Dicen que los ojos son el reflejo del alma o la ventana hacia el alma. Diferentes culturas señalan que esos globos huecos llenos de líquidos que tenemos en el rostro son capaces de mostrarnos lo que ocurre en lo más profundo de una persona, ya sea por reflexión o refracción. Entre las numerosas herramientas con las que cuentan actores y actrices para representar a otros está la mirada, por más que el despliegue físico y la declamación suelan llenar más los... bueno, los ojos.
Es por eso que entre actuaciones similares, mucha gente prefiere el trabajo de Emma Stone en Pobres criaturas por sobre el de Lily Gladstone en Los asesinos de la luna, más allá de que afortunadamente no hay por qué elegir (excepto que uno sea jurado o votante de alguna organización). Y eso explicaría la ausencia de reconocimientos durante la temporada de premios del papel de Andrew Scott en la película Todos somos extraños (All of Us Strangers), escrita y dirigida por Andrew Haigh.
Scott, un irlandés con cara de actor estadounidense, se hizo conocido por interpretar a Moriarty en Sherlock, aquella serie con Benedict Cumberbatch como Holmes en el papel protagónico, o al “sacerdote sexy” en la segunda temporada de la hermosa y maravillosa Fleabag, salida de la mente hermosa y maravillosa de Phoebe Waller-Bridge.
En esta oportunidad interpreta a Adam, un escritor aislado del mundo, que para peor vive en un edificio enorme, recién estrenado, que solamente tiene dos apartamentos ocupados. Una noche, su único vecino, Harry (Paul Mescal), lo visita con intenciones non sanctas, que suelen ser las más interesantes, pero Adam tiene demasiados asuntos sin resolver como para tomar esa clase de riesgos afectivos.
A partir de un nuevo proyecto de escritura, ambientado en los años de su infancia, Adam tomará un tren hasta su ciudad natal, encontrará la casa en la que creció y será recibido por sus padres, que no parecen haber envejecido un solo día desde entonces y que (como sabremos alrededor de esos minutos) fallecieron cuando él tenía 12 años.
Esa y las subsiguientes visitas de Adam servirán para conversar con sus padres acerca de su pasado y de su presente, ya que este último les intriga sobremanera. Él les revelará su homosexualidad y recordará el bullying que sufría en la escuela como consecuencia de ello, temas que no se habían tocado en un hogar que no era particularmente conservador, pero sí un reflejo de su época.
También se alegrará al contarles que actualmente la cosa está mejor, que la sociedad ha cambiado para mejor, aunque quede muchísimo por recorrer y periódicamente haya intentonas de marcha atrás por parte de los sectores más rancios. Las charlas con su padre (un Jamie Bell que nos hace sentir ancianos) y su madre (Claire Foy), que primero parecen enmarcarse en un realismo mágico y luego adquieren características que las emparentan con historias de fantasmas, ayudan a Adam a salir adelante y a abrir su corazón.
Este proceso le permitirá abordar su relación con Harry e incluso disfrutar del mundo exterior. En X alguien podría bromear y decir: “Hay hombres que prefieren hablar con sus padres muertos antes que ir a terapia”, pero lo cierto es que en este caso funciona. El cambio, además de verlo en su comportamiento frente a Harry, lo vemos en sus ojos. También vemos en los de Harry un leve atisbo de tristeza, mezclada con peligro. Mescal también ofrece una actuación apoyada en las sutilezas que se encuentra entre las mejores de los últimos tiempos.
Harry es quien lo lleva a experimentar con algunas drogas, quien respeta los tiempos de Adam para (por ejemplo) quedarse a dormir en su apartamento, pero también quien no termina de entender ni de creer eso de las supuestas visitas imaginarias. Es fundamental para que la superación del dolor no quede sólo como un trabajo interno y para que el protagonista finalmente sea el protagonista de su propia vida.
La película se juega en las miradas y los gestos, presentados con un interesante trabajo de fotografía especialmente en cuanto a la iluminación. Todo dentro de una historia con un elenco reducido que no se cuenta con los dedos de una mano porque sobre el final hay una moza que dice un par de líneas.
Haigh está interesado en hablar de traumas, pero pone la misma atención en el cariño, en el primer beso entre los protagonistas, en el abrazo postergado entre Adam y sus padres, en la forma como la madre se adueña de la letra de “Always on My Mind” de los Pet Shop Boys, en uno de los momentos más sentidos de una película que nos hace sentir muchas cosas. Y que, incluso cuando tiene que darnos un par de sacudidas (“¿Por qué no entraste a mi cuarto cuando me escuchaste llorando?”), no gira en demasía la perilla de la manipulación emocional.
Volviendo a los ojos, no debería sorprendernos que los nuestros se vayan del cine más húmedos que como llegaron.
Todos somos extraños, de Andrew Haigh. Con Andrew Scott y Paul Mescal. En cines.