Hace unas semanas Cinemateca llevó adelante un ciclo muy interesante de películas que transcurren enteras en un único plano (o de modo de generar la ilusión de que fueron rodadas en una toma continua), desde La soga (1947), de Alfred Hitchcock, hasta 1917 (2019), de Sam Mendes, pasando por El arca rusa (2002), de Alieksandr Sokúrov, y la uruguaya La casa muda (2010), de Gustavo Hernández. Quizá se haya planificado para preparar el estreno regular de El castigo, que ya se había exhibido en el último Festival de Cinemateca.

Se dice —y todo indica que así es— que se trata de uno de los raros casos en que el plano único es real (y no una serie de planos extensos empalmados en forma imperceptible). Según se difundió, luego de ensayar exhaustivamente, el equipo dedicó una semana a hacer una toma por día y finalmente la sexta quedó bien.

Eso, que siempre es complicadísimo de lograr, en este caso está facilitado por unas condiciones muy simplificadas: sólo vemos a cinco seres humanos en escena, de los cuales sólo tres tienen actuaciones relevantes; la acción ocurre en una carretera casi desierta y en el bosque que la circunda (es decir, no hay complicaciones escenográficas); la cámara parece estar en mano, y si tiene algún tipo de estabilizador es uno de esos medio rústicos que no impiden que los traslados más veloces queden sacudidos con cada paso del camarógrafo.

Tampoco hubo esmero en lograr una fotografía bonita: en la sección inicial, dentro del auto, en que la cámara está puesta en el asiento de atrás, los rostros de Ana y Mateo están subiluminados, y como la película transcurre al atardecer con una luz que no es abundante y no parece haber habido iluminación artificial, el foco es casi siempre corto. Cuando el auto se detiene, Ana baja y abre la puerta trasera para que suba su hijo Lucas, y queda claro que ese gesto es el artificio para que la cámara se libere del confinamiento y pueda desplegarse por el espacio circundante, siguiendo a uno o a otro de los personajes centrales, o encontrándolos en las ocasiones de diálogo.

En el clásico Técnica del montaje cinematográfico (1953), Karel Reisz hizo una famosa crítica a La soga en la que comentaba cómo el ritmo cinematográfico se entorpecía debido al rechazo a emplear cortes. Si uno fuera a ponerse en la misma cabeza con que Reisz apreció el clásico de Hitchcock, podríamos replicar su crítica para El castigo.

Mateo recorre el bosque, desesperado, en busca de su hijo de siete años, que ha desaparecido. Cuando decide regresar al auto, donde se encuentra su compañera Ana, lo acompañamos en las varias decenas de metros que son, en términos narrativos, un tiempo muerto. Sin embargo, por supuesto, la crítica de Reisz es bastante ideológica, o mejor, estética (que es la ideología concerniente a los criterios artísticos), operando en el paradigma clásico según el cual una narrativa se debe ocupar de los elementos que aportan a la cadena de causas y efectos que constituyen el relato, o a producir ciertos climas y emociones seleccionados en función del género cinematográfico. Aquí, se puede argumentar, la caminata de Mateo se vuelve exasperante porque somos cada vez más conscientes de la importancia del paso del tiempo para la situación: cuanto más tiempo pasa, más lejos puede ir el niño (y, por lo tanto, se vuelve más difícil de hallar), en un bosque en el que hay pumas y donde la temperatura a la noche es muy baja.

La sensación de vivencia a tiempo real que da la película está reforzada por el inicio y final por corte seco de imagen y sonido, como si fuera un fragmento recortado de realidad.

Transgénero

Esta es una de esas películas en las que el tema que se define al final resulta ser algo muy distinto al que se pareció construir en los primeros tramos.

Inicialmente tenemos la angustia de los padres por la desaparición, por el miedo de que algo le pase al niño y —quizá aún más angustiante— de nunca más volver a saber de él. La cosa es peor aún, porque ellos cargan con la culpa: luego de un incidente realmente grave (que ocurre antes del inicio de la trama y del que sólo nos enteraremos hacia la mitad del metraje), los padres decidieron hacer de cuenta que abandonaban al niño al borde de la carretera, como forma de castigo, y al regresar, un par de minutos después, pensando que sólo le estaban propinando un susto, ya no lo encuentran por ningún lado. Darse cuenta de la burrada que cometieron —y peor aún, la situación de la madre, que era la que estaba al volante y tomó la iniciativa, en contra de la opinión del padre— sólo agrava la situación.

Con el transcurrir de los minutos, sin que el destino del niño deje de importar, esa dimensión thriller pierde cada vez más relieve frente al costado de drama familiar. Ana y Mateo discuten la contingencia de ser los padres de un niño-problema: ¿es que tiene síndrome de déficit atencional o es que es súper inteligente?; ¿es un consentido que necesita límites más firmes o es que se siente oprimido por una madre impaciente e intolerante que nunca le deja pasar una? Si esas discusiones, al inicio, parecen ser un agregado de “contenido humano” a una historia de suspenso, de a poco empiezan a ocupar el centro, en la medida en que la pareja, tensionada por la situación gravísima, es llevada a una revisión profunda del sentido mismo de la maternidad/paternidad, especialmente de la primera.

En ese sentido la película, tan precisamente dirigida por un varón (Matías Bize) pero escrita por una mujer (Coral Cruz), se termina inscribiendo en una serie de relatos que responden al impulso crítico de los feminismos y que viene explicitando las contradicciones, problemas y diversidades en la condición de madre. Si al inicio nos llamaba la atención la actitud negadora de Ana con respecto a la gravedad de lo sucedido y Mateo obraba como la voz más sensata, de a poco nos vamos percatando de que la cosa no era tan sencilla y que, en algunos aspectos, también había un componente de negación importante en Mateo —referido a otros aspectos de la pareja—, y el castigo en el título amplía su rango de significados y alusiones.

La película preserva la tensión de inicio a fin, combinando el complicado trabajo de cámara con actuaciones buenísimas, en especial la de Antonia Zegers. Como emulando su orden narrativo, pasamos del camino lineal pavimentado y suavemente ondulado de la carretera a embretarnos en el laberíntico entramado de irregulares recorridos posibles de un bosque sombrío.

El castigo, dirigida por Matías Bize. 96 minutos. Chile/Argentina, 2022. En Cinemateca.