Una tarde cualquiera, haciendo la cola en un local de pagos, de pie y rodeada por los otros, me puse a pensar en la humanidad. Mirando hacia atrás es posible ver, entremezclado, todo lo bueno y todo lo malo que como seres humanos hemos hecho y conseguido. Por momentos somos inteligentes y brillantes, tan parecidos a los dioses, y enseguida somos, también, necios y estúpidos, personas tristes y miserables, de las que es mejor no esperar nada.
Entonces recordé una reflexión que dejó escrita John Cheever en sus diarios personales. En un intento por comprender qué era lo que le imposibilitaba tener una visión clara y contundente sobre su pasado, en particular su infancia y su juventud, escribe uno de esos párrafos lúcidos y dolorosos, uno de los muchos que podemos leer en sus páginas. Pienso que lo que escribe vale para la historia de la humanidad porque también nosotros hemos intercalado la más bella excelencia con la más terrible crueldad.
Así lo dice Cheever: “Al tratar de clarificar mi pasado, sería mucho más fácil si pudiera contemplarlo con amargura y desdén. Si pudiera maldecir la ignorancia sexual y la suspicacia de mis padres, maldecir el horroroso derrumbe de su matrimonio, maldecir la casa, el vecindario, las escuelas a las que fui, todo sería claro y sencillo, pero sus asuntos combinaban la excelencia con la estúpida crueldad. Visto en retrospectiva, el hecho de que con frecuencia fuese muy feliz parece una enorme limitación”.
Sólo es eso allí, sólo un párrafo, un mísero, un inofensivo párrafo de Cheever, para terminar de comprender un sentimiento ambiguo.
Me gustan los diarios personales, ese tipo de intimidad. Llevar un diario debería ser una obligación, un deber de todo ser humano. Cuando escribimos en silencio, casi en secreto –es decir, para nosotros mismos–, cuando nos acostumbramos a pensar sobre nuestras vidas y escribir sobre ellas, tomamos una mayor conciencia de nuestra forma de ser, movemos el velo del egocentrismo y la autoindulgencia (imaginen el diario íntimo de un varón aficionado a las bombas, a dejarlas caer sobre calles y casas, sobre familias enteras, ciudadanos de a pie, completamente indefensos; imaginen qué patética entrada de diario sería esa).
Dicen que Tolstói tenía dos diarios, uno que dejaba al alcance de la mano de su esposa y otro muy bien escondido y, suponemos, verdaderamente íntimo. Y es que sus reflexiones hondas y filosas podían entrar en contradicción con los sentimientos e ideas, las consideraciones y evaluaciones, también hondas y filosas, que ella, Sofía Behrs, dejaba por escrito en su propio diario personal. Un texto que, por momentos, se parece a una larga carta destinada a su esposo, un registro de daños de su vida marital, mezcla intensa de obsesiones, intuiciones y certezas.
Llevar un diario, mantenerlo oculto y a resguardo, iniciar ese diálogo introspectivo, remedio para los melancólicos, los neuróticos, los extraviados, los locos, los viles, los cínicos, los graciosos, los extrovertidos, ejercitar esa forma de lo íntimo, no tiene contraindicaciones, todos son beneficios.
Y así, con suerte, cuando nos llegue la vejez y alguien nos peine como si fuésemos un bebé, la mano moviéndonos el pelo para acá y para allá, como un pájaro intentando anidar; cuando nos trasladen de un sitio a otro como si fuésemos un bebé, nuestro cuerpo en el aire, blando y casi sin forma; cuando nos hablen como si fuésemos un bebé, la cara del otro pegada a la nuestra, su áspero aliento incitándonos a seguir, a continuar en el mundo, quizás; cuando eso suceda, tendremos al menos esa paz mental, la de haber tenido algo con nosotros mismos, algún tipo de intimidad.
Y si por alguna razón resultara imposible llevar un diario personal, sería bueno, al menos, intentar escribir algo. Una frase en el borde de un periódico o una revista. Una oración certera y tierna, sólo esa hilera de grafemas suelta, perdida en el margen de una hoja real o virtual. Un texto breve, escrito con horrorosa caligrafía, esa tarde en que ya era hora de regresar al trabajo y tuviste ese impulso pequeñito, como una mano queriendo aferrarse a algo, escribir un poema, quizás, un decir hondo y filoso, precioso e íntimo, verdadero por eso mismo.