¿Cómo se llama esa parte del brazo, la que se usa para abrazar a alguien, la misma que el personal de salud usa para sacar sangre? Qué raro no saber cómo se llama. No saberlo de forma rápida, casi automática, como sucede con mi codo o mi antebrazo. ¿Y por qué no lo sabemos?, ¿por qué se nos ocultó esa información relevante? El brazo, el abrazo, la sangre. El mismo brazo que alguien usa para drogarse.

Se llama fosa del codo, también llamada fosa cubital, sangría, sangradura, sobaco del codo. Pero ninguna de estas expresiones me gusta, así que busco un poco más y encuentro un texto que define a esta parte del cuerpo como el “correspondiente a las partes blandas situadas por delante del esqueleto y la articulación del codo, llamada pliegue de codo”.

Pliegue, qué linda palabra. El pliegue es esa parte interna, delicada y preciosa, que en su parte externa conocemos como “codo”. Pliegue y codo son fundamentales porque sin ellos los brazos no podrían doblarse y se convertirían en una herramienta tosca, rudimentaria.

Y son los pliegues de nuestros brazos los que usamos para abrazar fuerte a alguien. Se me dirá que usamos no sólo los pliegues, sino los brazos completos, con todas sus inefables partes: los antebrazos, húmeros, radios y cúbitos, muñecas y manos (nombres que parecen sacados de una fábrica de autos, o de Barbies). Y es cierto, pero es el pliegue el que entra en contacto más directo con el otro ser humano. Y aunque sin pliegue y sin codo no haya abrazo posible, pliegue y codo no son iguales.

El codo puede usarse para pegar (que yo recuerde, sólo en pandemia se usó para saludar), puede usarse para empujar, para quitarle el lugar a otro (a los codazos), para golpearnos sin querer contra algo y que el dolor aparezca allí, como una novedad. En cambio, el pliegue, tan poco nombrado, tan escondido, como un pequeño secreto de la especie humana, es mucho más eficiente, sirve para cargar objetos pesados, para aupar un bebé, a un anciano, la silla nueva que compramos, una silla cómoda, comodísima, la misma que enseguida usaremos para sentarnos a leer Guerra y paz.

Si serán importantes los pliegues que es allí donde se inclina el personal de salud para extraernos esa sangre en la que, como si fuese una poción mágica, alguien leerá después nuestro estado de salud general. Es en el pliegue donde nos pegan un algodón mínimo y nos dicen “mantenelo así durante un rato”, y nosotros nos vamos con el brazo pegado al pecho, obedeciendo, casi contentos, como los niños.

Abro un paréntesis para hablar de los análisis de sangre, porque un día estamos allí, cómodos, sentados en nuestra silla nueva, sumidos en una lectura ya algo avanzada de Guerra y paz, cuando de forma imprevista llegan al celular nuestros resultados de sangre. Y es inevitable cerrar la novela, abrir el archivo, leerlo allí mismo con algo de ansiedad y miedo, rechazando la idea de la enfermedad y la muerte; intentando comprender, pero sin los recursos para mantenernos a resguardo. Leemos los datos, nombres y números, los rangos de normalidad que suelen servirnos de guía, y al lado, nuestros propios números, únicos, inequívocos, anunciando algo.

Pero insisto, no tenemos los medios suficientes para comprender el alcance de esas cifras. Y lo mismo ocurre con otro tipo de estudios, la imagen informada, el “atentamente” dirigido a nadie, las nomenclaturas y datos que parecen, más que una información real sobre el estado de nuestro cuerpo, una oscura profecía de Nostradamus. La silla en la que estamos sentados ya no nos resulta tan cómoda y nos cuesta retomar la lectura. Nuestra próspera situación anterior ha quedado reducida a la nada. Hemos perdido la calma. Entonces concluyo, y con esto cierro el paréntesis, que no deberían dejar solas a las personas con sus resultados médicos. No es necesario.

Es cierto, también, aquello que se dice, que lo que se usa para el bien, también puede usarse para el mal. Y los pliegues de nuestros brazos no son una excepción. Podemos usar esos mismos pliegues para dañarnos a nosotros mismos. Sin embargo, no voy a detenerme en eso hoy.

Prefiero aprovechar diciembre, el incipiente calor, la tibia hora que todavía es benévola y pensar el pliegue, los pliegues de nuestros brazos, en su mejor versión. Verlos como ese humilde artilugio que no suele salir en las fotografías, ni en una sola de las mil selfies que inundan el antiguo éter de nuestro planeta; imprescindible, amoroso instrumento que los seres humanos -tan brutos, tan delicados- usamos para abrazar.