Realizada con recursos ínfimos y sin apoyo estatal, esta película fuera de lo común amalgama con particular imaginación partes y dispositivos formales distintos. El visual de la primera parte está ambientado en un entorno rural que parece estar cerca de Piriápolis. Está pautado por la intervención, aquí y allá, de la voz de una mujer que lee textos de diarios o cartas dirigidas a sus hijas durante un lapso extendido (desde que una de ellas era bebé hasta que ya es adulta e independiente). No aparecen en orden cronológico y están leídos en una forma desapegada, como esquivando cualquier atisbo de sentimentalismo, aun si los sentimientos en sí mismos son parte de lo que se lee: las dudas, las ansiedades, hartazgos, curiosidades, un componente amoroso que si no aparece directamente, se adivina por reflejo de otras actitudes. Pese a la apariencia azarosa de la selección de esos fragmentos, se generan algunas resonancias: el episodio en que la locutora descubre a la hija adolescente besuqueándose con un muchacho tiene su eco poco después cuando ella misma recuerda su primer beso.

Las entradas del diario están siempre precedidas de la fecha (día y mes), así como, en lo visual, vemos referencias a los días de la semana. Son seudorreferencias que sólo sirven para enfatizar su propia falta de función, una vez que, en las lecturas, faltan los años: qué nos puede importar que tal cosa haya ocurrido tal o cual día de tal o cual mes si no tenemos idea de si eso es antes o después que el texto anterior, ni cuánto tiempo hubo entre uno y otro. Lo mismo vale cuando dice lunes o jueves (¿de qué semana?). Me hizo pensar en los juegos con las costumbres narrativas (“Ocho años después”, “Hacia las tres de la madrugada”) de Un perro andaluz (1929), de Luis Buñuel.

En el prólogo, la cámara se pasea por la cocina de una casa rural simple. La imagen está afectada por lo que parece ser la anteposición de una transparencia con unas manchas. Durante el resto de la primera parte van a ser raras las ocasiones en que tenemos una imagen límpida: o están las manchas, o parece haber una tela desenfocada, o un vidrio deformante, o el foco es muy corto, o es simplemente el movimiento errático y algo tembloroso de la cámara el que afecta la transparencia inherente al cine más clásico. Contemplamos algunas cosas preciosas (el crepúsculo reflejado en una bandeja metálica), pero se nos quita el énfasis en la cosa mostrada para desplazarlo parcialmente hacia la calidad de la imagen en sí misma, partiendo de un obvio disfrute de la realizadora por esos pequeños desarreglos visuales. Vemos crepúsculo, objeto, muchacha, pero vemos también mancha, temblor, borrón. Hay toda una secuencia preciosa con la cámara dirigida hacia una pared rugosa sobre la que se proyectan las sombras del entramado de las vegetaciones, junto a los movimientos de una mujer que parece estar haciendo algo de jardinería.

Si la “protagonista vocal” de la película es la madre que lee los fragmentos de diarios, hay una “protagonista visual”: una muchacha de unos 20 años. La vemos pasear por ahí, y en una ocasión tiene sexo en el medio del monte (otro momento que juega con la descripción del primer beso de la protagonista vocal). Una vez que uno tiende a buscar sentido, podemos suponer que esa muchacha es la hija aludida en los diarios leídos, y que esa casa rural es la que se menciona como la propiedad familiar donde la madre solía vacacionar cuando niña. Entre esas series de imágenes, hay una insistencia en lo que configura una especie de instalación, que es la muchacha tirada en la cama, con la piel toda marcada por lastimaduras y la manta cubierta de basura. Son situaciones enigmáticas, observaciones de la cotidianidad, con los sonidos del medio rural sonando bastante fuertes y eventualmente agregados de una especie de burbujeo electrónico.

Los últimos 20 minutos son totalmente distintos de todo lo anterior, y configuran lo más memorable de la película. En esta gran sección ya no hay palabra hablada. Seguimos a la misma muchacha por la avenida 18 de Julio de Montevideo, en unos extensos y preciosos travellings laterales bañados en música ambient: vamos rumbo a la plaza Independencia o hacia el Obelisco, por una o por otra vereda, acompañando o perdiendo a la muchacha, más de cerca o más de lejos, pasando constantemente por otros autos que reflejan, en sus ventanillas, los topes de los edificios que están detrás de la cámara.

A esa altura ya tenemos activada nuestra facultad de ver lo bonito, lo feo, lo curioso, la manera en que el propio urbanismo regala unos hitos estructurales a esos travellings (luego de un tiempo largo viendo transcurrir las fachadas perpendiculares a la cámara, de pronto se alejan en diagonal en el momento en que empieza la calle Brandzen).

Uno puede tomar la película como una instancia de arte objetivo, un artefacto ingenioso interesante de contemplar. Pero si nos metemos, podemos captar unas cuantas emanaciones conceptuales y temáticas, que hacen de 18 de Julio una de las películas más profundamente uruguayas ya realizadas. Están los signos históricos muy recientes grafiteados en las paredes (Plef, “Tenencia compartida ya!!”), están las instituciones (la Universidad, la Biblioteca), el día gris, húmedo y frío, la joven y los muchos veteranos, el campo y la ciudad. La película es también un excéntrico coming of age, aparte de procesar la condición femenina, en especial la maternidad y el ciclo de generaciones.

Hasta los créditos finales, con sus letras grandotas, expresan una disposición a revisar las normas en forma creativa —haciendo gala, además, del equipo relativamente chico de la realización—. En un contexto en que toda la institucionalidad alrededor del cine uruguayo tiende a circunscribirse, mediocremente, en la necesidad (que por supuesto existe) de llegar al “público internacional”, de atraer muchos espectadores, de asumir esa normalidad a la que se suele otorgar el título de profesional, es una alegría encontrar esta película, que no tiene nada que ver con todo eso y que, con su originalidad, belleza e interés, contribuye a demostrar el valor de la diversidad en las maneras de apreciar y de hacer cine.

18 de Julio, dirigida por Catalina Marín. 60 minutos. Uruguay, 2023. En Cinemateca.