Todas las sinopsis de esta película son variantes del siguiente texto, proporcionado probablemente por la producción: “Rubén, un humilde curandero, atiende a sus pacientes con extravagantes y perturbadoras técnicas. Con la aparición de Benjamín, a quien en apariencia Rubén le salva la vida, este se hace más popular, mediático y de culto. Pero esa fama acabará siendo su propio infierno”. Si bien la descripción es exacta, ilustra qué poca importancia tienen las sinopsis anecdóticas en películas de formato radicalmente no clásico. El foco está en otras cosas.

Quizá esté, antes que nada, en la personalidad de Rubén. En la caracterización magnífica del uruguayo Roberto Suárez, el curandero es autoritario, intempestivo, carismático, sugestionador, paranoico. Curiosamente, nunca asume ese aire etéreo, desapegado y superior que se suele asimilar con la santidad, y tampoco se apoya en la oratoria. Se siente atraído por las armas de fuego y le enseña a disparar a un niño porque “hay que saber defenderse”. Puede ser descontroladamente agresivo o someramente antipático. Tal vez esta sea la más espectacular de las más de 30 apariciones de Suárez en películas.

Cuando entra a sus ceremonias de curación, este curandero parece más bien un domador de caballos irrumpiendo en la arena. Entre las muchas personas que están implorando por sus milagros, parece escoger arbitrariamente a algunas para apoyar sus frentes contra la suya. En las curaciones más dedicadas, individuales y a puertas cerradas, sus técnicas son efectivamente “extravagantes y perturbadoras”, y lo más estrafalario debe ser cuando entierra vivo a un niño paralítico durante horas.

Nunca llega a quedar claro si realmente cree en lo que hace o si es un farsante. Parecería más bien que sus procedimientos funcionan por sugestión en una cantidad suficiente de personas, tanto como para que él termine imbuido de cierta convicción en su propio poder sobrenatural, lo que lo lleva cerca de la megalomanía. No veremos ninguna evidencia de falsificación expresa, efectos especiales, gente contratada para hacer de cuenta que se curó. Algunas curas parecen realmente milagrosas, otras fallan estrepitosamente, como en el episodio cruel en el que intenta hacer caminar a una niña parapléjica y, cada vez que la suelta, ella se despatarra por el piso y, por si fuera poco, él la desprecia por eso.

El santo nos tiene inmersos constantemente en esas dudas, intrigas, incertidumbres. A un nivel más profundo, esa imprecisión copa la forma de la película. Las imágenes son casi todas oscuras, los rostros mucho menos iluminados que lo convencional, siluetados, a contraluz. La presencia de flares hace que las imágenes luzcan aún más confusas. Los encuadres cerrados dejan abierto qué hay fuera de campo.

Esa textura visual sucia, borrosa, intervenida tiene su correlato en la música, que está buenísima y es obra del director-guionista de la película, Agustín Carbonere. A veces ni siquiera estamos seguros de si es música o si es nomás un tratamiento medio psicodélico del ruido de fondo diegético, pero a veces sí emerge netamente con unos timbres incómodos, rasposos, puntuados con toques de percusión y, sólo en contadísimos momentos, unos retazos de melodías. Ese visual peculiar tiene algunos momentos que, bien mirados, son muy bonitos (como la escena de Rubén en la sala de edición de video).

No siempre estamos seguros de qué es lo que está ocurriendo. En la escena inicial, Rubén se levanta de la mesa en que estaba charlando con amigos, cruza un pasillo y, al llegar a la calle, se encuentra con un coche incendiado y un cadáver al costado. Si no me falló la atención o la comprensión, no hay otra referencia a ese episodio, ni nada en la película que le dé un propósito que vaya más allá del efecto poético (es una manera fuerte de empezar la narrativa, es una imagen llena de sugerencias, interesante en sí misma). Lo mismo vale para los énfasis visuales en el contenido de un huevo crudo vertido en lo que parece ser un vaso de agua: la cámara se detiene por largos segundos en las formas viscosas, en el juego de colores, en el microsuspenso de si determinada burbuja de yema se va a desprender de los elementos que flotan y hundirse hacia el fondo del vaso.

La madre del niño paralítico parece ser relativamente opulenta, pero ¿de dónde procede su riqueza? Una escena tremenda, llena de crueldad y suspenso (que involucra una tijera), se interrumpe antes del desenlace. Mucho tiempo después, veremos fugazmente una imagen que sugiere algo de lo que ocurrió en esa escena, pero aun así no estamos seguros del todo (¿la persona quedó ciega o sólo se lastimó el ojo?).

Como si fuera una película de Glauber Rocha, vemos un esquema de historia, más que una historia propiamente dicha, y somos llevados a preguntarnos constantemente qué es exactamente lo que está ocurriendo. Una vez que no tenemos respuestas, el énfasis se desplaza hacia la forma o hacia el “sentido” general. Ese sentido, a su vez, es bastante abierto y parece una manera de insistir sobre lo incognoscible de la realidad, lo no simplificable y lo demente que es el mundo, expresado en esos actos masivos de fe y en las estructuras que se erigen a su alrededor.

El santo. 75 minutos. En Cinemateca.