Salgo mal en las fotografías. Eso empieza a suceder de forma inexorable a cierta edad. Es increíble cómo de a poco la gracia la perdemos milimétricamente, y en las fotografías se ve con claridad. Es seguro también que, milimétricamente, el mundo comience a perder para nosotros color y forma, peso e intensidad.

Recuerdo el título de la última novela que escribió Onetti, Cuando ya no importe. No puedo evocar el argumento, pero sí sé que yo tenía 20 años cuando salió publicada y me resultó imposible comprender el título. ¿Cuando ya no importe qué?, ¿qué quería decir con esa frase inconclusa?, ¿y por qué nombrar así a la que sería su última novela? Al año siguiente Onetti murió y yo seguí sin entender aquel título. Después, recién, lo comprendí.

Me pregunto ahora si será cierto eso que dicen de que la única forma de no envejecer es no perder el interés, seguir siendo capaz de concentrarse en algo, de enaltecer o perfeccionar ese algo, lo que sea, con nuestra atención y nuestro amor puestos allí; toda esa ilusión, ese ideal, esa búsqueda que en el transcurso nos mejora también a nosotros mismos.

Quizás sea así, y entonces si esto fuese un banquito donde estoy parada en medio de la plaza pública les diría a todos ustedes, mozas y mozos de los bares, dueños de los establecimientos, personas que entran y salen de los negocios, turistas, señoras en sus casas, adolescentes conflictuados, niñas y niños que serán grandes un día, cuidadores de autos y de parques, artesanos vendiendo sus artesanías: no pierdan el interés. Eso les diría a todos si esto fuese un banquito y yo estuviese allí, de pie, por nada, dando consejos o espetando ideas, un mediodía. Mantengan el interés. No se distraigan; no se distraigan así, tan fácilmente.

***

Hace ya unos años, un día, fui al IPA a buscar mi escolaridad trunca, interrumpida. Había pasado mucho tiempo y, claro, no la encontraban. Así que mientras la buscaban miré un poco, sólo un poco, alrededor. Los anchos pasillos, los grandes ventanales. El color y la luz, sobre todo. Recordé con bastante claridad e intensidad esas mañanas. Mi estado mental en esas épocas. Mi extrema juventud. Y esa desazón de causa indefinida, la tristeza, la melancolía, el miedo y el desconcierto. Mientras evocaba todo eso, una de las mujeres de la bedelía se puso a mirar mi viejo carné de la institución y a repasar con sorpresa, divertida, algunos de los nombres de los docentes de aquella época. El tono de su voz cambiaba con cada nombre, con cada recuerdo. Ah, mirá, Fulanita. Ah, mirá, Menganito. Ella iba cantando los nombres y las demás mujeres la escuchaban y también decían “ah” o “mirá”, o sonreían apenas. Quizás fuese algo inusual para ellas la posibilidad de un repaso, la oportunidad de repasar. Cuando finalmente apareció mi escolaridad, me fui. Pero antes de tomarme el ómnibus para regresar a casa, entré a un quiosco y le saqué una fotocopia; así quedó, pues, duplicado, mi certificado de defunción como profesora de Literatura. Todo fue un poco triste y un poco gracioso a la vez. Lo que no se hizo, lo que dejamos sin hacer.

Melancolía se llamaba también aquella película de Lars von Trier, estrenada en 2011. La vi un día en la sala Lorenzo Carnelli de Cinemateca. La vi como veíamos los niños aquellas películas de cine catástrofe en la década del 80, sin saber nada. No estaba prevenida. No me detuve a imaginar de qué se trataba. Jamás pensé que se trataba del fin del mundo. De los últimos días antes del fin del mundo. El planeta Melancolía impacta sobre la Tierra. Y eso es todo. La película cuenta los días previos al fin.

El fin.

“¿Será verdad, como dice la religión, que resucitaremos de entre los muertos, que volveremos a vernos los unos a los otros, que veremos a todos, y también a Iliúshechka?”, se pregunta Kolia en la última página de Los hermanos Karamazov. ¿Será verdad?, me pregunto con él, ahora.

Pero enseguida recuerdo algo que el investigador francés Louis-Vincent Thomas escribió en su libro Antropología de la muerte: “El melancólico teme a la muerte como teme a la locura y la condenación. Pero teme ante todo a la eternidad, porque en ella no tendrán límites sus sufrimientos”.

Descarto, entonces, la vida eterna. Veo una vez más mi cara en la fotografía y el tiempo pasando allí, el tiempo alzándose y elevándose, deshaciéndose en instantes. Busco mi interés, mi genuino interés, lo retengo contra mí, lo cuido, lo atesoro; alrededor, los otros, los demás.