Ahora podemos verlo sentado en la ventanilla del avión rumbo a Angola, rodeado de uruguayos y cubanos, sin su familia y sin poder imaginar nada, sin poder trazar una línea hacia el futuro, porque no conoce esa tierra a donde va, porque no sabe casi nada sobre esa tierra a donde va. Mi tío a sus treinta y pocos años, con una compañera y cuatro hijos dejados en Cuba; una familia completa esperando saber cómo es la tierra africana, si se puede vivir allí o es que te matan; si es que caminás por la calle y te matan, si es que te asomás a una ventana y te matan. Hay guerra civil en Angola, y por ese y otros motivos nada es fácil, ni siquiera cumplir con lo más básico como dormir o alimentarse.
Ahora sabemos eso, ahora podemos verlo todos. Podemos seguir ese trazado, dibujar en el aire un posible trayecto, cerrar los ojos y entender mejor cómo fueron las cosas. De acá se fueron para allá, de allá se fueron todavía más lejos, y de “todavía más lejos” se fueron más lejos aún. Se alejaron los tíos, los primos, la familia. Se alejaron los uruguayos exiliados que viajaban con ellos. Eran parte de las brigadas de comunistas uruguayos –la mayoría profesionales o expertos en distintos oficios– que se sumaron a las iniciativas cubanas para colaborar en la reconstrucción de Angola (de la nueva República Popular de Angola) en el contexto de nuestra dictadura cívico-militar del 73, del proceso de descolonización africano, con todas sus particularidades, y de la Guerra Fría.
Se iban a África, un continente que para nosotros, niños montevideanos, no era nada. Un puñado de imágenes sacadas de la enciclopedia Salvat. El león comiéndose una cebra, un ciervo pariendo un cervatillo, el atardecer en la árida sabana con un sol ferrugiento. Después supimos que había una ciudad, Luanda, y que esa ciudad tenía playas como las nuestras. Lo vimos en las fotografías. Y verlo nos ayudó un poco a imaginarnos algo. Pero no hubo mucho más. Y tampoco al regreso. Angola siempre sería para nosotros, los que vivíamos acá, un raro misterio.
Ahora, gracias al libro de Roberto López Belloso Hijos de África, podemos ver y entender todo un poco mejor. Nos es más fácil completar esa historia, ubicarla en un contexto más amplio, agregarle imágenes y detalles, sumarle las experiencias de los otros, y volvernos así más cercanos y empáticos.
Ahora podemos entender mejor que fue difícil y que lo fue, sobre todo, para los niños. Esos que, en general, se fueron siendo muy chicos y volvieron siendo adolescentes. Esos que se arraigaron, se desarraigaron y se volvieron a arraigar más veces que las que un niño debiera tener que soportar. Pero no podemos reprocharles eso a los adultos de esa época. Porque así eran las cosas por entonces. Porque eso era “hacer la revolución” –o al menos una de sus formas–, y era una prioridad, así como en nuestro país era una prioridad resistir la dictadura.
Leo las historias de los uruguayos que llegaron a Angola no sólo desde Cuba sino también desde otros lugares, como Hungría, Francia o México. Leo las anécdotas graciosas o tristes, las anécdotas insólitas, dolorosas, terribles. Leo todos esos testimonios y pienso en ellos, en los primos llegando en tandas, la rareza de sus cuerpos, ocupando un lugar que ahora entendíamos que había estado vacío durante nueve largos años, el sonido de sus voces, aquel acento particular producto de un español entreverado con el portugués, esa lengua que se les iría borrando de a poco. Esos eran nuestros primos, los perfectos desconocidos. Y nosotros, los perfectos desconocidos también para ellos.
Más allá de este caso en especial, el de los brigadistas, son muchas las historias del exilio, y todas nos contienen, porque no existen las historias individuales –y experiencias colectivas como estas nos lo recuerdan bien–; no hay historias individuales que tengan peso y valor sino a partir de su relación con la vida de los otros. Porque somos siempre un “nosotros”, un entramado, una fina malla de intenciones, actos, ideas y sueños.
Qué suerte, entonces.
Qué suerte que podamos verlos ahora. Cada uno de ellos, allá afuera, hace casi 50 años, practicando una forma antigua de la solidaridad; creciendo y aprendiendo, lejos pero “de cara a Uruguay”; guardando y cuidando esa pequeña esperanza, la de poder continuar siendo parte de algo más grande, algo mayor que ellos mismos.