Un taxi cruzaba el límite entre 2022 y 2023 pasando todos los semáforos en rojo entre el aeropuerto Santos Dumont y el centro de Río de Janeiro. La ciudad, dada la hora, se encontraba bastante vacía o, mejor dicho, se apiñaba en el Réveillon de las arenas de Copacabana para ver los fuegos artificiales y escuchar a Zeca Pagodinho. Dos uruguayos recién llegados debieron contentarse con observar cómo, de una camioneta policial, emergían unas armas de guerra portadas con aire rutinario, para recién después alojarse en una cruza de pensión y hostel y arribar, ya tarde, al espectáculo de Preta Gil y a un regreso a ciegas hasta la plaza con el nombre de Tiradentes, dentista revolucionario recordado en el nomenclátor de muchas ciudades.
El 29 de diciembre había muerto O Rei Pelé, un futbolista sobre quien muchos no dudarían en afirmar que ganó la misma cantidad de mundiales que Messi, Zidane y Maradona juntos, aunque en Brasil le atribuyen la mayor parte del mérito de la copa del 62 al botafoguense Garrincha, o anjo das pernas tortas. Y Neymar, dicho sea de paso, dista mucho de tener una figura regia para los taxistas y comentaristas espontáneos en general. El otro rey que se reconoce, sí, es el cantor Roberto Carlos, residente del barrio de Urca y dueño de un Lamborghini que, hace poco tiempo, no tuvo mejor idea que dejar de funcionar en medio de un paseo del artista, por lo que recibió el empujón del pueblo.
El velorio del encumbrado deportista esperó hasta el 2 de enero y fue el primer compromiso de la agenda de Lula, recién asumido luego de la huida de su antecesor. El presidente había dado un emotivo discurso en el Palacio de Planalto, en Brasilia, antes del cual se oían acordes de O tremzinho do caipira, composición de Heitor Villa Lobos sobre la que Edu Lobo ha cantado algunos versos del Poema sujo de Ferreira Gullar, en una muestra apretada de algo de la mejor música y poesía del país. En el momento en que el mandatario menciona la necesidad de combatir el hambre de sus compatriotas, se emociona y se quiebra, lo cual a este cronista se le antoja algo muy real, dado que ha visto las largas hileras de gente -quase todos pretos, diría el hermano de Maria Bethânia- durmiendo en la avenida Presidente Vargas, esa arteria que homenajea a Getúlio, el gaúcho que, sin demasiadas formas democráticas -a veces, fascistas-, fundó el Estado Novo y alentó numerosas leyes laborales con las que buscó -y logró- el apoyo de los trabajadores de entre los que, décadas después, emergería la barba monárquica del actual presidente.
Y es que el otrora sindicalista podría guardar mucha conexión simbólica con Dom Pedro II, el popular emperador que heredó el trono de su padre, el que se separó de Portugal. Este segundo y último monarca, cuyo palacio se puede visitar en Petrópolis y en donde se ven innumerables retratos suyos, quedó rodeado de una idea de bondad y amor por su país, además de que junto a su esposa Teresa Cristina estimularon las artes y las ciencias. Aunque, claro, durante su reinado se libró la Guerra do Paraguai, para nosotros de la Triple Alianza, por lo que se entiende que una calle del distinguido barrio de Leblon lleve el nombre del presidente uruguayo Venancio Flores. Esta matanza, además de borrar a casi todos los varones de Paraguay, también tuvo como consecuencia el final de la monarquía en Brasil, que llegó a tener como última exponente a Isabel, princesa regente que en 1888, y tras una larga campaña abolicionista, firmó la Lei Áurea que abolió la esclavitud en el país. La regencia de esta Dilma del pasado culminó con el regreso de su padre, quien, tras una calurosa recepción del pueblo, sufrió rápidamente un golpe de Estado republicano propiciado por militares que habían ganado poder durante la campaña y estaban descontentos, y por hacendados esclavistas cafeteros evidentemente disconformes. Las similitudes con los sucesivos quiebres institucionales del país, la violenta dictadura iniciada en el 64 o el ataque a los edificios de los tres poderes en Brasilia por parte de bolsonaristas ayudados por integrantes de las fuerzas del orden no son más que la repetición de la cultura política de un territorio gigantesco, diverso, asimétrico y de difícil comprensión para los menos de cuatro millones de uruguayos.
Como pequeña muestra final se puede recordar que en Uruguay la mismísima dictadura organizó un plebiscito constitucional para intentar legitimarse en el poder, y en 1993 Brasil tuvo una consulta semejante en la que la población podía elegir entre un sistema presidencialista y uno parlamentarista y, he aquí lo divertido, entre república o monarquía, y el jingle de la campaña cantaba que era la hora de coroar a democracia y terminaba, con entusiasmo, con un vote no Rei! El Tribunal Supremo Electoral, que garantizó la limpieza de las elecciones de 2022 y no me deja mentir, dice que la opción monárquica recibió casi siete millones de votos.