creadora de historias y de juegos, tal como en el cine.
Nos interesaba eso de que en la película los niños siempre van por delante de los adultos. Empieza la peli con que a los niños se les quita su sitio de juego y ellos lo aceptan al momento y van a buscar otro espacio. Y se pasan toda la peli buscando otro lugar y lo encuentran cuando los adultos están en el proceso aún de aceptar lo que les está pasando. También nos gustaba eso de tener una niña un poco mandona en ese mundo que todavía es muy de hombres.
Entiendo que posiblemente sea una mera casualidad, pero el momento de la niña usando los lentes de sol con un solo cristal oscuro encuadra muy bien con esto mitológico del cine que ella representa. En ese lugar y con ese ojo tapado, es como si Iris encarnara a esos icónicos directores semituertos, como Nicholas Ray o John Ford.
Sí, fue casualidad. En realidad estaban ahí para jugar, pero fue muy divertido que sucediera.
Hay algo muy interesante alrededor del lugar del niño en el cine español. En los cines de otros países el niño es fundamentalmente la encarnación de algo inocente y virginal, pero la cinematografía española está llena de estos niños híper sabios y muchas veces muy oscuros. Pienso en Ana Torrent en Cría cuervos (Carlos Saura, 1976), pero también en el niño Fando, de Viva la muerte (Fernando Arrabal, 1971).
Cría cuervos y El espíritu de la colmena [Víctor Erice, 1973] influenciaron a un montón de generaciones de directores, pero bueno, yo creo que los niños son oscuros en todos lados, no es una cosa particularmente española. Creo que tiene que ver posiblemente con una tradición muy marcada por la religión, que creo que en estas dos pelis que mencionaba marca mucho para dónde van las oscuridades, pero en mi caso, que yo ya no estoy tan marcada con eso religioso, tiene que ver con aceptar que los niños tienen muchas oscuridades.
Utilizaste a varios de tus actores para un corto que salió el mismo año de Alcarrás, Carta a mi madre para mi hijo. Ese trabajo autobiográfico tiene una forma epistolar, pero es interesante porque de alguna manera toda tu filmografía parece una sucesión de cartas escritas a tus familiares.
Bueno, hay algo muy bonito cuando haces cortos y cartas, que es un tipo de cine mucho más directo, que habla de nosotros mismos mucho más. En mi Correspondencia (2020) con Dominga Sotomayor y en Carta a mi madre hay algo de “ahora quiero expresar esto”, como algo mucho más espontáneo. Se parece mucho más a pintar un cuadro que a hacer una peli. Para mí el cine también puede ser eso, en terrenos más como de corto, donde la narrativa puede ser más libre. Para mí es muy bonito poder tirarme ahí. En caso de Carta a mi madre era un encargo, algo totalmente libre, que agradezco mucho que me lo hayan ofrecido y que hoy en día le doy un valor muy grande en relación a poder haber dejado esto a mi hijo. Yo sé que me falta mucha memoria familiar de mis padres, porque murieron cuando era pequeña. Esa memoria familiar no la tengo, y estoy un poco obsesionada con que a mi hijo no le pase lo mismo.