Es un hecho empíricamente constatable que gran parte de la industria hollywoodense se viene sosteniendo gracias a remakes, reboots, spin offs y franquicias. La mayoría de estos casos suele obedecer a un fan service poco imaginativo que lo único que pretende es tratar de exprimir el mismo fruto mustio o aggiornarlo (casi pidiendo perdón) a los tiempos actuales.

Aún así, hay dos exitazos recientes que, sin apartarse ni un centímetro de esta línea, parecen tener una extraña dignidad propia. En principio, Top Gun: Maverick (Joseph Kosinski, 2022) y la saga de Creed parecen productos bastante disímiles, salvo por la hiperexaltación de lo masculino y por su fuerte contenido nostálgico. Sin embargo, este último aspecto no es meramente referencial, sino que intenta reordenar el legado y repensarlo. Ambas obras siguen un trazado casi ritual, con sus correspondientes escenas reformuladas. Así, escenas tan absurdas como el partido de vóleibol hiperhomoerótico de la Top Gun de Tony Scott son recreadas plano por plano, y no se trata de una imitación, sino, más bien, de un ritual religioso.

Pero así como hay rituales estandarizados, aparecen diseminados comentarios, reformulaciones, tratados de paz con el pasado. El reencuentro de Maverick con Ice poco antes de su muerte no es sólo el de dos viejos antagonistas que pueden hacer las paces, sino también el de Tom Cruise con Val Kilmer, el actor con el que supo llevarse mal durante el rodaje de la icónica película y que en la actualidad perdió la voz fruto del tratamiento de un cáncer de garganta. A su vez, la discusión sobre el uso de los drones en la guerra también es sobre un asunto ontológicamente cinematográfico, que es qué puede pasar con la dimensión de lo físico y “lo real” en tiempos en que la pantalla croma verde, la inteligencia artificial y el trabajo en CGI van dándole forma a todo. La respuesta a este dilema sobre el borramiento de lo corpóreo en el cine se corresponde con el desafío de una película que usa aviones reales y hace que Tom Cruise los pilotee. Uno ve Top Gun: Maverick y de golpe cae en una extraña fascinación infantil que tiene que ver con los comienzos mismos del cine: hay alguien ahí que está haciendo esas maniobras con aviones reales que podrían estrellarse en cualquier momento.

Algo de esto también hay en Creed, pero alrededor de los cuerpos. Cuando uno ve a Michael B Jordan enfrentarse a Jonathan Majors en el ring, no puede dejar de sentir que esos cuerpos hipermusculados son equivalentes a los aviones que vuelan en Top Gun. Simplemente, uno no puede creer que existan esos cuerpos y que esos cuerpos hagan esas cosas. Había algo de esa fascinación con los megacuerpos en los 80, pero la diferencia es que eran parte de una especie de show de atracciones: así como el Rocky casi neorrealista de los 70 (las dos primeras) pasaba al Rocky kitsch de los 80 (Rocky III y IV), había también un inflamiento de los cuerpos, algo cada vez más extremo que encontraba su límite en Clubber (Mr. T) e Ivan Drago (Dolph Lundgren). Sin embargo, estos antagonistas siempre eran máquinas, golems de músculos con la misma profundidad psicológica del Terminator. Lo fascinante de Creed III es que estas bolsas de masa hipertrófica envuelven a actores que intentan desplegar el puente entre su fisicalidad y su alma. Uno casi podría ver, en su agalma, una versión mini de los actores, entrenados en el teatro, tratando de pilotear la maquinaria de esos megacuerpos como Tom Cruise a un caza F-18.

La mitad de la nota ha ido en torno a esa fisicalidad, pero creo que la profundidad de la película yace justo en esta superficie. Después está la historia en sí, la idea del “last dance” del boxeador retirado que, ya en la cima de su carrera, dispuesto a tener una vida tranquila, debe enfrentarse a un elemento oscuro de su pasado. En esta línea, comparando la saga de Creed con la de Rocky, hay algo bastante interesante a remarcar: mientras que las sagas de Silvester Stallone (dejamos afuera Rocky V y Rocky Balboa, que son experimentos fallidos), seguían un proceso de algo más personal a algo cada vez más externo y amplio –de la historia de vida de un don Nadie a la batalla de dos ideologías en la gigantesca arena de la Guerra Fría–, en Creed el arco sigue un trayecto inverso: del terreno maximalista de ese mundo que quedó de Rocky a algo cada vez más interno y personal de su personaje. En la batalla final de esta última edición, Michael B Jordan (que también oficia de director) elige borrar el exterior y hacer que la pelea suceda más dentro de la cabeza del protagonista que en un ring: superpone la imagen actual de su contendiente con la de sus tiempos de juventud. Destruir ese pasado es también destruir una parte de sí mismo.

En esta película Damien Anderson (Jonathan Majors) es uno de los mejores villanos de toda la franquicia. Su rostro es una mezcla de altanería, melancolía, frustración, cinismo, valentía, violencia, franqueza, misterio y unas pizcas de psicopatía que cambian por completo su perfil. Hay en él, sobre todo, un aire a ese Robert Mitchum de Cabo de Miedo (1962) que, cuanto más cortés se mostraba, más peligroso se sentía. Esa tensión que siente Creed ante su incómodo invitado la sentimos en cada fotograma y cuando toma su definitiva forma de villano nos envuelve una especie de alivio. Lo peculiar de este comportamiento tan multiforme, tan difícil de encapsular, es que la épica clásica de la película se subvierte.

En cualquier película del linaje de Rocky, el underdog es el que gana. Incluso en la tercera, cuando Rocky está en su apogeo, hay un trazado crístico de ascenso, caída y ascenso de nuevo que intenta reordenar moralmente los tantos para que el protagonista expíe sus pecados y renazca como un ser nuevo. En Creed III eso no está: evidentemente el underdog, más allá de su poderío físico, es Damien, un ya casi veterano que hizo casi toda su carrera boxística en la cárcel, cuyo enfrentamiento final se da frente a un exitoso producto del nepotismo que vive una vida perfecta en las colinas de Hollywood. No es otra cosa que la venganza de la clase humilde, o de la clase humilde tratando de señalar lo falso o raspaolla de esa clase acomodada.

Se podría señalar que en las sagas de Rocky no hay nada más icónico y transparente que el montaje cuasi eisensteiniano de escenas de entrenamiento, en las que cómo se ejercitan y con qué es parte sustancial de otro mensaje más amplio. Siguiendo esta línea, en Creed III el montaje paralelo se da entre un exconvicto que entrena en lugares húmedos y oscuros y un multimillonario que empuja su jet privado y cambia la escalada épica de la escalinata del museo de arte de Philadelphia por el famoso monte de Hollywood. Hollywood vs The Hood parecería ser la temática y ahí, más allá de este cambio de valores, vemos la parte hermosa de los coletazos de esta metáfora: para cerrar el ciclo, Creed tiene que convertirse definitivamente en Apolo y sobrevivir esta transformación en la que su examigo es mucho más parecido a Rocky. Así, destruir el pasado y reconstruirse a partir de él parece ser algo que cierra no sólo el arco de Creed, sino también el de Rocky.

Creed III. Dirigida por Michael B Jordan. Estados Unidos, 2023. Con Michael B Jordan, Tessa Thompson, Jonathan Majors, Wood Harris, Phylicia Rashad. En varias salas.