Si con sus wésterns fue John Ford quien terminó de dar forma definitiva a la pulsión expansionista y territorial en la que se habría forjado Estados Unidos, Michael Mann fue el director que mejor supo captar el espíritu capitalista sobre el que se construyó ese país.

En su cinematografía, se trataba de un capitalismo abstracto, primigenio y a la vez posmoderno, que hundía sus raíces en la moralidad calvinista de los que instalaron los cimientos de la nación, y a la vez supo ver mejor que nadie el nuevo descalabro ético de la generación yuppie que se avecinaba en la década de 1980. Los neoliberales orgullosos tomarían al James Caan de Thief (1981) como el héroe definitivo “manniano”, ese que encarna al trabajador independiente que se forja a sí mismo y que está dispuesto a llevar su pasión hasta el límite, aun si al final del camino sólo existe la destrucción. Los capitalistas culposos dirán que, más que sobre el dinero, las películas de Mann son sobre la voluntad y la perfección, sobre personas que sólo saben hacer una cosa y se aferran a eso de una forma tan inspiradora como tanática.

De más está decir que ambos tienen razón. El preso de Jericho Mile (su primera película, hecha para la TV en 1979), que no sabe otra cosa que correr en los confines cerrados de su prisión, no tiene en su mente algo que vaya más allá de una especie de dignidad personal, a la que los perdones y la plata pasan por el costado. Lo mismo ocurre con el detective de Manhunter (1986), que más allá de su fama bien ganada guarda una relación tan unida como mortífera con el asesino que persigue. Pero también puede decirse que los criminales de Robert De Niro en Heat (1995), Tom Cruise en Collateral (2004) o Johnny Depp en Public Enemies (2009) son, además de grandes personajes, encarnaciones puras de ciertos momentos del capitalismo en Estados Unidos. Todos ellos son perfectamente catalogables como villanos, pero existe en su motivación algo mucho más puro que lo que se puede encontrar en sus contrapartes que buscan hacer el bien (Al Pacino en Heat es un personaje mucho más falible en su vida personal que el criminal que persigue; Jamie Foxx es un taxista aspiracional algo patético cuyo encuentro con la fuerza del mal representada por Cruise lo termina por “convertir en un hombre”, y el cuerpo policial que persigue a Depp se muestra como algo mucho más moralmente equívoco e impuro que él).

Rojo y cromo

En principio, Enzo Ferrari, creador de la más famosa marca de autos deportivos, parecería calzar como anillo al dedo con estos “Mann’s men”. Con un muro personal construido luego de la muerte de dos de sus más grandes amigos, el Ferrari encarnado por Adam Driver es obsesivo, paranoico, melancólico, agresivo y disociado. Como meros resabios de un hombre que supo ser, están sus visitas a su panteón familiar –donde habla tanto con su hijo como con su hermano– y a la casa de Castelvetro, donde durante años ha mantenido una doble vida con una mujer que conoció durante la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, nada de eso llega a coagular del todo, y esos instantes de humanidad son como pequeños haces de luz que emergen de sus resquebrajamientos fundacionales.

En vez de hacer un corte longitudinal de su carrera, Mann elige inmortalizarlo en un momento particular, el punto crucial en el que su marca de automóviles empieza a perder viento de cola y donde su escasa producción, junto al crecimiento de otras escuderías en la Fórmula 1, amenaza con dejarlo en bancarrota. Además, está su esposa Laura (Penélope Cruz), con quien mantiene una relación más cercana a la de socios comerciales y quien todo el tiempo está al borde de descubrir sus infidelidades.

Pero todo eso se suspende en la fascinación del automóvil, la narración que Ferrari le hace a su hijo no reconocido sobre cómo es imaginarse desde dentro de un motor, y esa especie de rara condición perpetuamente sacrificial de sus pilotos de carrera (otra forma de hijos no reconocidos). “Cuando una cosa funciona mejor, es más bella a los ojos”, dice Enzo en uno de esos momentos y todo parece tomar una especie de espesor trágico, porque esa belleza innegable de los Ferraris también es la que es capaz de hacerlos agarrar plena velocidad, salir despedidos y mutilar a un montón de niños y padres que contemplan las competencias desde un costado de la carretera.

No tan veloz

Hay en todo el film ese constante ida y vuelta entre el espíritu y la máquina, donde el dinero aparece siempre como un mal necesario, una voz sonámbula que susurra entre las sombras. El momento más claro de esto se da al comienzo del film, con uno de los curas de Modena que empieza su misa con un discurso en el que reflexiona que Jesús, de haber nacido en una ciudad como aquella, sería un obrero mecánico, alguien asociado al fuego, los pistones, el óxido y el acero. La profunda religiosidad del film condice con la iluminación: acá, salvo las carreras, todo parece sumergido en una melaza ocre caravaggiana, tan diferente a la furiosa salpicadura de neón reflejada en los charcos de Thief, a los vidrios y aceros captados con teleobjetivos espías de Heat, o al sarpullido del ruido digital diseminándose como eczemas en la superficie nocturna de Miami Vice. En Ferrari todo se ve pringoso y espeso, y la cámara flota en esa luz que entra por las ventanas en una lenta ósmosis.

Uno podría decir que es sólo una decisión estética, pero hay algo particularmente mortífero de esta luz que no calza del todo bien con esta ética manniana. Nadie puede decir que este Enzo Ferrari sea un tipo poco decidido, pero su camino es diferente al de los personajes más insignes de los films de Michael Mann. Si el De Niro o el Caan de sus películas son tipos que en su enceguecimiento por crecer intentan atravesar la muerte de una punta a otra, como un motociclista que intenta saltar un cañón por una rampa en llamas, este Enzo Ferrari es un tipo tan obsesionado con la muerte que parecería pasar por ese cañón bordeándolo de forma descendente por sus costados, como si la moto fuese bajando por un extensísimo embudo.

Todo se ve pudriéndose muy en cámara lenta (las paredes, los manteles, los platos y el rostro de Penélope Cruz), y lo único que contrasta con aquello son los bellísimos artefactos de su escudería, pero hay algo ahí que no llega a cuajar del todo en ese contraste entre el cromado y el rojo furioso de sus autos y lo ocre de los interiores.

El guion también presenta este problema: si bien todos los personajes tienen reservadas una o dos grandes líneas, hay algo extrañamente teatral no sólo en sus intercambios, sino en la forma en que la cámara filma sus conversaciones. Creo que lo que más pesa, como algo sintomático de Michael Mann persona, es la certeza de la muerte, una donde ya la promesa de esa pulsión ciega del crecimiento se reconoce de forma anticipada como un engaño. Y es en ese engaño en el que el film cede mucho más espacio a la dinámica de pareja de Enzo y Laura, dejando un poco descuajeringada toda la trama de las carreras, los autos, el dinero, la gloria, la vida y la muerte. Todo suspendido en una miel agria, a través de la que se filtran bellos y ominosos haces de luz, pero que sólo auguran el fin.

Ferrari, de Michael Mann. 131 minutos. En salas.