“Tengo sueños eléctricos/ en los que mi padre cuando no puede arreglar algo/ lo revienta al piso/ se enoja, me grita, me insulta/ nos queremos a gritos, a veces a golpes/ así somos/ una horda de animales salvajes/ soñando con ser humanos/ hace falta a veces varios días para entender que/ la rabia que nos atraviesa no nos pertenece”. Tengo sueños eléctricos es, además de una película sobre la violencia intrafamiliar, una sobre la poesía, pero en la que todo circula alrededor de un único poema: el poema sobre los cables de alta tensión que penden entre Martín, sus hijas y su exmujer, pero también entre balcón y balcón de todos los rincones de San José de Costa Rica.
Las obras literarias dentro de las películas han demostrado ser un recurso espinoso. La mayoría de las veces son premeditadamente menores o parecen estar rodeadas de una calidad y gloria que no merecen. Por ejemplo, Descubriendo a Forrester (Gus Van Sant, 2000) y ese apoteósico ensayo que Sean Connery lee en vivo, haciéndoles creer a todos los presentes que él lo escribió, para después revelar que el verdadero autor del texto es un discípulo suyo sobre el que penden un montón de prejuicios raciales y sociales. El tono de la escena trata de hacer que aquella escritura, una vez revelado su verdadero autor, adquiera el papel de una prueba irrefutable de grandeza, pero no hace falta ser un gran lector para darse cuenta de que lo recitado no es más que una vana sucesión de imágenes y palabras grandilocuentes que difícilmente sorprenderían a la horda de sabuesos académicos que lo escuchan con atención.
Algo similar pasa con Más extraño que la ficción (Marc Foster, 2006): Will Ferrell, luego de descubrir que toda su vida está siendo narrada omniscientemente y en tiempo real por una escritora contemporánea, se entera de que su destino está sellado por la muerte planificada del protagonista que él interpreta. Contacta a un experto en literatura que le dice, luego de leer el borrador final de la escritora (en el que el protagonista muere), que aquel trágico final cerraría una obra fascinante y definitiva, algo que quedará en los anales de la literatura. Así, el personaje interpretado por Ferrell se entrega como mártir a ese grandioso destino, salvo que el final no se alejaría de lo que podría encontrarse entre los libros de saldo de una tienda de balneario. Ofrecer la vida por mala literatura no parece un buen negocio.
Escribir bien siempre es difícil, pero la otra razón que parecería hacer optar por estos trabajos de menor categoría es el miedo a que la obra ficticia termine por opacar a la misma obra que la contiene. Hay ejemplos excepcionales donde esto sucede, como las muestras de teatro que se montan dentro de Les enfants du Paradis (dirigida por Marcel Carné, pero con el guion inconfundible de Jacques Prevert) o el entero compendio musical de Hedwig and the angry inch (que en realidad no es otra cosa que una gran ópera rock escrita por su director, John Cameron Mitchell), pero en general se suele optar, casi a sabiendas, por materiales de menor calidad que no rivalicen con la ficción contenedora (lo banal de la película que se quiere llevar a cabo en La noche americana, de François Truffaut).
La más gloriosa excepción a esto (al menos entre el material reciente) es Paterson, de Jim Jarmusch, una de las más bellas y sinceras películas que se hayan hecho sobre el verdadero oficio del poeta: la escritura buscada y encontrada en la diseminación de sus minucias inspiradoras, pero desprovista del pathos artístico, más concentrada en la belleza de la disciplina y la paciencia.
Aun con sufrimiento artístico de por medio, hay mucho de esto en ese poema final de Tengo sueños eléctricos. La belleza no corre sólo por el poema en sí, sino por cómo calza a la perfección con la personalidad y la mano de alguien como Martín, un tipo que vive su vida como si hiciera equilibrio en una cuerda floja, que más que cuerda floja es un cable pelado de alta tensión. La escena del comienzo, en donde estaciona y sale del auto para darse la cabeza contra la chapa del garaje, parece presentar a la perfección no sólo lo bipolar de su personalidad, sino también esta idea de algo no dicho que a la vez es mostrado con alevosía y fiereza (con el parabrisas del auto actuando como una pantalla, un escenario donde se monta esa escena para la familia).
Sería fácil señalar a Martín como la gran bestia que aguarda al final de ese laberinto de disfunción familiar, pero de a poco vemos cómo pervive entre los integrantes una serie de prácticas y gestos que se eslabonan entre sí como las trazas heredadas de un instinto común, un palimpsesto de violencias calladas: la hija mayor que reproduce la prueba de aguante al dolor paterna con su hermana menor, la violencia hacia y entre los animales y ese intempestivo, casi inconsciente gesto de la madre de darse la cabeza contra la mesa de madera en medio de una discusión. Ellos son, efectivamente, una horda de animales salvajes que sueñan con ser humanos, pero también una a la que atraviesa una violencia que no le pertenece. El amor feral, el amor ácido y sucio, de colchones meados y sudados, de dedos olidos después de rascarse, de esa pared marcada con el roce de tantos pies descalzos apoyados con relajación y displicencia.
Valentina Maurel tiene la grandeza de lograr retratar, en esos detalles, la ternura de esa fiereza (o la fiereza de esa ternura). Toda la relación que se da entre la chica y el amigo de su padre podría reproducirse desde un enfoque sórdido y sin embargo conserva una calidez extraña, que recuerda a la que se daba entre los protagonistas de Fish Tank, de Andrea Arnold. Y la relación de Martín con la literatura podría presentarse patética o elegíaca y tampoco es ninguna de las dos cosas; un poema a la altura de su dolor y su locura, pero sin los fuegos de artificios que la gente suele imaginar alrededor del dolor y la locura de los poetas.
Es difícil calibrar cuánto comentar de una película sin sobreexplicar o arruinar la experiencia al que no la vio. Sin embargo, es inevitable señalar en un texto como este la penúltima escena, en la que Martín y su hija se miran desde distintos patrulleros, al descubrir que la Yelina a la que tantos grafitis eran dedicados en el barrio es una de las policías que los escolta a la estación. Ese pequeño instante de cofradía familiar, esa sonrisa que navega los dos metros que los separan entre un vidrio blindado y que de un plumazo disuelve tanta tristeza y terror. Una escena que por sí sola justifica toda una película, tal como un verso puede justificar la totalidad de un poema.
Tengo sueños eléctricos, dirigida por Valentina Maurel. 113 minutos. Bélgica, Francia, Costa Rica, 2022. En Cinemateca.