Son las 10.30. Suena el teléfono. Del otro lado Andrés dice: voy para ahí. ¿Ahí dónde, Andrés? Guatemala 1221. Yo que siempre fui cabulero, ya me interesó. ¿Qué pasa ahí? Están desarmando el diario, dice Andrés, agitado, y se llevan todo a la basura. ¿Qué diario es, Andrés? El Observador.
Ok, salgo para ahí. Bajo hacia Buenos Aires y tomo el primer taxi que encuentro, palpo el bolsillo, en el apuro olvidé la billetera. Ya empiezo a gozar la situación de llamar a Andrés para que pague él.
Al llegar a la Aguada, veo que el 1221 es un galpón enorme, hermético. Afuera está Andrés con cara de Peloduro. Mira por la mirilla de una puerta más chica que cualquiera, en el acceso secundario al estómago de lo que fuera el diario impreso capaz de descabezar a un vicepresidente de la República.
Desde afuera veo por la mirilla a antiguos conocidos. La vieja guardia del fotoperiodismo nacional se agacha sobre una maraña de papeles, biblioratos, negativos, fotos impresas y papeles que uno intuye son los viejos faxes de agencias internacionales de prensa. Pulso sobre el timbre y no suena nada, golpeo sobre la chapa con el anillo esperando que los sonidos agudos lleguen más rápido, como un “ábrete, sésamo”.
Sale un viejo conocido. Usa lentes oscuros, aun dentro. Creo que siempre lleva lentes oscuros puestos. Las actuales generaciones jamás sospecharían que fue parte de la construcción de la mirada del fotoperiodismo desafiante de los años 90 en nuestro país.
Qué dice, viejo. Le doy un abrazo. ¿Puedo entrar?, pregunto. No, me dice seco. Se instala un momento helado durante un segundo. Inclino la cabeza hacia ambos lados. ¿Por?, pregunto. No depende de nosotros, está restringido únicamente a expersonal del diario, por respeto al derecho de imagen de autor, ya sabés cómo son esas cosas, eso no caduca, me contesta.
Tranquilo, respondo, los espero acá afuera. ¿Para qué? Quiero que me cuenten un poco de todo esto, me acabo de enterar por Andrés. Los espero para almorzar, hay un barcito en la otra esquina que tiene linda pinta.
La puerta se cierra suave, después del cigarrillo y la charla. Por la pequeña ventana de chapa veo una montaña de papel inclasificable a primera vista. Andrés me dice: Te hice venir para nada. No, al contrario, no sabía nada, me interesa el tema, esperemos. ¿Tenés la cámara en el auto? Sí. Carga con un teleobjetivo 500 milímetros muy luminoso, esos lentes que en general abundan en las canchas de fútbol y prácticamente necesitan un apoyo extra. Traelo y por lo menos chusmeamos.
Afino la mirada con la cámara y hago foco rápidamente sobre rostros conocidos: Pete Sampras, Gabriela Sabatini, Elvis Presley, Juan Pablo II. También mapas de ciudades y tarjetas de hoteles, huellas que dan cuenta de que en un momento de la construcción cultural del siglo XX la prensa podía pagar viajes aéreos y viáticos suculentos en hoteles de Sudáfrica o Austria. Una textura de información documental recubre el suelo.
Veo cómo cargan todo en bolsas de residuos, luego de clasificar negativos, fotos impresas, ilustraciones. Una mujer parece la más profesional en el asunto. Una archivóloga, pienso. Guantes de nitrilo en manos y túnica blanca la invisten como autoridad.
Desde fuera percibo un ambiente de rescate sistemático aunque urgido, caótico y metódico al mismo tiempo, como un extraño cataclismo natural. Clasificar, apilar, embolsar, trasladar parece ser la consigna.
A contraluz veo el polvo bajo una luz dorada que cae rasante a 45 grados desde la claraboya del techo de chapa. Ilumina a un hombre que descansa sus lumbares sobre la pared y carga de dramatismo la escena.
