“¡Es una lucha!”, decía el personaje de Carlos Calvo en la serie argentina Amigos son los amigos cuando se encontraba ante una situación difícil. Si se convirtió en latiguillo y terminó quedando en el imaginario rioplatense fue porque las situaciones difíciles suceden con frecuencia. La vida, al fin y al cabo, es una lucha.

Los cuadriláteros han sido el escenario de una gran cantidad de películas, desde Rocky (1976) y sus numerosas secuelas hasta Million Dollar Baby (2004). Desde Toro Salvaje (1980) hasta El luchador (2005). Reales o ficticias, estas historias suelen contarse desde el punto de vista del underdog, el que tiene todo para perder frente al sistema o al campeón de turno.

En Garra de hierro (The Iron Claw), escrita y dirigida por Sean Durkin, la lucha eterna no se da en el marco del boxeo, sino de la lucha libre profesional. Ese entretenimiento que combina la destreza física con la teatralidad, en donde atletas interpretan a personajes que se enfrentan en peleas cargadas de golpes especiales y cuyo desenlace está decidido de antemano. Igual que el de una obra de teatro.

Hablando de grados de ficción, esta es una historia basada en hechos reales, como anuncia la típica placa al comienzo de la película. Sin embargo, alguien que llegue apenas un minuto tarde al cine podría pensar que todo lo visto es obra de un guionista sádico. Porque les ocurrieron tantas cosas horribles a los Von Erich, familia famosa en el mundo de las peleas de pantomima, que Durkin tuvo que dejar algunas de ellas afuera, o nadie las hubiera creído.

La acción transcurre en Texas, donde en su juventud Papá Von Erich (Holt McCallany de Mindhunter) tuvo un éxito modesto como personaje rudo, que es como se conoce a los malos, los villanos, los que entre sus tareas deben hacer enojar a la hinchada. En 1979, ya veterano regentea una pequeña liga y en sus cuatro hijos varones ve la posibilidad de que lleguen más lejos que él y sean campeones mundiales. Para ello los mantiene bajo una... bueno, garra de hierro, que además es el nombre de su golpe más famoso.

De los cuatro, Kevin es nuestro punto de vista. Un punto de vista bastante limitado, porque en ese mundo de histrionismo y retórica sus condiciones para expresarse no son las mejores. Físicamente es una figura de acción perfecta; de hecho, con el tinte anaranjado de la imagen y el corte de pelo, parece salido de un comercial de juguetes de He-Man y los Amos del Universo.

Zac Efron, antiguo galancito juvenil, compone a este sujeto de gustos simples y pocas palabras, que, como vimos, es perjudicial para el negocio. Con músculos en rincones del cuerpo que uno no sabe ni nombrar, verá cómo sus hermanos van teniendo mejores oportunidades, porque (como explicó Papá Von Erich oportunamente) los campeones terminan siendo aquellos que tienen mejor comunicación con la audiencia.

Parece que la decepción de Kevin fuera el motor de la historia, pero a eso hay que sumarle la "maldición Van Erich", que hace que esta sea una película con numerosos golpes a la quijada emocional. La presión del pater familias y la conducta pasivo agresiva de su esposa (Maura Tierney) hacen que los hermanos del protagonista busquen escapar de maneras más y menos inconscientes.

David (Harris Dickinson) es quien tiene más interés en triunfar en el negocio familiar, exigiéndose al máximo y cortando caminos con ayuda de la química. Y tanto Kerry (Jeremy Allen White, de El oso) como Mike (Stanley Simons) tienen otras vocaciones que se verán truncadas por la política internacional o por la garra famosa que sobrevuela todos los momentos de la película con toques de sutileza. Papá Van Erich es un villano, pero no esperen al coronel Miles Quaritch de Avatar sino a una fuerza del mal que primero te convence de que su visión es la única visión posible. Suerte que Kevin encontró a Pam (Lily James).

Sean Durkin y su equipo construyen un marco muy atractivo, entre galpones sucios, estudios de televisión y más velorios de los que uno podría soportar. El público estadounidense habrá sentido una nostalgia muy fuerte, mientras que por estos lares lo que llegó de la lucha libre (fuera de los ejemplos rioplatenses) fue poco y privilegiando las luchas del teatro que las rodea, que suele ser lo más interesante.

Sobre este punto, hay una crítica que se le puede hacer a Garra de hierro, que desde el comienzo es honesta con que todo es un engaño y que los resultados están acordados de antemano. Podemos discutir que las peleas más importantes se muestren sin saber quién va a ganarlas, porque hay una apuesta al dramatismo de esas escenas, pero varios momentos de triunfos y fracasos son presentados como si fueran consecuencia de lo que ocurre sobre el ring (me viene a la mente un reproche en los vestuarios), cuando sabemos que el pescado ya estaba vendido desde hacía rato.

Drama sobra (de nuevo, hay un hijo que fue borrado del guion o hubiera sido demasiado). El ritmo es bueno hasta el cierre, donde quizás éramos los espectadores los que estábamos golpeados y queríamos que nos contaran hasta tres. Y más allá de que hubiera venido bien un poco más de honestidad, uno queda con ganas de ver a buenos y malos desafiándose a través de los micrófonos antes de encontrarse en el ring y practicar sus coreografías 100% consensuadas.

Garra de hierro, escrita y dirigida por Sean Durkin. 132 minutos. Alquiler y venta digital en Claro Video y Google TV.