Radu Jude empezó su carrera a inicios de este siglo a partir del notable empuje creativo conocido como Nueva Ola Rumana. Llevando lo que habían hecho sus mentores y colegas mayores a niveles inauditos de provocación, irreverencia, anarquía y experimentación formal, se convirtió en lo más parecido que hay por la vuelta a lo que supo ser Jean-Luc Godard en los años 60: fuertemente conectado con la actualidad, crítico y original, con una creatividad desatada y siempre sorprendente, adepto a densas marañas intertextuales.

No esperes demasiado del fin del mundo acompaña durante un par de jornadas a una treintañera, Angela Răducanu, que trabaja como asistente de producción audiovisual. Hace de todo: publicidad, porno, videos institucionales. No es raro que tenga que hacer jornadas de 16 o hasta 20 horas de trabajo continuo, duerme mal y tiene que pedir plata prestada porque el pago de su trabajo previo está retrasado. Se pasa el día arriba del auto corriendo de un lado a otro, colando a veces entre esos mandados algunas cuestiones personales (ayudar a su madre a resolver un lío, encontrarse fugazmente con el amante para diez minutitos de sexo rápido en el asiento del auto, cerrar los ojos un ratito para no morir de sueño).

Varios minutos de la película transcurren simplemente acompañando a Angela en su auto, mascando chicle y escuchando música bien fuerte para evitar quedar dormida. Por momentos entrevemos en la ventanilla del auto algunas plazas o barrios que parecen ser bonitos, pero la cámara pasa por alto estos paisajes y enfatiza más bien, siempre en un blanco y negro granulado y contrastado que parece ser 16 mm, el tráfico intenso y ruidoso. El sonido callejero está mezclado bien fuerte, a lo Godard, y el tráfico tupido, lleno de camiones, hace pensar en los embotellamientos de 8 ½ y Roma de Fellini. Nos detenemos eventualmente en algunos de esos horrorosos conjuntos habitacionales con concepto arquitectónico tipo “caja de zapatos”, tan favorecido por los regímenes comunistas, cuya armonía seudofuncional se terminó de deslucir con la disposición caótica de los aparatos de aire acondicionado, las paredes sucias, las grietas en el revoque y los muros grafiteados.

Aparte de abordar la forma en que la globalización va imponiendo un retroceso en los derechos laborales y la soberanía de los países, la película está llena de referencias a ayer nomás: la pandemia, las muertes de la reina Isabel y de Godard, la guerra de Ucrania. La cámara enfatiza, irónicamente, la omnipresencia de la mercantilización. El poste que indica la ubicación del cementerio ortodoxo contiene también el aviso de cerveza Heineken. El muro mismo del cementerio ostenta, con letras enormes, el respectivo sitio web (www.cimitiri.ro), y la madre de Angela reza en la tumba de sus padres debajo de un cartel promocionando la venta de lotes. El empresario de Deloitte deja sobre su mesa un ejemplar de Capital de Kenneth Goldsmith porque le divierte que las visitas se asusten pensando que es el libro de Karl Marx. El mismo empresario siempre está pronto para citar el artículo constitucional que garantiza la propiedad privada, su argumento supremo. La acción tiene lugar mayormente un 11 de setiembre, probable alusión al hito que pautó el orden mundial actual en 2001. El ringtone de Angela, que escuchamos hasta el hartazgo, es una versión en 8 bits de la “Oda a la alegría” de Beethoven, posible alusión a la Unión Europea y un aporte más a la polución sonora, que se sobrepone a las canciones que ella escucha en su auto.

Angela es un personaje peculiar. Su vida difícil nunca deriva en un carácter quejumbroso. En todo caso, es más bien agresiva con quienes la provocan. Su auto está decorado con una estampilla del místico rumano Arsenie Boca y un grotesco ciempiés de plástico. Tiene algún chiste o anécdota para contar a propósito de cualquier asunto o circunstancia. Postea varias veces por día unos videítos breves en Tik Tok incorporando el personaje Bobiţă, con filtros que le otorgan la apariencia de un Andrew Tate cejudo, metrosexual, misógino, putinista, grosero. Los fragmentos de esos videos son lo único de la historia de Angela que vemos en color. Ella dice que esos videos son una “crítica a modo de caricatura extrema, como Charlie Hebdo”, pero es ambiguo, porque su caricatura está muy cerca de ser la cosa misma.

Pese a esa agresiva (y también festiva) personificación masculina, en su cotidiano Angela es una persona sensible que se vincula de manera afable con las personas que visita, y parece ser solidaria. Sin ser una intelectual, es muy leída para una millennial: en su mesa de luz hay libros de Proust y Fielding, sabe quiénes son Stevenson y Faulkner, se compra un ejemplar de La plenitud de la señorita Brodie (de Muriel Spark) y puede citar a Goethe, en contraste con la alta ejecutiva austríaca que es descendiente del poeta alemán pero nunca lo leyó (aunque no cuesta pensar que, como el más célebre personaje de su ancestro, sí vendió su alma al diablo).

Dos películas

La primera parte de la película (sus primeras dos horas) se llama Angela: conversación con una película de 1981. La película en cuestión es Angela merge mai departe, de Lucian Bratu. La protagonista, Angela Coman, es taxista, y, como Angela Răducanu, se pasa los días manejando por Bucarest. Las imágenes de esa película de hace 40 años se alternan con la historia principal en una relación mayormente de paralelismos: Angela Răducanu se sube a su van, Angela Coman a su taxi; una y otra se detienen a almorzar; Angela Răducanu estaciona su auto para dormitar, Angela Coman se queda dormida mirando Casablanca en la tele; Angela Răducanu recibe en el aeropuerto a la ejecutiva austríaca y en el mismo aeropuerto Angela Coman levanta un pasajero. A veces el vínculo es más complejo: Angela Răducanu tiene sexo con su amante, el novio de Angela Coman le pega un cachetazo.

