En Los ilusos, Francesco Carril (esa especie de Antoine Doinel de la temprana adultez que Jonás Trueba se ha encargado de modelar a lo largo de su filmografía), mientras sale a la puerta de un restaurante chino para fumarse un cigarro con su amor perdido de la pubertad, comenta que las prohibiciones de consumo de tabaco en establecimientos públicos dan al cine la oportunidad de poner un receso entre escenas, la chance de que los personajes corten con la monotonía de un mismo escenario. No estaba equivocado: en aquella película esa escena servía tanto para poner un paréntesis y redirigir la conversación, como para construir una suerte de pillow shot (escape corto a un elemento visual aparentemente inconexo) y ampliar así las chances de interacción entre el adentro y el afuera. Era una visión marcadamente optimista: difícilmente un realizador trocaría la iconografía noir de un bar suspendido en la niebla de nicotina por la mera situación de dos personas muriéndose de frío mientras intentan terminar su cigarro. Y sin embargo, ahí, aun en la total autoconciencia del gesto, funcionaba.
Uno de los elementos más bellos del cine de Trueba es el respeto a los ritmos de la interacción entre el realismo de la puesta en escena y la “cinematografización” de la vida cotidiana, en una polinización mutua de la que ambas partes salen ganando. En casi todas sus películas se da eso de que si aparece una canción se le da el tiempo para que se despliegue completamente, con la cámara quedándose ahí para registrar respetuosamente lo que los personajes sienten ante ella: no poniéndolos a hablar durante la canción, no haciéndolos interactuar, o usándolos como pie de una epifanía, o lanzando otras líneas de acción más allá del acto mismo de sentirla. Así, cuando Francesco Carril e Itsaso Arana escuchan dos canciones seguidas de Rafael Berrio en La reconquista, o cuando hay un toque cuasi familiar de Sr. Chinarro en Los ilusos, o cuando suena Tulsa en el roadtrip de Exiliados románticos, al ver a los personajes (y también a los actores) escuchar aquellas canciones, nosotros también estamos escuchándolas con ellos. Todas las canciones hablan de nosotros.
A través del tapabocas
Tenéis que venir a verla también empieza con una presentación en vivo. Vemos los rostros recurrentes de Carril y Arana –pero también los de Vito Sanz e Irene Escobar– escuchando la pieza “Limbo”, de Chano Domínguez, y la distinta expresividad de sus rostros ya funciona como una radiografía de cada uno. Itsaso, en la piel de Elena, con sus grandes lentes y su espeso y enmarañado pelo escucha la música con las lágrimas casi precipitándose sobre sus trémulos párpados. Su pareja Daniel (Vito Sanz) escucha con una especie de inocencia infantil, cambiando su expresión ante cada subida, bajada y cambio de tono. Guillermo (Francesco Carril) siente todo a través de una especie de distancia instrumental, una sonrisa que es tanto de placer como de autoprotección ante eso demasiado intenso que no quiere sentir. Y Susana (Irene Escobar), pareja de Guillermo, se brinda a la canción como si se hubiese zambullido en la melodía, dejándose llevar por sus corrientes subterráneas.
Luego del tema aprendemos un par de cosas: las dos parejas no se ven desde hace mucho y Guillermo y Susana, a poco tiempo de mudarse a las afueras de Madrid, se enteraron de que iban a ser padres. Vemos a Daniel y Elena terminar la cena, hacer las clásicas promesas de reencuentro y volver a su casa, imbuidos en esa difícil charla de cuando uno ve a otras parejas bifurcarse a nuevos terrenos (mudanzas, nuevos trabajos, hijos).
