La luz tiene distintas formas de manifestarse. Recurrimos a una variedad de sustantivos para articular su aparición o su ausencia, desde la fugacidad de un destello hasta la omnipresencia que invade nuestra cotidianidad; desde la progresiva desaparición que conduce a las tinieblas hasta la brusca cesación de su fuente. Pero entre la manifestación y la desaparición de la luz hay un vocablo que bien puede adecuarse a la breve y prolífica existencia de Lucía Flores Curiel (2002-2024), una referente de la nueva generación de fotógrafas uruguayas: el fulgor.
La Lucía que conozco (no quiero hablar en tiempo pasado) es un esplendor que continuará brillando sin pausa, como un faro que no conoce la luz diurna. Bajo una capa de tristeza que la acompaña como una segunda piel, late una juventud arrolladora y una creatividad que no conoce límites. En este brevísimo homenaje no voy a referirme a ella como lo haría un biógrafo o un historiador, mucho menos como un curador de su obra, a pesar de haberme confiado parte de su archivo fotográfico cuando trabajamos juntos para su postulación en la primera edición del Premio de Fotografía Jeanne Mandello, organizado por la embajada de Francia en Uruguay y el Centro de Fotografía (CdF) de Montevideo, del cual resultó merecidamente ganadora, premiada con la beca para una residencia artística en dicho país. Prefiero hablar de Lucía niña-mujer-artista-fotógrafa-escritora (me resulta difícil separar los términos).
Con varias exposiciones colectivas, entre ellas, una en el Espacio de Arte Contemporáneo, y una individual (aún en sala) en el CdF, su trayectoria incluye haber sido seleccionada en los Fondos para el Estímulo a la Formación y Creación Artística 2023 del Ministerio de Educación y Cultura, que le otorgaron la beca Eduardo Víctor Haedo para artistas emergentes en artes visuales.
Desde su cámara, telas y pinceles, Lucía juega y denuncia, exhibe y se exhibe sin miedo ni pudor. Contagia vida desde el dolor con el que convive y sumerge al espectador/a en un mundo a la vez lúdicamente surrealista y cruelmente real.
Su fulgor brilla, pero no enceguece: alumbra desde la justa luminosidad con la que se brinda, con la delicadeza o con la fuerza exacta para conmover a quien observa su obra.
No es posible permanecer indiferente ante sus imágenes, mensajes cuidadosamente preparados en los que irrumpe su piel desnuda, o retratos de personas cercanas a su entorno, donde la espontaneidad y el instinto se apoyan firmemente en la escena fotografiada: planos, figuras, gestos, colores, texturas, formas que toman forma desde su rica imaginación. La lucidez de sus textos completa el ciclo de una obra madura.
Algo deberá hacerse con su profuso archivo que incluye fotografía, pintura, escultura y palabras francas, nacidas de la misma sinceridad con la que se relacionaba tanto con su público como con quienes recién conocía.
No contaminada por el ego, alejada de toda vanidad, creadora tenaz frente a los duros avatares que le asignó el destino, artista en la plenitud de su existencia, Lucía Flores Curiel deja una impronta con piezas de culto que, me aventuro a vaticinar, quedarán grabadas para siempre en la memoria colectiva de la fotografía uruguaya.