Intuyo que la sequedad fría del ambiente debe resecar la piel, la garganta y la respiración. Escucho algunas risas. Varios bromean sobre alergias, negativos, 35 mm: palabras que quedaron ancladas en el siglo XX.
A las 13.00 un camión y un montacargas ingresan por el portón principal. Nos saludamos con la cabeza. Un peón joven saluda a la cámara y le hago un retrato. Comienzan a apilar, año a año, las ediciones impresas del diario. Cada año encuadernado en el formato de página en tapa dura entelada, con el nombre del diario y el año en estampado. Para apilar tanto material usan de respaldo unas enormes bobinas de cartón. La jefa parece ordenar a los peones, y el montacarga va y viene, se pierde en la oscuridad y regresa.
Aguardo en la vereda. Varios sin techo lagartean al sol sobre un edificio de educación pública. La encargada sale a respirar y tomar agua. Me cuenta que ha hecho de todo, pero le resulta un trabajo singular, y que entre los lotes del enorme basural de papel cada tanto rescata una foto y se la alcanza al grupo. Miré, vi al Chino Recoba, y Tabaré con Magurno, y se los entregué a ella. Conoce a todos, pienso, y me sorprende. ¿El prejuicioso seré yo? ¿O es lo que hace el periodismo gráfico: democratizar la imagen, transversalizar, informar a toda la sociedad de manera inmediata? Pienso en la foto de portada: también eso se perdió, hoy todo es una enorme portada sin jerarquía ni importancia, una ensalada de frutas virtual.
- Leé más sobre esto: Armando Sartorotti y el fotoperiodismo en El Observador
Salen los fotógrafos y los espera un camión. ¿Adónde se llevan todo? Nuevamente el prejuicio, pienso en el soltero del grupo. Los veteranos de guerra enguantados de azul me miran desconfiados. ¿Todavía seguís acá? Después de cargar el camión, los invito y nos vamos a almorzar.
Entre alguna costilla y milanesa, el silencio melancólico recorre el bar. Uno dice: Me llevé algo de mis fotos hace un par de años, pero allí siguen en el mismo lugar; después de que me jubilé lo más difícil es poder encarar un archivo personal.
Otro de carácter más sistemático agrega: Es un tema, lo primero que hay que hacer es tratar de conformar el equipo. Esto empezó allá por 2021, me cuenta mientras saca el celular y me muestra una fotografía. Se ve una serie de fotógrafos y fotógrafas buscando en archivos. Uno puede imaginar la velocidad de sus dedos y el hastío de los años numerados en cada sobre manila. En la fotografía están Iván Franco en primer plano y al fondo Magela Ferrero. Uno siguió con el oficio, la otra, si no te cuentan, no la imaginás en ese mundo.
En aquel momento comenzó todo esto, pero la verdad es que ninguno le pudo dar continuidad. Lo de hoy nos tomó por sorpresa, pero ya había gran parte del material rescatado, aunque desperdigado entre fotógrafos.
Deberían trabajar junto a alguna institución, sugiero. Puede ser, pero lo primero es tomar una postura de grupo.
Terminamos de almorzar y un café sin azúcar me hace contemplar lo hecho. Rescataron el tiempo, pienso en silencio y no me atrevo a hacer comentarios. Algo no tangible, el elemento más preciado de la humanidad, viene envasado en sobres manila.
Después de más de cuatro horas salgo afuera del bar, los despido y Montevideo sigue siendo Montevideo. El hombre de la calle.
Veo un taxi detenido, el chofer cruza corriendo, se queda un minuto dentro y arranca. Lo detengo. ¿Estás libre? ¿Adónde vas? Ciudad Vieja. Dale, subite. ¿Te molesta si fumo? No.
Ya estoy por largar, ¿se nota que tomé? No, ¿querés agua? No, tengo tónica, la mejor bebida del mundo. Coincido. ¿Te molesta si pongo música? No. Comienza a sonar System of a Down y mi chofer arranca.