En la temprana vida de Kenneth Anger, muerto el 11 de mayo, ya están encapsulados los grandes ejes de su obra. Tenía tan sólo diez años cuando actuó en Sueños de una noche de verano y, según dice, pasó los formativos de su vida escuchando chismes del antiguo Hollywood que le filtraba su abuela, quien había trabajado en la sección de vestuario de varios estudios de cine. Ya ahí se pueden encontrar los tres elementos base de su producción: el cine como sueño y función demiúrgica, el cine como una historia oscura y lateral, narrada por lo bajo, y finalmente, el vestuario y los objetos elevados a una función áurea, como algo que concentra dentro de sí un universo que tan sólo pide ser mejor filmado para aparecer.

A Kenneth Anger le bastó su primer corto, Fireworks (1947), de un homoerotismo, sensualidad y violencia con pocos precedentes, para llamar la atención de Jean Cocteau, quien lo invitó a París, donde terminaría trabajando durante más de diez años en la pujante Cinemateca Francesa de Henri Langlois. La combinación de lo europeo y lo yanqui no es lateral: su representación de un artista/comentarista/terrorista era parte de un costado gnóstico y místico de una tradición maldita europea, pero la remodeló en torno al universo pop estadounidense.

Nunca llegaron a darse del todo –se dice que se odiaban–, pero Kenneth Anger siempre se sintió, en el manejo de la deificación de la cultura popular, como una versión oscura de Andy Warhol, el hermano gemelo que vive en el altillo y le dan de comer cabezas de pescado. La otra comparación –mucho más agarrada de los pelos pero útil– es con Jean-Luc Godard: dos directores cuya obra (cinematográfica, pero también literaria) se dio en la puja entre el profundísimo amor al cine y su equivalente y total horror y desprecio. Ambos artistas funcionan como espíritus de la creación y la destrucción del cine.

A su regreso de París (donde realizó las más olvidadas Rabbit's Moon y Eaux d'Artifice), entró en una dinámica creativa que desembocó en sus trabajos más icónicos, Inauguration of the Pleasure Dome y Scorpio Rising. En algunos sentidos, no pueden ser más opuestas: la primera es una especie de gargantuesco canto a la opulencia, que intenta llevar a la pantalla los juegos de cierta aristocracia elevados a una órbita mítica; Scorpio Rising, por el contrario, es una película despojada, pero que encuentra en los productos de consumo popular otra auténtica dimensión mitológica. Como él escribió: “Un espejo de la muerte sostenido por la cultura estadounidense. Brando, motocicletas, cuero negro. Cristo, cadenas y cocaína. Una visión ‘alta’ del mito del motociclista americano. La máquina como tótem del juguete al terror. Thánatos en cromo y cuero negro y jeans reventados”.

Es difícil hablar de Scorpio Rising sin perder un poco el eje del demencial impacto que significó. En primera instancia, está el subrayado homoerótico sobre algo que, si bien ya existía y era parte de la cultura gay, pocas veces había aparecido en todo su esplendor y textura. Segundo, la todavía inexplorada relación entre lo surreal y el arte popular, sin la que serían impensables artistas como David Lynch. Y tercero, la profundísima relación entre soundtrack e imagen, las ocultas representaciones (a veces más oscuras que su envoltura azucarada) y ritmos que subyacen a canciones populares. Así, en un mismo golpe de revés, Anger terminó de condensar y remodelar un erotismo, definió una estética e inventó un medio: el videoclip.

Quizás rivalizando con su obra cinematográfica, los dos tomos de Hollywood Babilonia fueron capaces de crear una mitología propia. De golpe, todo lo que en un momento se había dicho –pero nunca firmado– sobre la ciudad de los sueños aparecía en papel y con lujo de detalles (demasiados detalles). El tamaño del miembro de Charlie Chaplin, el suicidio ridículo de Lupe Valdez, todas las actrices fallidas que se arrojaron al vacío desde las famosas letras de Hollywood, el romance gay de Cary Grant a la vista de todo el mundo… todo ya estaba ahí, en el aire, pero fue necesario que Anger abriera su boca para que formara parte de una nueva mitología, la de otro Hollywood, verdadero o no, que contrarrestaba la versión oficial de la fábrica de los sueños. El libro es una extraña mezcla entre ingenio, chisme, brillantez, soreteada, errores y ajuste de cuentas, pero no se podría pensar la existencia de escritores y periodistas como Hunter Thompson, Lester Bangs o Greil Marcus sin ese trabajo extrañamente seminal y perversamente revolucionario.

La carrera de Anger seguiría con Lucifer Rising (1970-1980), en la que su eclecticismo místico –fuertemente inspirado en Aleister Crowley– tomaría forma definitiva. Muchos lo consideran su trabajo más logrado, aunque nunca llega a tener la frescura de los anteriores. Hay algo mucho más fascinante en el descubrimiento de lo tanático y lo luminoso, la relación hombre/máquina, cuero/piel de Scorpio Rising, que en todas esas imágenes montadas de Isis, Osiris y ese montón de dioses rejuntados con motivos psicodélicos de Lucifer Rising. Hay algo mucho más poderoso en ese “Kenneth Anger” escrito con tachas en una campera de cuero que en el “Lucifer” del arcoíris que aparecerá años después. Al final, todo puede retrotraerse en la sencillez de la ropa: en el fondo, lo más glorioso de Anger es que nunca dejó de ser un niño que, jugando entre la ropa de su abuela, terminó por crear un mundo vastísimo y completo.