“Justo cuando creía que estaba fuera, volvieron a meterme”, dice Michael Corleone en la tercera entrega de la saga de El padrino. “Una más y no jodemos más”, dice la hinchada cuando la persona sobre el escenario anuncia que esa fue la última canción del show. “Dejame a mí que lo estás haciendo mal”, dice la madre al fruto de su vientre cuando lo ve haciendo mal una tarea. Hayao Miyazaki volvió a volver de su retiro, para beneplácito de los espectadores de todo el mundo, para mostrarnos por qué es una referencia indiscutible en los últimos 40 años de la animación con una película (“una más”) que es tan universal como personal.

La acción transcurre durante los años 40 y comienza con un hospital bombardeado, que golpea en los espectadores más fuerte que cuando el guionista y director comenzó a dibujar los storyboards allá por 2016. El protagonista se llama Mahito y es uno de los Miyazakis de la película, un niño que pierde a su madre debido al incendio del hospital y se va a vivir al campo junto con su padre y su nueva pareja... la hermana de su madre, que además está embarazada. Deberían grafitear en las fachadas de los cines: “Googleá levirato”.

El mundo “real” de los primeros minutos de la película es, como caracteriza a las creaciones del Studio Ghibli, hermoso. Sin embargo, incluso imbuida en la nostalgia más grande del creador nacido en 1941, no cae en la trampa que en Estados Unidos se conoce como Americana y presenta una realidad que no deja de lado los aspectos negativos del período. El carro en el que viajan Mahito y su nueva mamá (ella le pide que la llame así) se detiene ante unos soldados que marchan a la guerra.

Si en esta realidad ya aparecen elementos característicos de la filmografía de Miyazaki, como la madre ausente o la construcción de aviones de guerra, no pasará mucho tiempo hasta que se sume el universo animista que se nutre del sintoísmo japonés pero que el director ha combinado con su propia imaginación para la creación de seres fantásticos (otro ejemplo muy recomendable son las historietas de Usagi Yojimbo, de Stan Sakai), empezando, en este caso, por la garza de marras.

Esta garza gris (Ardea cinerea) comienza a acosar al pequeño Mahito, que ya tiene suficientes problemas en la escuela como para sumar un pajarraco que desarrolla unos espeluznantes dientes y hasta una nariz humanoide dentro del pico y que le dice que su madre está esperando ser rescatada. Pero ¿cuál de las dos? A falta de terapia, Mahito decide internarse en la aventura y atravesar unas ruinas para llegar a ese “otro mundo”, junto con una de las siete ancianas cabezonas que viven en su nuevo hogar y que recuerdan, por ejemplo, a la Yubaba de El viaje de Chihiro.

“En este lugar suceden cosas extrañas en muchos sentidos”. Esa frase del film es la que mejor define el reino mágico al que accede Mahito (El viaje de Mahito), un lugar poblado de criaturas fantásticas nacidas de la imaginación de Miyazaki, que además representa a la propia filmografía del director. No en vano ese sitio está gobernado por un viejo malhumorado y terco que está obsesionado por encontrar un sucesor. Si Hayao ha regresado una y otra vez de la jubilación es, entre otras cosas, porque no confía en su hijo Goro como heredero de las llaves del reino.

La simbología te golpea en el rostro, pero la magia también está en que El niño y la garza puede ser disfrutada por un espectador o espectadora de nueve años que no conoce la filmografía de Ghibli ni los intríngulis familiares de su principal figura. Es una historia acerca de cicatrizar, de aceptación, de cierres, que además viene de alguien que atravesó o atraviesa esos sentimientos y no puede evitar que se cuelen en la historia. De hecho, el tiempo que se toma y la obsesión de Miyazaki por sus obras hacen pensar que nada se ha colado y que todo está donde debería estar.

Señalé la belleza de las imágenes, pero es necesario señalar la belleza de los movimientos. La animación sigue siendo de primera línea, con una fluidez y una verosimilitud que coquetean con la rotoscopia pero que no llegan a internarse en ese posible valle inquietante. Alcanza con ver cómo se mueve la garza, tanto en su forma más natural como cuando se transforma en una especie de hombre semicalvo que decidió vestirse de garza para un baile de disfraces.

A la mitad de las dos horas de aventura pareciera que Miyazaki decide regodearse en lo que él y los suyos pueden hacer, con una sucesión de estampidas animales, seres inocentones, casas hermosas y salones inquietantes que parecen una construcción onírica en base a restos diurnos. Pero cuando aparezcan los periquitos, los simpáticos y aterradores periquitos (sí, ambas cosas son posibles), comenzará la acción que llevará hasta un desenlace que, como el resto de la historia, no se puede encasillar en los modelos clásicos de estructuras narrativas. De hecho, la última escena es muy corta, como si una despedida rápida sirviera para evitar las lágrimas.

El niño y la garza funciona en varios niveles, como la bola en la ingle de aquel episodio de Los Simpson, y lo deja a uno con varias preguntas. La mayoría de ellas acerca de Hayao Miyazaki, lo conforme que estará con su obra y el mundo que la rodea. Pero, especialmente, acerca de su relación con Goro y lo tensos que deben ser los ravioles del domingo.