A mediados de la década de 1990 comenzó a circular entre un círculo de iniciados ―llamémosles de esta manera a los punks, darks, rockers y satélites que frecuentaban algunos tugurios de la noche montevideana― una cinta titulada Ritmo de sangre, firmada por Corcobado y los Chatarreros de Sangre y Cielo. El casete había sido publicado en 1994 por el sello local Perro Andaluz y no creo que se haya convertido en un éxito de ventas, pero generó una sensación de asombro y curiosidad peligrosa entre quienes lo escucharon.

Que quién es, que de dónde salió, que si está muerto, que qué sé yo.

Algunos años después alguien dijo, entre otras frases, “hay ciertas personas que han matado a su ángel de la guarda” en la canción “Hay”, del Honestidad brutal de Andrés Calamaro. Entonces reconocimos a ese viejo amigo que susurraba “quemaba Roma Nerón”. Luego vino internet y todo fue un poco más fácil.

El cantante, compositor, poeta, novelista y etcétera José Javier Pérez Corcobado nació en Frankfurt am Main (Alemania) hace 61 años, pero sus primeros recuerdos son de Madrid. En 1977, cuando los guitarrazos de los Sex Pistols cruzaron el canal de la Mancha e invadieron el continente, se volcó al centro de la ciudad, conoció gente, se hizo amigo de Olvido Gara (a quien conocemos como Alaska) y se convirtió en uno de los más pequeños animadores de la movida madrileña que explotó hacia el fin del franquismo, aunque él dice que nunca calzó esa grifa.

“Yo tenía otras inquietudes creativas, más cercanas al ruido. No sólo al pospunk, que caló muy hondo en Madrid, con Killing Joke, Siouxsie & The Banshees, The Cure… En Madrid se creó un movimiento ‘siniestro’, y yo tampoco encajaba ahí. Se puede decir que sí, que era una especie de iconoclasta, pero no iba en contra. No voy en contra de nada. He ido defendiendo siempre mi camino creativo poético y musical. Y aquella fue una época bastante dura para esta rama más ‘radical’”, aclara ahora.

Primero fue 429 Engaños, después Mar Otra Vez y luego Demonios Tus Ojos, más adelante Corcobado y los Chatarreros de Sangre y Cielo, Corcobado y Cría Cuervos, Corcobado a secas y Javier Corcobado: casi una veintena de álbumes desde 1985, libros de poemas, novelas y un culo inquieto que lo llevó a transitar del noise al bolero, de la electrónica rústica a la canción romántica, sin pisar el freno.

En los 80 estaba la experimentación y el ruido, pero también un acercamiento, a una canción muy tradicional, por un lado, y por el otro un afán poético. ¿Cómo llegaste a esas dos vertientes?

Empecé a escribir poesía como a los 17 años, sin saber muy bien. Me salía solo. Oía muchísima música en mi casa. Mi abuela y mi madre tenían la buenísima costumbre de escuchar la radio, y en cuanto salieron las casetes al mercado mi padre compró un grabador, y en mi casa se oía mucha música. Zarzuela, música clásica, ópera. Y luego, con la radio, me emocionaba de muy niño escuchando boleros de esos tremendos, de amor. La primera vez que me atreví a cantar en un cumpleaños era muy pequeño, y creo que la primera canción que canté fue “Gwendolyne”, de Julio Iglesias, que llegó al Eurofestival y no ganó. Oía muchos boleros, muchas rancheras. Oía tangos. Todas esas cosas de la música popular de las tres primeras décadas del siglo XX calaron en mí desde niño. Cuando eres niño te queda todo grabado.

Entonces, cuando empiezo a tener mi grupo de rock, por muy ruidista que fuera, van saliendo cosas, y al cabo de los años, según uno va aprendiendo el arte de la composición ―cómo va a encajar la poesía con la música, que ha sido mi misión primordial en este mundo, y que la esencia poética se mantenga con las medidas no ortodoxas de los versos―, pues sale solo.

En mi música se nota esa mezcla de rupturismo, vanguardia, como le quieras llamar, con melodías muy tradicionales. Descubrí con el disco Tormenta de tormento [1991] que las melodías que me llegaban eran casi hasta medievales. La melodía es algo que tenemos muy asumido. Según vamos escuchando, se nos va quedando en el disco duro y, consciente o inconscientemente, va saliendo en la creación.

