En aquel modesto laboratorio de biología siempre había un feto. Un feto en un frasco transparente, lleno de un líquido también transparente. Esa era una de las cosas que aprendíamos entonces en el liceo, que los fetos existen, como una partícula de fe, tirada al azar. Y si mirábamos alrededor, rápido, no encontrábamos, en todo el sitio, nada que nos pareciera igual de interesante. Ni una mariposa disecada, ni una larva antigua, nada.
Sólo era eso allí, navegando tranquilo, custodiado por el vidrio, pálido y probablemente frío, mostrándonos lo que fuimos, lo que supimos ser, lo que podríamos haber sido para siempre, un día. Una lasca de tiempo. Un tiempo interrumpido, posiblemente.
Algunos lo miraban sin curiosidad, sonreían y se dispersaban enseguida. Otros nos acercábamos y lo mirábamos fijamente, con pudor, con timidez, con extrañeza. Ese frasco desnudo. Ninguno pensaba en el aborto, esa era una palabra tabú, todavía, un tema prohibido. No había connotaciones de ese tipo, sólo era el impacto visual de aquel cuerpo redondo y bien formado, un bebé grande, de unos seis o siete meses, quizás, delicado y grotesco al mismo tiempo.
Cada vez que nos avisaban que ese día habría laboratorio, podíamos sentir, otra vez, el eléctrico recorrido del vidrio y el feto. Íbamos por los corredores pensando eso. Entrábamos al laboratorio y, antes de poder verlo, lo veíamos. Éramos ese feto, entonces. Un bebé blanco y dormido que espera algo, todavía. Qué plácido, qué tranquilo está. Y enseguida pensábamos, o sentíamos, que quizás no fuese tan malo ser un feto. Y que entonces nacer era el problema. Vivir, hacerse grande, envejecer, ver envejecer a los demás.
Las miradas se detenían después, pensativas, como si compararan cosas desiguales. Un hilo mental separado de toda biología. Y hasta alguno pudo haber imaginado el alma, el almita vibrando todavía dentro de aquel pequeño cuerpo, aleteando un poco, allí, como un pájaro inquieto. Y siempre, en algún momento, con poética curiosidad, alguien acercaba un dedo y lo tocaba, el frasco blanco. Y enseguida lo tocábamos todos, como si lo palpáramos, como si le buscáramos dolores imposibles. Y entonces le hablábamos, le decíamos que sí, o que definitivamente no. Le decíamos que no sabíamos y nos reíamos, nerviosos y algo tristes.
La profesora de Biología enseñaba otros temas, insistía en ese conocimiento que crece cada día. Pero nosotros, antiguos niños, nos distraíamos, vigilábamos al feto que sueña, lo convertíamos en un chiste, le inventábamos un pasado, le pronosticábamos un futuro. Lo elevábamos como una cometa y nos quedábamos viendo su movimiento hacia arriba y hacia abajo, errático y ordenado, hablándonos de nuestros padres, de nuestros hermanos, de nosotros mismos. Diciéndonos esa verdad confusa, peligrosa. Que nosotros y la vida, y el mundo y todo, quizás, no merecían la pena. Que, quizás, nada de todo eso merecía la pena.
Una sombra melancólica volvía a sobrevolar el liceo. Aquella era una amenaza conocida. ¿Para qué?, ¿para qué el esfuerzo, la constancia, la perseverancia? El interés, ¿para qué el interés?, ¿por qué?, ¿sobre qué interesarse? Y aquello era como el reverso de un reflejo de luz, un halo oscuro, denso, que nos rodeaba y nos cubría. Suspirábamos, entonces. Suspirábamos sin darnos cuenta de que lo hacíamos.
Sin embargo, rápido y sin motivos aparentes, regresaba otra vez el entusiasmo. Claro que sí, claro que valía la pena, parecíamos pensar de golpe, sin decirlo. El tiempo no era una cosa tan mala después de todo. Quedarse detenido era el problema. Pobre feto enfrascado, silenciado. Interrumpido por y para la biología. Nos aflojábamos, entonces, nos sentíamos aliviados. Y uno hacía un chiste y enseguida nos movíamos, todos, superficiales y graciosos, nos dispersábamos en el interior del laboratorio, y buscábamos ya otra cosa, una mariposa disecada, una larva antigua, algo.