Impresiona un poco leer, hoy –cuando la desconfianza en el real poder de las masas parece, o se quiere que parezca, total, y cualquier tipo de producción simbólica parece estar, o se quiere que parezca estar, al alcance de todos con una presión del índice–, cómo un núcleo de artistas, los del Club de Grabado de Montevideo (CGM), en 1970, se prodigaba para la democratización de la cultura, para que el arte se transformara “en un producto de consumo a nivel de las masas populares” y el pueblo se autodeterminara así “en la búsqueda de su propia grandeza”. Más allá del excesivo cinismo con el que se pueden releer y tal vez ridiculizar esas intenciones, son ideas clave que guiaron el obrar de Leonilda González, fundadora del dicho Club y –junto con otros, por supuesto, aunque en una posición preeminente– activista tenaz de este fundamental proceso de inoculación del acceso al arte plástico para todas las clases.

No me explayaré sobre el papel fundamental, incluso a nivel continental, del CGM para el arte de los 60 y 70, ya que otros ya lo han hecho cabalmente (por ejemplo, Gabriel Peluffo), pero es menester recalcar el rol social que cumplió este formidable y cambiante grupo de grabadores para introducir a González: su desbordante humanismo y pujante politización –desde una perspectiva comunista– se arraiga en esos valores y toma forma, con sus ballets de gubias, en xilografías y, en menor medida, pasteles donde lo “popular” nunca vira hacia lo costumbrista ramplón, el realismo (aterciopeladamente socialista) no se exhibe con rigidez y, junto a eventuales “mensajes”, se irradian dosis de humor y guiños ácidos que diluyen de inmediato cualquier sombra de moralismo.

Ahora, en ocasión de los 100 años de su nacimiento, dos muestras se ocupan de homenajearla, ambas relativamente pequeñas y centradas exclusivamente en las xilografías, cubriendo, grosso modo, las diferentes décadas de actuación de la artista. Por un lado, tenemos Leonilda González en su centenario: la pertinaz alternancia, curada por María Eugenia Grau y Fernando Loustaunau para el Museo Nacional de Artes Visuales (MNAV): el universo que crea la exposición es casi exclusivamente en blanco y negro (con algunas tenues presencias del rojo) y se centra en los 60, probablemente el momento más fecundo de González, dando una visión por cierto parcial, pero también de mucha cohesión a nivel visual y temático, algo que resalta la potencia de las piezas. Allí la posición central (incluso “físicamente”) la ocupa parte de su célebre serie de Las novias revolucionarias, la más querida por la artista y quizá también por el público, empezada a fines de los años 60 y terminada en 1977, ya en el exilio.

_Novias revolucionarias_ (1968).

Novias revolucionarias (1968).

A sus costados, el arranque con escenas de campo, niñas y vacas, un ruralismo sin acentos nostálgicos que se exalta con el predominio del negro; paisanos compartiendo la escena con caballos en un espacio reducido (el uso del “encuadre” con las figuras perfectamente encajadas es uno de los puntos de fuerza de la capacidad compositiva de González), casi seguramente seca reminiscencia de su infancia en el campo de Minuano; algunos grupos de Niños cantores, de 1966 (una de sus series más logradas y misteriosas), cuyas muecas y bocas abiertas basculan entre la candidez de los frailes del Pesebre de Greccio, de Giotto, y un estado alucinatorio digno del más inquietante expresionismo alemán y, para terminar, un retrato de familia, con autorretrato de niña al centro, también de aire perturbador (del que podemos ver también su fuente, una antigua fotografía).

Volviendo a las novias –acá se aprecian ocho de las 12 que componen la serie–, se entiende cómo fácilmente se pueden volver iconografía feminista de gran refinamiento: sin presencia masculina, casi una versión vengadora de aquella “novia desnudada por sus solteros, incluso”, se desespera, toma el pelo, se rebela, mira circunspecta, padece el luto, dice que no; en fin, se opone a su condición social subalterna y, por supuesto, a los tiempos que corren –vale decir, la antesala de la dictadura y más tarde la dictadura misma– hasta tomar pose cristológica: es también donde la virtuosística técnica xilográfica de González, ya individuada por Pablo Thiago Rocca –que permite un detallismo de “grises” inusual, si no inédito, por la talla en madera–, se esmera más, especialmente con los refinados juegos de los velos.

_Niños y caballo_ (1966).

Niños y caballo (1966).

