Siempre imaginé que una versión bien uruguaya de la película Un día de furia (Joel Schumacher, 1993) debería empezar con el protagonista arriba de una bicicleta. En la original, el malogrado personaje que encarna Michael Douglas está encerrado en su auto, presa del calor y de un embotellamiento típico de autopista yanqui. Le viene un ataque de pánico y huye despavorido, tirando así la primera ficha del dominó de desamor, locura y muerte.

Esta fantasía no nació de la nada, sino de mi experiencia diaria trasladándome en bicicleta de casa al trabajo y viceversa por las calles más transitadas de la capital. El genial invento, que gracias a una retroalimentación perfecta de la física nos impulsa más rápido de lo que nos permitió la evolución, nació hace más de dos siglos, cuando no había que convivir en la jungla de cemento entre autos, ómnibus y más autos.

Pero el problema va más allá de compartir el pavimento con la maraña de automóviles. No son pocas las veces que, atravesando 18 de Julio con la verde a mi favor, me topo con peatones que cruzan con roja porque no viene ningún auto, y lo suelen hacer con envidiable tranquilidad. No hay visualización más luminosa de la invisibilización de una bicicleta. Los peatones ni se inmutan de que viene alguien pedaleando en su dirección y entonces hay que esquivar gente como si fuera una disciplina olímpica.

Cuando estoy metido en el tránsito suelo hablar menos que Bernardo, el ayudante del Zorro, pero alguna que otra vez, por una especie de conciencia ciudadana, o por el más visceral hartazgo, lanzo “está la roja, señora”, o miro con ahínco el semáforo, poniendo de manifiesto el enrojecido color de la luz.

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Por todo esto, y mucho más, recibí como buena la noticia de la planificación de una ciclovía por 18 de Julio, una avenida que suelo transitar bastante, sobre todo a la vuelta de la redacción, bien entrada la noche, porque, claro está, hay menos autos y todo eso. Sería muy iluso si me sorprendiera de que, desde antes de que la Intendencia de Montevideo comprara el primer tacho de pintura verde, medio mundo ya haya salido a regar el jardín de las redes sociales con la manguera del prejuicio, cuando no de la guarangada.

Que no se podía hacer en el medio de la avenida, que mejor en un costado o directamente en otra calle y la mar en coche –pero nunca en bicicleta–. Lo cierto es que en el mundo real, que no gira sobre las redes sociales sino sobre su propio eje, rompe los ojos que es mucho mejor una bicisenda en 18, aunque esté por el medio, ya que al menos hay una regla clara que marca por dónde se debe ir. Cuando no hay bicisenda, la lógica –y la prudencia– nos dice que mejor es andar por la derecha, bien pegaditos al cordón de la vereda, pero en 18 se llena de ómnibus que trancan y te tiran el humo en la cara, y por la izquierda es un sálvese quien pueda. Es decir, ómnibus y autos primero.

Luego de varios viajes en todas las direcciones y horarios comprobé que la ciclovía cumple sobrada su función, gracias a su ancho respetable, que da la sensación de que realmente es más seguro ir por ahí, más allá de los chistes y memes que se hagan sobre los ricarditos que adornan los costados. Pedalear sin la necesidad verificadora de mirar de reojo por dónde viene ese auto que se escucha atrás libera algún kilo de las toneladas de tensión que implica ir por la vida en bicicleta. Pero de toda solución siempre nacen pequeños problemas: la gente que cruza con lo justo y queda esperando en el medio de la bicisenda como si fuera un cantero. Sí, es verde, pero no es pasto, señor.

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Hay otro inconveniente, inherente a la sociedad del espectáculo en la que sobrevivimos. Un sábado de mañana me topé con una situación distópica justo frente a la explanada municipal: bien en el medio de la ciclovía, con una precisión geométrica casi euclidiana, una muchacha desplegaba poses gimnásticas, flexionando esto y aquello, estirando los brazos cual una Nadia Comăneci de 18 y Ejido, mientras un tipo le sacaba fotos con el celular.

Después de pensar que era un momento digno de consignar en esta nota, bajé el ritmo del pedaleo, la seudo Comăneci le avisó al hombre de mi inminente presencia y ambos se corrieron para dejarme pasar. Al cruzarlos les hice ese gesto con la cabeza hacia el costado que aproximadamente quiere decir “no sean malos”, pero como las historias de Instagram apremian, enseguida volvieron a su pose inicial y a las fotos. Parece que el molesto era yo...

Un jueves, en una de esas noches de verano tan largas como calurosas, volvía hacia mi casa por la flamante ciclovía. A la altura de Vázquez se puso la luz verde para atravesar la principal avenida, entonces, haciendo caso al “cruzar con peatón” que se lee sobre la ciclovía, doblé por esa calle en el sentido del tránsito. Al instante, desde un auto que cruzaba en paralelo a mí, un veterano me gritó: “¡No podés hacer eso!”.

Seguí como si nada. En la otra esquina justo nos esperaba la luz roja, así que me puse al lado del auto, rompí mi regla de mutismo y, un poco harto, le expliqué que mi maniobra había sido más que correcta. El veterano se plantó en la suya, me contestó que no, que cómo le iba a decir eso si él hace años que maneja y sabe lo que hace. Le recordé lo de “cruzar con peatón”, me contestó “vos no sos peatón”. Se lo repetí, haciendo énfasis sonoro en la palabra del medio –la roja seguía roja–: “Cruzar con peatón”. Siguió vociferando que tenía razón; la verde nos dio paso y aceleró, tomó su celular y mandó un audio. Siempre imaginé que una versión bien uruguaya de la película Un día de furia debería empezar con el protagonista arriba de una bicicleta.