Hacía muchos años que no se veía tanta gente en el Festival de Punta del Este. Esto debe tener que ver con que la temporada turística en esa península fue especialmente fuerte —una excepción en este momento de crisis en el sector turístico en Uruguay—. Fue consecuencia también de mayor dedicación en la difusión e integración del festival en la vida de la ciudad. Y respondió a una oferta generosa de 48 películas en siete días, muy variada y con varios títulos interesantes y curiosos. Hubo varias proyecciones a sala llena, a veces incluso con gente que quedó afuera: las funciones de apertura y cierre, como es habitual, pero además, entre las que estuve o me enteré, las de El cuarto pasajero (Álex de la Iglesia, España), Con amor y furia (Claire Denis, Francia), Ad10s (Santiago Mosquera, Uruguay), Natalia Natalia (Juan Bautista Stagnaro, Argentina), Imperio de luz (Sam Mendes, Reino Unido), La uruguaya (Ana García Blaya, Argentina/Uruguay) y otras.
El perfil predominante de público fue de gente mayor, de buena condición económica y con neto predominio de mujeres. En este sentido, queda en el debe sumar una adhesión más fuerte del sector juvenil. Pero este no faltó en algunas ocasiones especiales, como fue, según me contaron, la exhibición al aire libre, en el Teatro de Verano Margarita Xirgu, de El maestro del humo (André Sigwalt y Augusto Soares, Brasil): esta realización independiente aúna dos pasiones de los realizadores, que son el kung fu y la marihuana, y ellos pudieron disfrutar de la exhibición en un espacio en que el porro está legalizado y en que el público reaccionó con la correspondiente cantidad de “humo”.
La decadencia del campo europeo
La película de apertura fue Las bestias (Rodrigo Sorogoyen, España/Francia). Una pareja de franceses idealistas creen encontrar su paraíso en un campo en Galicia, donde se dedican al cultivo orgánico. Se oponen a que el lugar quede descaracterizado por generadores eólicos y se esfuerzan, militantemente, por restaurar las viejas casas de piedra del pueblito cercano, con la esperanza de que una estructura edilicia menos decadente vuelva a atraer pobladores, ya que el lugar, con tan sólo un puñado de habitantes, todos ya envejecidos, está en vías de extinción (lo mismo que vimos en la localidad que da título al documental uruguayo Bosco). Todas esas actitudes se encuentran con el descrédito, la burla e incluso la hostilidad frontal de los lugareños. Los sueños de la vida rural tranquila dan de cara con el conservadurismo y chovinismo provincianos, el desencanto y el individualismo al que se tiende a reducir la vida rural luego de la globalización. La vida de la pareja termina convirtiéndose en un tenso y constante conflicto con el bullying y la violencia.
Desde los planos iniciales de caballos, tomados con un teleobjetivo extremo y cámara lenta, la película se impone como una experiencia visual sobresaliente, quizá la fotografía más impresionante de todo el festival. Tiene además actuaciones notables de Denis Menochet y, sobre todo, de Luis Zahera. La música de Olivier Arson es fantástica, basada sobre todo en unos soplidos disonantes y percusión, con algún pasaje contrapuntístico con mayor valor melódico. Hacia la mitad la historia prácticamente vuelve a empezar, gana visos de policial y cambia de protagonista. Hay unos diálogos extensos, crispados, especialmente el del trío varonil principal en el boliche, tomado en un solo plano. El clima de ahogo y decadencia reinante queda ejemplificado en el impacto que produce ver, finalmente, hacia la mitad del metraje, a un personaje joven. La estructura de la anécdota tiene mucho de la dilogía Jean de Florette / Manon del manantial (Claude Berri, 1986). Las bestias acaba de arrasar en los premios Goya, en los que recibió nueve galardones.
El vaciamiento del campo europeo es tema destacado en dos películas más. Nunca pasó nada (Gonçalo Galvão Telles, Portugal) aborda la desesperanza en tres generaciones. El abuelo viudo, debido a la edad, debe dejar su tierra ancestral e instalarse con la familia del hijo en Lisboa, cambiando los paisajes impresionantes por un apartamentito y la aburrida televisión. El hijo está desempleado y el vínculo con su esposa, desgastado. El trabajo de esta en un shopping contribuye a instalar la noción de no lugar, en contraste con el apego territorial del viejo. El triángulo ilícito y culposo entre marido, esposa y el amante de esta contrasta con el trío francamente poliamoroso del nieto, su mejor amigo y la novia de ambos. Pese a la libertad y la entrega al goce, ellos tampoco ven perspectivas, y ese desencanto va a tener consecuencias extremas. La película tiene una factura muy cuidada, con una trama de motivos visuales (pasillos, planos divididos en dos partes por ventanas, puertas o arcos), la preciosa música de Hugo Leitão, y un elaboradísimo pasaje de montaje alternado sin palabras en el momento culminante. Fue la ganadora de los dos premios actorales del festival (para Filipe Duarte y Ana Moreira).
Nosotros no nos mataremos con pistolas (María Ripoll, España) está ambientada en un pueblo valenciano también cercado por la decadencia. Basada en una obra de teatro, empieza como comedia en el reencuentro de cinco jóvenes, pero se desliza a momentos de exacerbación emotiva (tan al gusto de los dramaturgos), con todos tirándose pálidas para luego concluir que “es lo que hay”.
