Soy de esos raros que en un concierto no sacan el celular ni para ver la hora porque me gusta mantener los sentidos obsesivamente enfocados en lo que voy a escuchar y ver; además, todavía uso esa cosa de antaño que va en la muñeca llamada reloj. Por eso, el viernes, mientras lentamente se abría el telón del teatro Solís, me llamó la atención cómo la oscuridad se apoderó por completo del recinto: ni una pantalla de celular molestó con su brillante luz, y así fue hasta el final. Quizás porque había pocos centennials entre el público –los más propensos a filmar hasta su sombra– o porque si están por salir al escenario Fernando Cabrera y Hugo Fattoruso no hay tiempo para pavadas.
Más vale tarde que demasiado tarde: vaya a saber por qué, Fattoruso y Cabrera nunca habían compartido escenario. Es curioso, ya que son dos músicos muy dados al ida y vuelta con los demás colegas. El Hugo, con sus 81 años, tiene un prontuario musical tan extenso que no da esta corta página para repasarlo, ya sea por las bandas que integró o por los músicos que “acompañó” –le queda chico ese verbo–. Y Cabrera supo formar dúo con Eduardo Mateo y también con Eduardo Darnauchans, y con ambos calzó justo.
Cabrera y Fattoruso ya hace un tiempito que no tienen que andar demostrando nada ni rendir exámenes artísticos. Pero, a priori, siempre que se forma un dúo de pesos pesados, en la cabeza del escucha revolotea cómo harán para encastrar sus recursos y repertorios. Ambos estaban sentados. Fattoruso era el que más artillería tenía a mano –es un hombre orquesta–, con un larguísimo y brilloso piano de cola, un teclado y su inseparable acordeón. A Cabrera le bastó con su guitarra, una Gretsch Electromatic, de esas grandotas que suenan bien gruesas y amplias.
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Se despacharon con 20 canciones, alternando el repertorio, una de uno y otra del otro. Quizás a propósito, Fattoruso eligió canciones que, en comparación con las de Cabrera, sonaron más livianas, pop, airosas y hasta bailables, entonces, el espectáculo se balanceó entre lo luminoso y lo opaco, lo alegre y lo melancólico, y así. También hubo un contraste entre las voces, porque mientras la de Cabrera es de textura áspera y adusta, la de Fattoruso tiene un timbre casi etéreo, reluciente y juvenil, que no parece que saliera de su cuerpo.
La interacción instrumental entre ambos amplió la paleta tímbrica de la música de los dos y por momentos –sobre todo cuando Fattoruso se encargó del piano– la música se unió en una especie de arte de entretejer el sonido, y era difícil rastrear el origen de algunas destellantes notas. Por ejemplo, Cabrera, que tiene flor de pericia para tocar armónicos, por momentos hizo sonar alguno que parecía del piano o viceversa.
“La garra del corazón”, de Cabrera, ganó un color más tanguero que el que ya tiene la original, por las vibrantes y serpenteantes notas del acordeón de Fattoruso. Fue uno de esos momentos en los que las capacidades de cada uno se potenciaron para dar algo superior, similar a lo que sucedió, con los mismos instrumentos, en “El tiempo está después”, también de Cabrera.
“Un camino que comienza, amor, / y es porque otro se termina; / como todo en esta vida, amor, / hay tristezas y alegrías”, cantó Fattoruso en “Destinos cruzados” (original de HA Dúo, Fattoruso con Albana Barrocas), otro de los puntos altos, con el piano danzarín. En “Desterrado”, otra de Fattoruso, casi un milongón, ambos músicos se turnaron para encargarse de la voz y en el entrelazado de instrumentos –guitarra y teclado– estalló una de las explosiones de sinergia más grandes del concierto, desprendiendo una ternura amarga y pop.
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No tenía a mano el famoso aplausómetro que usaba Cacho de la Cruz en sus programas de televisión, pero me la juego a que la ovación más grande y larga se escuchó luego de que ambos tocaran “La casa de al lado”. Y no fue para menos: se sabe que es la canción más grande de Cabrera y que a su vez a Fattoruso le gusta bastante –la grabó dos veces, una con Barrocas y otra con Rey Tambor, en versiones bien distintas–.
Al contrario de la versión original de Cabrera –que ostenta muchos instrumentos–, esta fue la más minimalista posible, sólo con el piano de Fattoruso –y algún coro de él, incluyendo el contrapunto del final– y la voz del cantautor –Cabrera dejó muda su guitarra, como para que lo escuche atenta–. El piano le dio otra cadencia, un poco más lenta, brindándole un aura aún más melancólica; a su vez, Cabrera varió un poquito algunos tramos de la melodía, como de costumbre.
Por desempeño individual, fue en “El loco” donde Cabrera tuvo mayor destaque, porque es una canción harto difícil de interpretar –las palabras salen a velocidad de metralleta– y se mandó un subidón de intensidad que aún debe retumbar en las paredes del legendario Solís. Del otro lado, Fattoruso hizo de las suyas en “Candombe en tres”, haciendo gala de esos dedos mágicos que llevan el pulso rítmico callejero de Barrio Sur. “¿Cómo lo ves?, este candombe en tres, / no puedes distraerte, pues quedas al revés”.
Cabrera y Fattoruso se despidieron del público y agradecieron. Miré el reloj y había pasado una hora y 20 minutos desde que se abrió el telón. Me pareció poco y mucho al mismo tiempo, por la intensidad del viaje sonoro. Los músicos no hablaron en todo el recital, excepto por Cabrera, que en un momento comentó, justamente, que se olvidaron de decir qué canciones tocaron. Pero estoy seguro de que a la mayoría del público se le quedaron grabadas, aunque no sepan ni cómo se llaman.