En la otra exposición, Leonilda González 100 años. Retrospectiva, en el Museo Histórico Cabildo, aparece con más determinación el color, y es fácil entender con qué grado de eficacia y garbo la grabadora lo administra: por ejemplo, en una elaboración de su autorretrato de niña, esta vez aislado del resto de los familiares, pero aún más desafiante con su expresión ominosa, a la vez reforzado en el trazo y suavizado por los tonos pasteles que lo enmarcan, o en los almanaques del CGM, con sus nítidas diagramaciones de dibujos, textos y colores. También hay ejemplos anteriores a los 60, y si el tema es campestre como en algunos de los expuestos en el MNAV, resulta evidente que por entonces González no había encontrado un estilo totalmente propio y reelaboraba inputs diferentes, sobre todo los de Guillermo Rodríguez (mientras que quizá, para los “grises” más tardíos, haya mirado a Leandro Castellanos Belparda, modernizándolo).

Ya con Lluvia, de 1964, la artista llega a un dominio pleno del medio: las figuras asustadas y estáticas se contraponen a unas gotas talladas, dinámicamente, de forma perfecta. En la serie de los encuentros entre humanos y equinos se destaca Muchacho y caballo, de 1967, donde los perfiles de los protagonistas parecen reflejarse armónicamente, pese al contraste de tonos, mientras el touch erótico de Mujer con ruleros en el balcón, de 1971, o Pareja en el balcón, de 1972 –esta vez los rostros se fusionan–, es atenuado, pero no eliminado, por el acento jocoso de las figuras, como jocoso es el “corte” que le imprime a Las tres Gracias I, de 1988. A unas 30 piezas gonzalecianas se suman ocho grabados de otros autores uruguayos, directa o indirectamente vinculados con el CGM o con el Taller GJ Posada, fundado en los 90 por la misma González en Montevideo (Graziella Basso, Américo Cáceres, Anhelo Hernández, Enrique Badaró, Inés Olmedo, Gladys Afamado): por el reducido número y cierta arbitrariedad de la selección, no logran instituir un diálogo proficuo con las piezas de Leonilda.

_Novia revolucionaria XI_ (1969).

Novia revolucionaria XI (1969).

Las dos exposiciones merecen, sin lugar a dudas, la visita: ojalá resulten, a corto plazo, prólogos a una debida gran muestra retrospectiva en la que se puedan apreciar todas las facetas de la trayectoria de González, incluidas sus aventuras en la ilustración literaria (hay un ejemplo en el MNAV del exquisito trabajo para Ocho obritas para teatro de títeres, de Otto Freitas, de 1961), los pasteles empezados en México en los 80, y tal vez, si se pudieran recuperar, los óleos de los 50, técnica que no volvió a emplear luego de aquella década.

Periplo latinoamericano

Luego de haber fundado, junto con Susana Turiansky y Nicolás Loureiro, el Club de Grabado de Montevideo en 1953 y de haberlo animado por más de 20 años, en 1976, por las presiones de los militares, tuvo que exiliarse: primero llegó a Perú, que debió abandonar pronto por cuestiones de visado, para recalar en Colombia, donde dictó varios cursos de grabado, por ejemplo en la Universidad Central de Medellín, y expuso en diferentes galerías del país. Luego de un pasaje por República Dominicana y luego por Panamá, donde dio cursos en diversas instituciones, en 1978 volvió a Lima para dedicarse a la docencia. Viajó ocasionalmente a Ecuador y Colombia para cursillos y muestras de sus obras más recientes, hasta que en 1980 se radicó en México, donde la recibieron Anhelo Hernández y amigos del teatro El Galpón, y donde trabajó para los servicios culturales del Instituto de Bellas Artes. En 1983 el Museo Carrillo-Gil de Ciudad de México le dedicó una retrospectiva muy bien acogida por público y crítica. Su estadía mexicana siguió, interrumpida por breves viajes de trabajo a Cuba y Perú, hasta que en 1986 volvió, finalmente, a Uruguay.

Leonilda González en su centenario: la pertinaz alternancia. Curadores: María Eugenia Grau y Fernando Loustaunau. Museo Nacional de Artes Visuales (Tomás Giribaldi 2283). Hasta el 4 de junio. Leonilda González 100 años. Retrospectiva. Museo Histórico Cabildo (Juan Carlos Gómez 1362). Hasta el 31 de octubre.