Pero más allá de todo eso, lo que más nos impresiona de esta ardua vuelta no son tanto los rostros, las conversaciones, los silencios y los reproches entre ellos dos, sino los tapabocas. Difícilmente exista en los cambios sociales recientes algo tan poco cinematográficamente atractivo como los tapabocas, que no sólo cortan las líneas de expresión, sino que difuminan identidades, desorganizan los pies de intervenciones en una conversación, y enredan todo tipo de reacciones espontáneas como un grito o un beso. Y, contra todos los pronósticos, tal como había pasado con la prohibición de consumo de tabaco en bares y restaurantes, Jonás hace que ese impedimento se vuelva cinematográfico.
No muchos directores abrazaron este fugaz –pero por un momento arrasador– cambio. Sin contar films de países asiáticos, que ya incorporaban el uso de la mascarilla mucho tiempo antes del estallido de la pandemia, casi todas las películas realizadas entre 2020 y 2022 trataron de prescindir de los tapabocas, movidas quizás por el optimismo radical de que todo cambiaría en breve y que los tapabocas harían ver a la película medio anticuada al poco tiempo de la vuelta a la normalidad.
Uno de los pocos directores que no dudaron en incluir esta variante fue Radu Jude en Bad luck fucking or looney porn, en la que el tapaboca también servía como gag, ya que muchas veces no sabíamos quién era la persona que hablaba. El otro director que fue más allá de la simple incorporación del barbijo fue Miguel Gomes (en colaboración con Maureen Fazendeiro), que hizo con Diarios de Otsoga una película cuyo principal eje metacinematográfico era las nuevas dinámicas vinculares, como de familia extendida, que generaron las burbujas estipuladas en los crews fílmicos.
Tenéis que venir a verla guarda una relación específica con este último film, ya que los dos tienen en su trasfondo esta suerte de esperanza del cine como un espacio de lazos y de construcción de realidades que brinda consuelo a la hora de poder reformularse, por más loco que esté el mundo. El cine de Trueba, desde el debut de Todas las canciones hablan de mí (2010), ha realizado un curioso movimiento extrínseco. En el comienzo estaba la identidad cerrada sobre sí misma, el núcleo duro de la neurosis que impedía el verdadero contacto con el mundo. En Los ilusos (2013) ese lazo comenzaba a solidificarse a partir del amor al cine, y la inclusión del otro fue haciéndose cada vez mayor, hasta pasar de la combinación de ese tríptico que toca lo metaficcional, lo personal y lo colectivo en Quién lo impide (2021) al canto al colectivismo de esta última película pequeñísima, la más modesta e impresionista de todas.
Los 64 minutos de Tenéis que venir a verla no son más que un puñado de conversaciones, una ida al campo con la voz de Bill Callahan (Smog) de fondo, unas citas literarias, una partida de ping pong y una vuelta a casa. Es mínimo, y aun así el horizonte humano que el director viene trazando continúa.
La lectura ferviente de Peter Sloterdijk por parte de Elena podría resultar a algunos no más que la fascinación de las citas del cine de Éric Rohmer, pero guarda perfecta coherencia conceptual con ese desarrollo del mundo de Trueba. La idea de que la única forma de existir y no extinguirnos es actuar pensando que somos parte de un contrato más amplio, en el que todos conformamos nuestra contaminación y/o sanación. Un cambio que sólo puede traer el despertar de una realidad en la que habíamos estado flotando como en un limbo (el mismo “Limbo” con que abre el film y en el que nos sentimos durante el tiempo del covid).
Cuando al final de la película vemos en Súper 8 una rotura de la cuarta pared, con el mismo crew de filmación registrando esa aparente historia minúscula de dos parejas amigas, el resultado, más que quebrar la suspensión de credibilidad, obra en sentido contrario: la idea del cine creando realidades y generando familia no sólo en el resultado final del film, sino en los vínculos reales que se dan en el proceso. El afuera y el adentro como parte de lo mismo, una puesta de sol filmada de varias maneras, interiores y exteriores, como el chico de Quién lo impide cuando por primera vez se siente auténticamente tocado por el cine.
Tenéis que venir a verla. 64 minutos. En Cinemateca.