Por si no lo saben, Jeff Tweedy es el cantante y compositor de Wilco, y podemos contar con que cada año haya un gran disco de Wilco o de Tweedy solista. Desde hace por lo menos tres décadas, cuando era el bajista de Uncle Tupelo, Tweedy viene haciendo canciones memorables, compañeras, a veces pegadizas, siempre de apariencia sencilla. Mientras la banda suma integrantes, su música suena cada vez más despojada y elemental.

Así también, un poco, es como escribe. Hace unas semanas llegó a las librerías de esta ciudad Un mundo en cada canción: la música que me cambió la vida y la vida que cambió mi música, una especie de secuela, o más bien, una condensación poética de su autobiografía Vámonos (para poder volver), que había salido en 2018. Tengo que confesar acá que, aunque sigo con placer a Wilco desde mediados de los 90, fue en esa biografía donde encontré una anécdota infantil que me hermanó a Tweedy y que involucra al disco London Calling, de The Clash. Como los crímenes ya prescribieron, procedo.

Resulta que en esa biografía Tweedy cuenta cómo, en las bateas de una disquería de Saint Louis, fue despegando en sucesivas tandas el sticker que decía que ese disco tenía letras inconvenientes para menores de edad. Cuando ya no quedaba rastro de la etiqueta, lo llevó a la caja y se lo compró. Lo mío fue un poco peor. Tenía una copia del disco en casete, pero precisaba entender buena parte de lo que decía Joe Strummer. Todavía faltaba más de una década para que llegara internet, pero había una disquería grande donde tenían la edición de vinilo doble que incluía las letras en los sobres internos. En varias pasadas, como Jeff Tweedy, los fui plegando hasta que cupieron en las anchas mangas de mi sobretodo. No miré atrás durante dos cuadras.

Un mundo en cada canción es un libro amable y está lleno de relatos como el anterior. La receta es: dos o tres capitulitos sobre canciones –sobre la emoción o la marca que dejaron al oírlas por primera vez– y una breve narración sobre la infancia o la juventud de Tweedy, que generalmente involucra a sus padres o a sus amigos. Si son especialistas, encontrarán que, como biografía, es menos lineal pero más profunda y relajada que Vámonos, menos preocupada por marcar las tempranas hipersensibilidad y tendencia a la depresión del personaje principal.

Si, en cambio, tienden al desorden, apreciarán un libro que se puede abrir en cualquier parte para dejarse llevar. Hace unos días Martín Pérez comentaba el libro Filosofía de la canción moderna, de Dylan_, al que le encontraba cualidades similares. Este de Tweedy también es una minienciclopedia arbitraria, pero es mucho más corto y simpático. Respeto al Nobel, pero no más. Está, también, el tema generacional. Tweedy fue un niño atrapado por la sensibilidad pop y un adolescente fulminado por el rayo punk.

Por eso, habla de los Ramones, los Replacements, The Knack, los Stones, Suicide, los Minutemen, pero también de Carole King, ABBA, Joni Mitchell y Michelle Shocked. Habla también del viejo vanguardista John Cage y –sorpresa– de la española Rosalía. Este es el pie para mencionar el dialecto ibérico de la traductora Elvira Asensi, no sólo porque obliga bastante seguido a imaginarse el original para recuperar el sentido de algunas frases, sino sobre todo porque el texto está estructurado en segunda persona y su opción exclusiva por “tú” (el inglés abre ambigüedad con “ustedes”) lo vuelve un poco monótono y sensiblero.

Para ser justos, esto último también podemos achacárselo al mismísimo Tweedy: su visión de la música como forma de conocimiento interpersonal y expresión de amor tiene sentido, pero la insistencia con la que lo plantea recuerda los discursos de algunos evangelistas. Sobre todo, porque ante tanto vapor afectivo se echa en falta algo “seco” para respirar. Ahí me doy cuenta de que, como en el libro de Dylan, no se habla de música, sino de los efectos de la música; es decir, no hay términos técnicos ni teorías, sino más bien comentarios sobre letras y actitudes.

Lo pienso un poco más y me contradigo: hay un poquito de mala onda, sí, y sus destinatarios son Bon Jovi, por falso, el tema “I will always love you” (de Dolly Parton), por afectado, y el himno de Estados Unidos, por miliquero. Y además el libro abre con un pequeño tratado sobre la vergüenza y el orgullo, sucesivos o simultáneos, que impone el tema “Smoke on the water” a quienes aman el rock.

En los mejores momentos, el libro apunta a algunos debates que, como ese de Deep Purple, nunca se agotan. Y la impresión final que deja es la de esas conversaciones con amigos que se pueden retomar en cualquier momento, en cualquier parte.