Nadie llora en el cine uruguayo. Bueno, casi nadie, pero en la mayoría de las escenas este llanto es captado de forma oblicua o cercenado por una elipsis, con la incomodidad y el respeto de alguien que entreabre una puerta y la vuelve a entornar al ver que hay alguien en la habitación. Para esta curiosa ausencia uno podría aducir temas tanto idiosincráticos como dramatúrgicos.
En primera instancia, el uruguayo –al menos comparándolo con las sensibilidades de países vecinos– es, salvo en el fútbol y el carnaval, bastante poco proclive a los grandes despliegues de emocionalidad (“más triste que uruguayo contento”, como dicen los argentinos), casi disparándose una cuestión de autocensura cuando el sentimiento arrecia.
Pero, por otro lado, mucho de la escotomización de la emocionalidad en el cine uruguayo (sobre todo la lacrimógena) se debe a las dificultades originarias de diferenciar el estilo de actuación cinematográfica de la tradición teatral. Durante gran parte de la década de 1990, la tensión siempre se daba entre la sobreactuación y la subactuación, algo para lo que recién se encontraría una salida gracias a la influencia de cineastas con un estilo de actuación no naturalista, como Jim Jarmusch, Hal Hartley y Aki Kaurismaki y los coletazos de un realismo regional que aparecieron con el Nuevo Cine Argentino.
Así, al exceso de emoción siempre se le temió como un exceso teatral que podía dinamitar la obra desde adentro si no se la tenía a raya. Quizás hay una tercera explicación, que es la de que el cine uruguayo nunca llegó a ser del todo un arte popular; nunca llegó a polinizarse con un público que típicamente pondera el melodrama por encima de otros registros.
Contra toda esta tradición, en Agarrame fuerte todos los personajes lloran: a escondidas, de frente, de perfil, con un triple abrazo, con la cara hundida en un hombro o en una almohada, sutil o largando el llanto como quien vomita en un barco sacudido por una tormenta, entre risas o entre sollozos, con elegancia o lleno de mocos. Es casi como si en los primeros 15 minutos las actrices del film lloraran todo lo que no se lloró en la cinematografía local.
Eso a lo que muchos cineastas temen es lo más lindo y logrado del film, especialmente en cómo cada una de las chicas que lloran la muerte de su amiga juegan con su propia fisicalidad para el llanto, dándole un tenor propio que ya te cuenta todo del personaje.
Llanto sin melodrama
Recuerdo la primera vez que vi actuar a Chiara Hourcade, una de las protagonistas de Agarrame fuerte. Fue en la función de la ya mítica obra de teatro Bienvenido a casa, dirigida por Roberto Suárez. Recuerdo que su personaje estaba gran parte de la obra llorando. Más que llorar, tenía una pátina salina y resbaladiza en los ojos, las mejillas y el mentón que nunca se le salía. Estaba en una especie de interregno vastísimo entre el sollozo y la entereza, donde sus ojos celestes adquirían un tinte radiactivo entre el blanco inyectado de sangre. Siempre pensé que era una locura que el cine no la agarrara así, en ese extraño momento fragilinvencible de un rostro empujado a sus límites.
Con Eva Dans, también parte del trío protagónico, funciona distinto: toda su forma de llorar siempre está negociando con su tamaño liliputiense y la torpeza en su forma bamboleante de desplazarse. Llorar para ella es caerse/arrojarse al cuerpo del otro.
Victoria Jorge, que interpreta a Elena, la chica fallecida a la que se retorna en el viaje en el tiempo en el que se embarca Chiara luego del velorio, es un buen contrapunto entre las dos: lo vertical de su altura coronando en el pelo naranja furioso contrasta con las dimensiones de Eva y lo pálido de Chiara; tiene la seguridad, la resolución y la falta de problemas que sólo tienen los muertos.
Sin embargo, lo más relevante no es esto, sino que las directoras Ana Guevara y Leticia Jorge logran registrar todos estos llantos sin jamás caer en el terreno del melodrama. Ambas han sido, a lo largo de su carrera conjunta (Tanta agua, Alelí), grandes cultoras del costumbrismo low key, con un oído afinado para captar los rituales, las taras y los clichés del habla uruguaya, y un particular ojo para los objetos diarios con los que la clase media intenta solucionar problemas o dar más trascendencia a su vida. Ninguna de sus películas dice abiertamente “esto es lo que somos”, pero dejan todos esos detalles para que el espectador termine de componer el mapa.
Algo similar a este puntillismo funciona en lo emocional: el tema evidente del film son la amistad y el duelo, pero nunca se siente como si el film estuviese intentando darle a la temática un valor universal; casi por lo contrario, toda la estadía de las tres amigas en una casa de la costa se da como una concesión particular que la vida les dio a ellas, a ellas solas, una especie de tregua del tiempo en el que el personaje interpretado por Chiara vuelve al pasado, pero con la conciencia intacta de todo lo doloroso que va a venir después.
En esta línea, la película tiene tanto del metadiscurso amoroso de la amistad femenina que venimos viendo en nuevas cineastas (pero entre las que se destaca Itsaso Arana con Las chicas están bien) como de los viajes levrerianos en el tiempo en Las olas, de Adrián Garza Biniez. Creo que esta es la película que más dialoga con Agarrame fuerte, más que nada por esa exigencia extra de tener a un personaje que es alguien que con la muerte de su amiga perdió la inocencia, pero que al mismo tiempo vuelve al pasado teniendo que jugar el papel de sí misma en una compleja fusión o alternancia de pasado y presente (lo mismo hacía Alfonso Tort cuando, como en La prima Angélica, de Carlos Saura, personificaba su ser en distintos momentos de su vida, aun siendo consciente de la superposición de temporalidades).
Ana Guevara y Leticia Jorge, igual que Garza, también salpican su película de pequeños detalles surrealistas: la arena interminable –como el tiempo– que sale de uno de los championes de Chiara, una interesante transición espacio-temporal que se da con la subida de la cremallera de una campera, una particular obsesión con los juegos de reflejos y puertas entreabiertas, y la excelente escena del barco. Todo esto es un gran mérito para semejante concentración de ideas y recursos en una película de tan sólo 71 minutos, que pasa por delante de uno como una brisa, pero que puede dejar adentro una tormenta, un film capaz de ser tan feliz como triste, como la canción “Wouldn’t it be nice” de los Beach Boys, que en su anhelo te destruye o te ilusiona, dependiendo de cómo te agarre.
Agarrame fuerte. 71 minutos. En salas.