¿Tenías la voluntad de combinar esos dos mundos?

No era premeditado. No pienso así, de querer hacer esta mezcla. No. Yo estoy conectado, por suerte o por desgracia, las 24 horas del día con lo divino, en el sentido de la creación. Tengo esa iluminación que a veces es una putada, porque durante los años te puede quitar sueño, te puede hacer dormir mal, comer mal... Es la inspiración, ¿no? Cuando estás inspirado deviene la música y deviene en ti lo que vas a expresar. Y en mi caso ha sido la conjunción de la palabra y la música.

En la música sí que he tenido siempre la inquietud de buscar nuevos territorios, y el ruido es el diamante en bruto que he utilizado siempre. En un momento me apodaron “maldito”, un epíteto con el que nunca he estado de acuerdo, porque los malditos fueron artistas que no vieron su obra publicada en vida, y yo he tenido la fortuna de poder publicar toda mi obra. Con mayor o menor éxito. Siempre digo, como Marina Abramović, que me considero un artista de grandes minorías. Me he movido ahí, con mejor o peor suerte. El año que viene se van a celebrar mis 40 años en la industria musical como artista de rock, digamos...

Como sobreviviente.

También. No ha sido fácil sobrevivir haciendo lo que yo hago. De alguna manera, me ha tocado ser explorador. Asumo bien ese papel, me sigue gustando mucho ser de los primeros que van a un sitio. No por el papel de decir “yo llegué primero”, no. La vida me impulsa a eso, no sé por qué.

¿Cómo se sobrevive haciendo una obra para pocos, algo que, se sabe, nunca estará de moda y será incómodo para la mayoría?

Pues, teniendo mucha seguridad en lo que uno hace. Es como el pintor que defiende su obra y está dispuesto a pasar hambre si la obra es tan importante. Y la obra es importante cuando hace bien al público, no sólo al artista. No creo en el arte egocéntrico ni egotista. Creo que a la obra de arte la acaba de componer el público, quien la recibe. Por eso es importante el público.

Esa supervivencia conlleva mucho trabajo, austeridad durante años y tener que compatibilizar trabajos de todo tipo, “rollo Bukowski”, que trabajaba en cualquier cosa para poder escribir. Yo he hecho muchos trabajos distintos en épocas en que la música no daba para pagar el alquiler.

Hay que evitar caer en el camino.

Hay que no caer, sí. Lo más importante es considerar que somos almas dentro de máquinas perfectas, humanas, muy frágiles, y que estas máquinas tienen la obsolescencia programada. Y si no la cuidas, te mueres. Cuando eres joven y tienes una dotación genética importante de fortaleza, y eres curioso y explorador, pruebas todo tipo de cosas a ver qué pasa, e intentas sobrepasar todos los límites. Y si tienes suerte, sobrevives. Muchos se mueren, muchos se enferman. Yo he tenido la suerte de estar protegido por unos arcángeles que me han salvado la vida en multitud de ocasiones. Llamémoslos así.

Creo que es importante para seguir en cualquier trabajo. Y es muy importante, para mí, tener conciencia de que tenemos que cuidarnos y defender lo que hacemos. Defenderlo. Es como un gran vendedor: los grandes vendedores pueden vender cualquier cosa, aunque no la sientan, pero al final, lo que mejor vendes eres tú. Si consideras que lo que tú haces es bueno, te vendes mejor a ti mismo que al de al lado. Y si tienes la certeza de que lo que haces es bueno, pues entonces todo es más fácil.

Hablaste de arcángeles. ¿Es parte de una visión mística de las cosas o fue sólo una metáfora?

El año pasado publiqué una novela autobiográfica, que se llama La música prohibida. Debajo hay una trama, medio policiaca, que encaja muy bien en mi autobiografía y que habla de un ser humano que es un serafín, un ángel muy cercano a Dios, según la jerarquía que estableció Pseudo Dionisio Areopagita hace muchísimos siglos. Y él decía que los serafines eran lo más alto porque eran los que estaban más cerca de Dios, que lo estaban alabando todo el rato y podían transmitir su luz a todo el mundo. A mí siempre me interesaron mucho los ángeles. Hay obras maestras al respecto de Alfonso Sastre, películas como El cielo sobre Berlín [de Wim Wenders, estrenada en Uruguay como Las alas del deseo]. Siempre me han interesado muchísimo los ángeles, desde niño.

