Qué mezquina nos parece la vida cuando estamos enfermos y todo lo demás sigue en movimiento. Sentirnos mal, tener nuestro diagnóstico como una carta que nos envía la muerte y que alguien, sin mala intención, ha dejado colocada allí, en nuestra mesa de luz, nos envuelve en una nostalgia indiferente.
Pocas cosas nos interesan ahora. Podemos hacer un repaso de nuestras vidas, fingir ese innecesario balance; podemos hacernos preguntas metafísicas, esas rudimentarias preguntas; podemos planificar qué cosas haremos, qué magníficas cosas haremos una vez que estemos recuperados; y podemos, también, no hacer nada, aceptar el malestar y rendirnos (un poco), darnos (un poco) por vencidos.
Los ruidos que nos llegan desde la calle nos recuerdan con insistencia que la vida sigue y que esta vez no podremos ser parte. Las horas transcurren como lo que evidentemente son, zonas más bien áridas, despojadas de todo accesorio, de todo decorado, sin lo superfluo y sin lo rimbombante. No hay estímulos verdaderos. Todo parece más bien una copia insulsa de la propia vida. Sólo es el mundo allí y, de este lado, separados y siempre algo trágicos, nuestros cuerpos dolientes.
Más tarde, un pequeño dolor espiritual aparece. Crece y se alimenta de sí mismo. Se decanta y toma forma. Lo vemos, lo identificamos. Sus efluvios nos sugieren que somos algo más complejo que un cuerpo. Sin movernos, desde nuestra cama siempre precaria, ensayamos una inevitable retirada. Ya no evocamos –impertérritos– el pasado, ni nos solazamos –fantasiosos– con el futuro. Ya nada es importante, porque ¿qué podría serlo ahora, si es que estamos al borde de la muerte?
Exageramos. Nuestra mente nos engaña, su actividad continua, mecánica, nos sostiene y nos hunde con olímpica alternancia.
Con un poco de suerte, en un lapso de presunta mejoría, arriesgamos algo, quizás una posible definición de nosotros mismos. Si nos viésemos desde fuera, pensamos. Si lo hiciéramos con claridad, como esos fogonazos de verdad que nos llegan cuando estamos en el cine, en medio de una película que nos entretiene superficialmente y de golpe comprendemos todo, de golpe entendemos qué es exactamente lo que nos está haciendo desgraciados, si eso nos ocurriera, una luz de ese tipo, podríamos justificar, al menos, algo de nuestra actual existencia.
Sin embargo, nada de eso sucede. Sólo somos nosotros y el techo. Quisquillosos, hipersensibles, vanos protagonistas.
Afuera, la vida continúa. Los ómnibus y los autos, las personas cruzando, un teatro y un bar al lado del teatro, los cables y los pájaros, un ministro saliendo de un ministerio, empujando la puerta de vidrio que alguien limpió más temprano. Imaginamos algo de todo eso. Y todo nos parece neutro, sin significado. Nos entristecemos. Quisiéramos ser niños de nuevo, hincarnos allí, tomar la realidad y darle forma.
Cerramos los ojos y, aun sin querer, escuchamos. Un perro, una moto, un carro a caballo (¿era como el caballo que vimos esa tarde, cuando el mundo no era evanescente, cuando el mundo todavía era algo?). El recuerdo aparece, se desliza, se mueve, cambia y se desarma. Escuchamos todavía los cascos a lo lejos (“¿qué es el tiempo?, ¿cuándo es el presente?”).
Pronto nos entredormimos y nuestros sueños pedestres se entremezclan con los delirios causados por la fiebre. Al principio son apenas esbozos, y después ya no. Después ya todo es delirio. Cada cosa puede ser otra. Un barbero chino, un hipopótamo que vuela, un gato doméstico. El tiempo y la muerte y la voluptuosidad de la nada. ¿Lo leímos?, ¿lo leímos en alguna parte? Nos dejamos llevar. Nos rendimos. Nos damos por vencidos. Descansamos (un poco) de nosotros mismos.