Después de una infancia soleada, diluvió sobre la juventud de mi abuela. Llegó en 1937 a San Sebastián, estrenando los 18 años en un país en guerra, con una sencilla maleta de cartón como equipaje. Sólo tenía un par de zapatos, la garantía de poder ir a trabajar cada mañana. Muchos años después, aún recordaba el miedo diario a que su calzado no resistiese los arañazos de la lluvia del norte. Llevarlos al zapatero suponía encerrarse en casa varios días y, quizá, perder su empleo. No había recambio: el edificio entero de la vida dependía de la firmeza de aquellas suelas gastadas. Nunca olvidó el frío lametón del agua que amenazaba el cuero de sus únicos zapatos. Por eso, no entendía que sus nietas comprásemos objetos de usar y tirar. Nos miraba enojada, sin decir nada. A nosotras, hijas pródigas del consumo, nos parecía anticuado su respeto por los artesanos concienzudos: los gestos precisos, el ritmo exacto de las manos, el silencio absorto, ese tímido orgullo al mostrar su trabajo.
Tiempo después, leyendo a Natalia Ginzburg comprendí mejor a mi abuela. La guerra era otra, pero la experiencia sonaba idéntica. Su marido, Leone, era un profesor judío opuesto al régimen de Mussolini. En 1944 lo detuvo la Gestapo y murió en una cárcel romana tras ser torturado. Natalia permaneció en la capital, y a esta etapa se refieren sus recuerdos de desamparo, el escalofrío del empedrado bajo las suelas. En Las pequeñas virtudes escribe: “Este año, aquí en Roma, he estado sola por primera vez. Por la mañana, cuando me levanto, mis zapatos rotos me esperan sobre la alfombra. Sé lo que pasa cuando llueve, y las piernas están desnudas y mojadas, y en los zapatos entra el agua, y entonces se oye ese pequeño ruido a cada paso, esa especie de chapoteo”.
Nuestras casas están inundadas de cosas diseñadas para viajar velozmente de la fábrica al vertedero. La basura nos cerca y nos invade, mientras los escaparates acumulan mercancías con fecha de caducidad incorporada. Una década antes de que mi abuela caminase con pasos ateridos entre la lluvia, en 1924, los principales fabricantes mundiales de lámparas incandescentes se reunieron en Ginebra. Allí acordaron limitar la vida útil de las bombillas en más de la mitad, porque “un artículo que no se desgasta es una tragedia para los negocios”. En aquel primer pacto global por la obsolescencia programada, quedó inaugurado un mundo donde compramos productos con plaza reservada entre los residuos, en un ciclo inacabable de consumo y desperdicio.
Paradójicamente, llamamos síndrome de Diógenes al afán compulsivo de acaparar despojos y objetos inutilizables. En realidad, el filósofo griego era ejemplo de todo lo contrario: afirmaba que sólo merece la pena acumular sabiduría. Hijo de un banquero acusado de falsificar moneda, Diógenes eligió la pobreza y optó por vivir como vagabundo. Tenía escasas posesiones: una tinaja para dormir, un manto, un cayado y un zurrón. Se cuenta que paseaba entre la multitud del ágora a pleno sol con una lámpara en la mano, en busca de personas honradas. Al emprender su búsqueda a la luz cercana y frágil del candil, Diógenes pensaba quizás en la bondad sigilosa de esa gente discreta que, alejada de los focos, permanece en la sombra. En un mundo presidido por la codicia y el deseo de acumular pertenencias, me gusta imaginarlo alumbrando la labor escondida de un vecino artesano empeñado en lograr la perfección de cada pieza, sin afán de competir, destacar o siquiera vender más. Simplemente, por amor a un buen trabajo.
En nuestros tiempos ávidos, la sed de beneficios conduce a la obsesión por abaratar costes a toda costa, a lucrarse haciendo mal las cosas. Pero la palabra beneficio es la suma de bene y facere, es decir, hacer bien. Cuando lo permanente es una especie en peligro de extinción, podemos volver la mirada a quienes –cerca, muy cerca– trabajan duro para crear lo que perdura, la labor forjada con pericia y esmero, ese par de zapatos que nos permitirá afrontar el invierno lluvioso. Diógenes, todavía hoy, seguiría iluminando con su vela esos desvelos.