La agresividad de la Bucarest actual en blanco y negro difiere de la ciudad mucho más despejada de 1981, en colores y suavizada con su banda musical lounge. Esa diferencia puede tomarse como nostalgia (¿el comunismo era mejor?, ¿el pasado en general era mejor, independientemente del régimen?), o ironía (la manera cruda de mostrar la realidad actual desnuda el endulzamiento en el enfoque de la película que se realizó bajo la censura dictatorial). El panorama actual es malo: Rumania es el país más pobre de la Unión Europea, siempre sometida al poder de Austria (la expotencia imperial), y es una plaza con mano de obra barata y desregulada, abierta a una depredación ecológica que los países más “civilizados” no admiten para sus propios territorios pero ejercen en el ajeno.

Radu Jude interviene la película vieja con unos enlentecimientos obtenidos con repetición de fotogramas, a la manera de Salve quien pueda la vida (1980) de Godard, que funcionan como momentos meditativos y descubren historias potenciales contenidas en las miradas y gestos de transeúntes anónimos: es la potencialidad del arte cinematográfico para revelar lo invisible, y genera unos bolsones de introspección poética en un film que mayormente consiste en acciones prácticas, ruidosas y enajenadas. Hay otro importante reposo poético, en alusión a la muerte: una secuencia de montaje de cuatro minutos, en colores y totalmente silenciosa, con las cruces de los muchos muertos en los accidentes de tráfico de la carretera hacia Buzău. Otro momento introspectivo es el plano de Angela dormida en su auto: el reflejo del sol en su vestido brillante genera un círculo luminoso que le otorga un aire, finalmente, angelical.

La tierra de Ovidio

El video para el que Angela está trabajando nominalmente pretende instar a los obreros rumanos de una transnacional a respetar las normas de seguridad en el trabajo, pero la prioridad es ocultar las infracciones de seguridad de la propia empresa. Y es ahí donde ambas Ángelas confluyen. En uno más entre los paralelismos, Angela Răducanu se acerca a un edificio cercano a una vía de tren abandonada, y Angela Coman se acerca al mismo edificio en tiempos en que los trenes todavía pasaban por ahí. Una vez adentro, Angela Răducanu se encuentra con Angela Coman, ya octogenaria y jubilada (y en blanco y negro), actuada por la mismísima Dorina Lazăr de la película de 1981, y que sigue casada con Gyuri, el protagonista masculino de aquella película, actuado por el mismo László Miske.

Y resulta que Ovidiu, hijo de la pareja, está confinado a una silla de ruedas, como consecuencia de un accidente laboral, y va a ser el protagonista del video en que trabaja la Angela joven. La segunda parte de la película consiste en un encuadre fijo de 35 minutos durante el rodaje. Vemos la serie de tomas y escuchamos las instrucciones y deliberaciones y acompañamos la manera en que la declaración de Ovidiu se va torciendo hacia una versión lavada. Al final, Ovidiu ya no habla, y en vez de ello muestra unos carteles, que el mandamás austríaco dice que deben ser “como el estúpido clip del jipi judío Bob Dylan” (el de “Subterranean Homesick Blues”). Pero los carteles que sostiene Ovidiu no dicen nada, son de cartón verde para permitir colocar digitalmente en la posproducción el texto que la empresa juzgue conveniente.

Esta sección es el momento más Nueva Ola Rumana en toda la película. La toma fija permite una serie de juegos con el fuera de campo, e incluso una referencia a La Sortie de l’usine Lumière à Lyon (1895), otra película con plano fijo a la entrada de una fábrica, y cuyo carácter documental está perturbado por el hecho de que la toma fue puesta en escena (no es efectivamente un documento de los obreros saliendo de la fábrica, sino un momento armado y dirigido por los cinegrafistas). Si lo de Radu Jude es uno de esos cines que nos enseñan a ver, esa magistral y enorme escena final muestra también cómo otros cines se dedican esencialmente a mentir y anestesiar nuestras miradas.

Ese extenso momento está integrado por sólo dos planos, separados/unidos por un jump cut que opera la transición entre la tarde y la tardecita casi noche. En forma paradójica, el corte entre ambos momentos es un corte en continuidad en medio de un parlamento continuo (lo cual no tiene ningún sentido lógico y es una provocación más de la película). En cierta forma, ese corte en continuidad usado como atajo entre dos momentos separados compensa las instancias de la película en que hay cortes solapados eisensteinianos (por ejemplo, cuando Angela se levanta de la cama –vemos la acción dos veces, con dos encuadres distintos–, o en varias de las intervenciones sobre la película de 1981). Casi al terminar la película, a Angela Răducanu ya no le dicen Angela sino Ilinca, el nombre de la actriz que actúa el personaje, como si empezáramos ya ahí a abandonar el mundo de la ficción y transitar hacia la realidad extra artística.

Aparte del haiku de Yosa Buson y el aforismo de Stanisław Jerzy Lec, que sirven como epígrafes para ambas partes de la película, y además de la película de Bratu, los créditos finales indican un montón de otros autores citados, vaya uno a saber dónde y cómo. Es probable que conocerlos o descubrirlos aporte aún más riqueza al visionado de esta película extraordinaria.

No esperes demasiado del fin del mundo (Nu aştepta prea mult de la sfîrşitul lumii). 164 minutos. En Cinemateca y Life 21.