Ella cree que ciertos actos que los puritanos llaman pecaminosos son en realidad buenos. Su identidad se encuentra en su vida interior. De cara al exterior lleva la letra que la marca como una mujer perversa (Nathaniel Hawthorne, La letra escarlata).

Se dice que el animal que hiere es aquel que ha sido herido o amenazado. ¿Pero en qué tipo de jungla alguien que sufrió tanto pudo herir a animales tan feroces? ¿En qué selva esa mujer frágil y públicamente sufriente pudo resultar amenazante? Sólo en tierra de falsos leones, de patotas hipócritas y mandatos cobardes.

Y es que Sinéad O'Connor enojó a la iglesia católica, a Frank Sinatra, a Madonna y a toda la familia de Prince. Denunció abuso antes de que existiera el #MeToo, rompió una foto del Papa en cámaras antes de que existieran las redes sociales para propagarlo y de que la propia iglesia reconociera los abusos cometidos bajo su techo. Habló de su salud mental décadas antes que Simone Biles o Alejandro Sanz, y a los 20 optó por un “vestuario fluido” antes de que los Eilish pensaran siquiera en ser padres.

En los 90 las estrellas no eran activistas. Puta, loca, imbécil, el aún vigente latiguillo de los animales heridos cuando una mujer se para no en sus tacos sino en la rama alta de un árbol y grita. “Yo sólo quería gritar”, escribió en sus memorias Rememberings (Sandycove, 2021), que sirvieron de base para el documental de Kathryn Ferguson Nothing Compares (2022).

Que levanten la mano los psicólogos, las psicólogas que vieron alguna vez a una persona bipolar o depresiva crónica con numerosos intentos de suicidio decidir escribir sus memorias. A una persona que fue abusada por su madre ante la mirada indiferente de su padre y que perdió a un hijo de 17 revolcarse en el barro del que huyen con botas de goma hasta los más “sanos”. Justo en 2018, cuando su documental era guionado, Sinéad decidió dejar su carrera musical y convertirse al Islam.

“Cuando era niña no había terapia”, se escucha en la película para la cual los herederos de Prince prohibieron el uso de la canción que O’Connor hizo famosa. Allí se cuenta que fue una profesora de guitarra quien la alentó a emprender su carrera, que comenzó formalmente en Londres cuando firmó con Ensign Records para grabar su primer álbum, The Lion and the Cobra, en 1987.

Durante la producción de ese primer disco quedó embarazada y sus jefes le sugirieron interrumpir la gestación, a lo cual, por supuesto, se negó. Fue entonces seguramente esta leona de bronce la que atemorizó a Madonna para que le tomara el pelo, a Frank Sinatra para que bromeara con darle una patada porque no quiso que se tocara el himno nacional en su concierto en plena Guerra del Golfo o al actor Joe Pesci para que dijera públicamente que le habría gustado darle una paliza. “Quizás si hubiese sido un hombre no se habría producido tanto revuelo”, dijo al respecto la cantante calva.

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Era 1992. Sinéad apareció en Saturday Night Live y cantó “War”, de Bob Marley, a capella, con la letra cambiada, y al final miró fijamente a la cámara. Sacó una foto del Papa y la destrozó diciéndole: “Luchá contra el verdadero enemigo”. Y por supuesto la destrozaron.

A partir de esa noche, aquel sonsonete de puta, loca, imbécil se hizo viral, como diríamos 30 años después de que ella se animara a todo. “Lamento que la gente me haya tratado como una mierda”, dice en Nothing Compares: “Pensaron que podían burlarse de mí por tirar mi carrera por el caño, pero, como nunca quise ser una estrella, yo no tiré nada por el caño”.

No fue hombre, no fue parte de la movida punk de los 70, no quiso ser rica ni famosa. Luchó por sus colegas negros y LGTBQ+ antes de que existiera la sigla. Pero sí se arrepintió de algo: de haberles seguido la corriente, de haberse “descarriado” cuando ganó todos esos premios, todo ese dinero... Sinéad O’Connor se fue cuando quiso, homenajeando a su propio disco: I’m Not Bossy, I’m The Boss.