“A veces no quiero saber demasiado/ Cuando el paisaje me atrae más que el viaje/ me detengo”, canta Lucía Severino al inicio de “Molécula”, el primer tema de su álbum El tiempo en una canción, y suena a vaticinio de lo que vendrá, como advirtiendo que esta vuelta la cosa va más de contemplación que de hacer vibrar el metatarso contra el piso, o que estar como queremos es también estar en calma.
Su cuarto proyecto discográfico fue coproducido junto con Álvaro Mono Reyes y le permite ostentar una identidad reconocible desde los primeros compases: su música suena a mucha cosa, pero con combinaciones únicas, personales, como un patchwork digital donde la trama consumada supera las partes y las costuras pierden interés, no llaman la atención.
Eso también se vislumbra en “Molécula”, que define como una “mezcla de Massive Attack con música popular uruguaya” y donde también deja ver otro de sus rasgos artísticos distintivos: el uso serio, comprometido, pero también lúdico y arriesgado de la palabra y de sus estructuras formales. En definitiva, “Todo es molécula, micropartícula/ tiene su fórmula, decodifícala/ suma de átomos, líneas concéntricas/ física cuántica, sigo la métrica”.
Allí donde otros vemos combinación de signos burocráticos, bloques de convenciones sonoras, intrincados vocablos técnicos, Severino encuentra las clavas para sus malabares poéticos. Como buena malabarista, a mayor dificultad, más luce el truco. Por ejemplo, en “Desistí de mí” –ese samba minimalista, deconstruido, una feijoada de la gastronomía molecular–, el desafío fue escribir versos de cinco sílabas –tal como se había planteado Roberto Darvin décadas atrás con “Calle Yacaré”– y de ahí no se sale. Pueden hacer la prueba.
Esa experticia en las formas líricas está, claramente, al servicio del contenido. Lucía dice lindo, pero también dice mucho; ha encontrado a lo largo de su periplo discográfico una voz personal, que esquiva los panfletos y va al grano sin necesidad de alharaca. La electro-milonga “Mi tránsito” da cuenta de su alegato. “Soy la voz de mi discurso/ soy lo que pienso y decido/ Mi sangre, rojo fluido”, canta primero ella y luego su hija Eukene Izaguirre, para dar lugar, después del tándem intergeneracional, a una serie de décimas –otra vez las formas– que reflexionan sobre el lugar de la mujer en este circo.
Si El tiempo en una canción fuera un vinilo, el lado A cerraría con la pieza que le da nombre y que de alguna manera termina de asentar la esencia reflexiva del álbum. El tránsito vital, el tiempo irreparable y una mujer, que son todas las mujeres, en ese devenir. El piano como punto de partida, los beats juguetones y un coro etéreo que parece augurar ese deseo enunciado de soltar, rodar, dejarse ir y flotar. Se termina el surco, la púa se precipita, es hora de dar vuelta el disco.
El tempo más bien calmo de la primera mitad se alborota con “Río prendido”, el electrofolk con aires candomberos compuesto y producido junto con Diego Traverso –de Los Bosques–, que no desentonaría en ninguna ensalada del género. Ahí está la naturaleza ancestral dándose de bruces con el futuro psicodélico, así como colisionan la guitarra eléctrica del ex Santé Les Amis con el acordeón de la cantora shangrilense. “Como brote de siembra/ como fruto caído/ como casa en la orilla/ todo se lo lleva el río”, advierten estos Heráclitos sabedores de que no van a armonizar dos veces la misma melodía. Es, para este humilde escriba, un gran momento.
El instrumental “Instrimitivo” continúa en modo pista de baile y es un bálsamo, como un claro en la selva discursiva, un espacio para descansar las alas y decodificar todo lo dicho hasta ahora. Luego viene “Reflejo” –uno de los adelantos del elepé–, que mantiene el ambiente de discoteca, pero con reminiscencias ochenteras, y tiene también algo de síntesis conceptual: “Saberse en contradicción/ Cómo sentir, cómo no pensar/ Morir primero para nacer/ Entender el nudo para poder desenredar”. Es la escena final de una película que nos tuvo con el corazón en la boca y que antes de terminar abre el plano para que los personajes encuentren un rumbo; cada quien sabrá si es el de Tom Hanks al final de Náufrago o el de las icónicas Thelma y Louise, por nombrar un par. “Final”, el cierre, invita a quedarse en la butaca mirando los créditos hipnotizado, mientras los acordes caen como metrónomo en el piano y pensamos todo lo que pasó en este viaje. “Cuando vemos que algo termina/ es porque hace rato que ya ha terminado”. El tiempo son ocho canciones.
No es un álbum triste, y sin embargo atravesarlo tampoco es un trámite pasatista. Es denso, aunque no lo parezca, pero no monolítico; más bien, gelatinoso. Es divertido e íntimo, como para escucharlo con una bola de espejos interior. Dice Severino que fue construido de a poco: componía e iba guardando en su computadora los avances. Es decir, no es hijo de un calendario, por más que el tiempo sea una de sus obsesiones. Hasta que un día, antes de un recital, en un accidente con agua –elemento omnipresente en este trabajo–, el aparato colapsó y perdió todo el registro. Tuvo que empezar desde cero a reconstruir el clima y la inspiración que la había llevado a esas obras, a restaurar su propia creación. Esto que escuchamos es una huella de ese momento idílico, pero no exactamente la misma, porque, como canta por ahí, “no hay dos veces el mismo río”. Al final, lo que vale es el tránsito.
El tiempo en una canción, de Lucía Severino. Bizarro, 2024.