Para una película sin centro, más guiada por “vibras” que por núcleos narrativos bien estratificados, la médula espinal de Los cinco diablos se puede hallar en la pregunta que la niña protagonista le hace a su madre en un momento crucial del film: “¿Me amabas antes de que yo existiera?”

Hay algo interesante en retomar esa pregunta que más de algún niño (o adulto) llegó a esgrimir en su vida, pero elevándola a su dimensión cósmica más dramática: en el film la chica en cuestión –hija de un matrimonio interracial entre una gimnasta/nadadora y un bombero– tiene la capacidad de viajar en el tiempo, incluso pudiendo alterar el orden de sucesos (o consolidarlos retroactivamente, de forma trágica o no, como viene siendo la moda de los multiversos).

La niña se proyecta en un pasado vedado, en el que su madre está enamorada, no de su padre, sino de quien más tarde se revelará como su tía. Más allá del impacto emocional del descubrimiento, pervive un riesgo auténtico en esta versión alternativa de los hechos: si su madre (Adele Exarchopoulos) logra conciliar su vínculo amoroso con aquella mujer (Swala Emati), la niña como tal deja de existir. Esto, no es nada nuevo: ya desde Volver al futuro se especulaba con el riesgo de la desintegración existencial retroactiva (que además podía deberse a un incesto), pero Los cinco diablos trata de dosificarnos el misterio y, sobre todo, jugar siempre sobre los bordes de la premisa de ciencia ficción.

La fórmula del viaje en el tiempo

Diferente de series como Dark, donde el tour de forcé se sostiene en el complejísimo tangram narrativo de personajes del pasado, futuro y presente que se solapan amenazando alterar la estabilidad de las líneas de tiempo, en Los cinco diablos todo el asunto lúdico y teorético de estas piezas, al estar pasadas por el filtro de la psiquis infantil, toma un rol más etéreo, meramente funcional a lo estético.

En el comienzo mismo del film se ve a Adele –en el rol de Joanna– y otras bailarinas enfundadas en leotardos de lentejuelas mientras en el fondo hay un crepitante fuego que parece recortado de una pesadilla del Bosco. Uno no sabe todavía si es una imagen del pasado, del futuro, o una metáfora, pero más allá de lo que después se develará, lo que prima en aquella imagen es su efecto estético: así, temblando, abrazándose y al borde del colapso, se siente a aquellas gimnastas como algo entre una reversión pop de un aquelarre de brujas danzantes y unas ninfas arrojadas a un escenario infernal. No importa tanto la relevancia de ese hecho, sino su impacto visual: casi podría decirse que, más que funcional a la trama, es la piedra fundacional del tráiler, de la forma sensual y misteriosa de vendernos el film.

No hay nada malo en estos excesos, pero toda la película parece una sucesión de trailers de diferentes películas que nunca se llegan a desarrollar del todo, ni a encastrar entre sí. En una línea tenemos a una niña con poderes sobrenaturales de olfato, que en la forma inocente que va desarrollando su habilidad parece retrotraer tanto a los dones mutantes de la escandinava The innocents (Eskil Vogt, 2021) como al Grenouille de El perfume y a las clásicas brujas de Shakespeare. Sin embargo, este superpoder va dejando de tener peso en la trama, al punto que ya al final nos olvidamos por completo de él.

Este desvanecimiento conceptual también afecta al triángulo amoroso entre Joanne, su esposo Jimmy (Moustapha Mbengue) y su cuñada Julia. Así, lo que en un principio era un total rechazo de parte de la protagonista a su antiguo amor se reactiva con sólo un encuentro en la cocina y recomienza una dinámica amorosa que parecía acabada. Nada de esto funcionaría tan mal si no fuese por lo blando e indefinido de Jimmy como vértice de ese triángulo, un personaje cuya función es deambular entre planos, meramente ofreciéndonos una fisicalidad misteriosa y solemne. Más bien, su rol es apenas el de una encarnación metafórica, en la que él, en tanto bombero, representa el fuego (o aquel que apaga el fuego de su hermana), mientras que Joanne, como nadadora, representa el agua y el frío.

Una vez más, estos juegos significantes están sólo para ser señalados, pero adquieren poca consistencia o cohesión en el resultado final del film. De la misma manera, la película tampoco funciona como el gran crossover entre romance queer y ciencia ficción que la sinopsis quiere vender.

La novela familiar

Hay, sí, algo interesante, o al menos la posibilidad de algo interesante, que es esta idea de que nuestros padres fueron personas, con sus romances, sus voluntades y sus contradicciones, antes de ser nuestros padres. Quizás la película reciente que mejor supo encapsular esta obviedad extraña fue la hermosa y delicadísima Petite Maman de Céline Sciamma, en donde una niña entabla relación con una misteriosa vecina que no es otra que la versión de su madre a la edad de ocho años. La redondez poética de aquel film se daba por su indisposición a intentar explicar el hecho. La magia simplemente sucede y toda la belleza se sostiene en el encuentro, en apenas imaginarlo, y no jugar con sus posibles repercusiones hipotéticas.

En este sentido, Los cinco diablos es algo así como el reverso radical de Petite Maman, volviéndose dramática e hiperconsciente en todo lo que la película de Sciamma logra con una naturalidad mineral. Pero más que nada, el principal pecado de Léa Mysius estriba en cómo deforma los conceptos base por el peso de sus leit motivs visuales.

Con una impecable fotografía y con una actriz como Adele Exarchopoulos, a quien sólo le basta aparecer en el plano para generar un extraño efecto gravitacional alrededor suyo, Los cinco diablos es un buen material de estudio sobre cómo, a la hora de realizar una obra, uno tiene que tener en claro si se va a dejar seducir por sus imágenes o guiar por sus ideas, es decir, si va a seguir sus instintos o guiarse por una cartografía previa. En este caso, es la muestra de qué pasa cuando, al querer hacer ambas cosas, termina por no realizar ninguna.

Los cinco diablos (Les cinq diables), de Léa Mysius. Francia, 2022. 103 minutos. En Cinemateca.