Yo creo en Dios. Mi educación fue católica y renegué del catolicismo durante muchísimos años, no soy afecto a la iglesia católica tal como está estructurada desde su nacimiento, y menos en la actualidad, que es una gran corporación empresarial con un poder enorme. Tengo mis contradicciones, porque hasta el papa argentino que hay ahora me cae bien, pero no me gusta el clero, en ninguna religión. No me gustan las religiones. Creo que adocenan y son instrumentos para manejar a la sociedad, casi siempre. Sí creo en la fe, en la fe personal e individual.

Tu obra tiene mucho, también, del ángel caído, no por ser la encarnación del mal, sino porque tiene la necesidad de desafiar, de cuestionar.

Eso es lo humano, es lo que nos hace humanos realmente. Mi poema favorito es El paraíso perdido, de John Milton. Lo recomiendo fervientemente antes de leer cualquier libro de poemas cortos. Milton explica todo muy bien, realmente con un bonito viaje. Dante también lo intentó, con la Divina Comedia.

Pero no es que toda esta parafernalia espiritual me absorba demasiado tiempo. Es buena para tener cierta conciencia sobre ello, porque al final somos tangibles y frágiles. Por eso nos ponemos unas armaduras tremendas virtuales para protegernos. La timidez es un problema y los caparazones defensivos que nos ponemos, a veces, asustan.

Veníamos de tus influencias, de lo que absorbiste y la traducción que hiciste de lo recibido. ¿Cómo termina todo eso siendo la obra de Corcobado?

Si tú compones o escribes algo, intenta ser tú, siempre. De acuerdo, tienes las influencias, pero si vas a ser una versión constante de una influencia tuya, no vas por buen camino. O vas por buen camino si pretendes simplemente que tu círculo de amigos se compren los libros de poesía que tú mismo te has autoeditado y los haces felices y dicen: “Ah, mira qué bonito poemario ha escrito”.

Pero también hay grandes desafíos. Salvador Dalí es uno de mis grandes maestros en el mundo del arte, de cómo hacer del artista su propia obra de arte y rentabilizarla. Lo he admirado siempre mucho, porque yo no he tenido esa capacidad de rentabilizar mi arte como lo hacía él, de manera multidisciplinar, como creo yo que tienen que ser los artistas en el futuro. Yo no creo en las especialidades en el futuro del arte. Dentro de 50 años, el que sea artista tiene que saber manejar todas las disciplinas, como en el Renacimiento. Creo que el artista debe saber pintar, debe saber escribir, debe saber cantar, debe saber tocar instrumentos, debe ser el prototipo perfecto de emisión artística. Es una idea utópica y a lo mejor es hasta fría, pero me parece que vamos hacia eso y no hay que negarse. Toda la inteligencia artificial nos va a ayudar a la creación si la sabemos manejar, si la sabemos manejar bien.

No te llevas mal con la IA.

Es una herramienta buenísima. Isaac Asimov, muchos escritores de ciencia ficción ya han hablado de ello desde hace mucho tiempo. Julio Verne. Tenemos que convivir con ello y me encanta. Eso sí, me encanta hasta cierto punto.

No sos apocalíptico.

No, pero lo apocalíptico es fascinante siempre. Desde que somos niños nos encantaría ver el fin del mundo.

Claro, pero verlo desde una ventana, como en el final de El club de la pelea...

¡Sí! ¡Qué buena es esa película! Una gran película sobre la esquizofrenia. Pero, volviendo a lo de antes, la música y la poesía son cosas muy amplias. Si tienes esa misión, tendrás que cumplirla desde tu punto de vista.

Javier Corcobado. Viernes 15 a las 21.00 en La Cretina (Soriano 1236), junto con Verónica Ramos y Hugo Angelelli. Entradas a $ 500 en Acceso Fácil. Sábado 16 en Bluzz Bar (Canelones 760) junto con La Orquesta Deforme. Entradas en la puerta el día del show.