Los premios
Hubo tres jurados en el festival para las dos competencias (un total de 14 películas iberoamericanas): el oficial que otorgó los premios Litman a las mejores obras de ficción, el oficial que otorgó el premio Lobo de Mar (una novedad) al mejor documental, y el de la crítica, que otorgó los premios ACCU (de la Asociación de Críticos de Cine del Uruguay) —que integré junto a Soledad Castro Lazaroff y Luciana Rodríguez—. Aparte de ello, hubo también votos del público.
El premio ACCU a la mejor ficción fue para Lo invisible (Javier Andrade, Ecuador). En primera instancia se enfoca en una mujer rica que cruza una aguda depresión posparto. Su miseria emocional contrasta con la vida lujosa, mostrada con influencias notorias de Michelangelo Antonioni y Alfred Hitchcock, y también, según declaró el director en la conferencia de prensa, Luis Buñuel y Joseph Losey, valorizando la arquitectura moderna frente al espectacular paisaje de la cordillera, con una preferencia por imágenes intervenidas por reflejos y flares, un intrigante plano-refrán de la nuca de la protagonista, y un montaje que incluye unos curiosos jump cuts (la película fue montada por los uruguayos Fernando Epstein y Magdalena Schinca). Más allá del ennui existencialista burgués, lo maravilloso de esta película es que las angustias de la protagonista catalizan una exposición de características del entramado social ecuatoriano. A partir de un diálogo crucial hacia la mitad del metraje, los empleados de la casa dejan de estar, a nivel dramático, “en función de” y emergen como sujetos, codependientes en alguna medida de la estructura en la que son subordinados (la niñera que parece más ansiosa por cuidar a la bebita que la propia madre, la madre postiza indígena que brinda más apoyo a la protagonista que cualquier miembro de su familia sanguínea, el chofer cuyo afán de protección tiene elementos de deseo o enamoramiento). Lo que parecía ser un drama psicológico de tipo ecuménico alrededor de una mujer burguesa culmina con una escena (la más bella entre todas las películas de la competencia) dominada por una canción de cuna en quechua.
El premio Litman a la mejor ficción fue para Mantícora (Carlos Vermut, España). El cerno de la historia se va desvelando en forma paulatina, y es difícil hablar de la película sin estropear esa revelación. Las líneas que siguen no cuentan el desenlace, pero sí espoilean el medio. Julián, el joven protagonista, es un pedófilo (le gustan los niños), aunque no es un pederasta, es decir, reprime sus impulsos y los sublima masturbándose y ennoviándose con una muchacha con atributos de niño (petisa, pelo corto). De por sí, eso pone a la película en un punto que para muchos puede resultar incómodo, dado que el discurso de respetar “todas las orientaciones sexuales” nunca se unificó con el propósito programático antiabusos de demonizar la pedofilia como una perversión castigable sin distinguir entre la atracción y la puesta en práctica.
La película contiene un entramado de motivos relativamente denso. El joven trabaja como diseñador de criaturas monstruosas para videojuegos, lo que pone en el ruedo la metáfora de él como un monstruo. La misma herramienta de diseño 3D que él usa para los videojuegos la emplea para generar niños virtuales para masturbarse. Su novia, a su vez, cuenta la historia de que la primera vez que vio una película porno fue porque el VHS estaba traspapelado en la caja de Videodrome (David Cronenberg, 1983), nuevamente cruzando sexualidad, agresión e ilícito. Un dibujo infantil retrata a Julián como una mantícora. La situación de Diana con su padre discapacitado juega con la situación final. Es muy preciso el trabajo de la cámara, incluido un virtuoso plano de casi 12 minutos que contiene las mayores dosis de suspenso y drama de toda la película. Es curioso que esa interpelante y cruda red de sentimientos y posiciones morales está inmersa en cierto clima de delicadeza, gentileza, atención y respeto al otro, que suele primar en mucho cine español urbano reciente (por ejemplo, el de Jonás Trueba).
El premio ACCU al mejor documental le tocó a Wändari (Daniel Lagares y Mariano Agudo, Perú), un repaso amplio a la situación del pueblo harákmbut de la zona de Madre de Dios. La película se enfoca en esa etnia en particular, pero tiene similitudes con una cantidad de otros pueblos originarios de diversas zonas de América Latina, desplazados, privados de sus medios de subsistencia y, con el paso de las generaciones y el avance de la globalización, con la identidad cultural tendiendo a diluirse (una situación análoga, pero mucho más drástica, a la del campesinado europeo). Wändari aborda, con un montaje, un visual y un sonido bastante elaborados, los avances de la industria maderera, de la minería, y sus consecuencias en cuanto a desánimo, aculturación y pérdida de dignidad. No todo es oscuridad, ya que se muestra también los progresos de las organizaciones comunitarias, en particular aquellas influidas por el feminisimo, en volver a generar cohesión y resistencia.
En la sección documental, el Lobo de Mar del jurado fue para Anhell69 (Theo Montoya, Colombia), ensayo confesional sobre el ambiente queer de Medellín; y el del público fue para Ad10s, curioso proyecto que apila diez versiones (en distintos géneros) de una misma canción compuesta por Eloy Carrizo en homenaje a Maradona. En la sección ficción, ganó el Litman del público la amable La uruguaya. La jauría (Andrés Ramírez Pulido, Colombia), sobre un grupo de delincuentes juveniles en un centro de rehabilitación, ganó el Litman por la dirección. El río de los deseos (Sérgio Machado, Brasil), drama sobre tres hermanos que se enamoran de una misma mujer en el Amazonas, ganó menciones por la dirección y por la actuación de Sophie Charlotte. El reino de Dios (Claudia Sainte-Luce, México), independentísimo relato sobre la cotidianidad de un niño en el medio rural, ganó una mención por la actuación del pequeño Diego Armando Lara.