Antes de conmemorar, a tontas y a locas, lo anunciado en antetítulo y título, mejor ir juntos a una de las 74 salas montevideanas disponibles en 1924.
Ser parte –la escritura puede operar estas ficciones– de los 2.590.314 espectadoras y espectadores, algunos cinéfilos, otros fans, que durante ese año concurrieron afanosos al cine. Osvaldo Saratsola nos regaló esa cifra portentosa, para una población de 422.499 habitantes, y no dejamos de agradecérselo. Pero sigamos. En julio de ese año, Martín Martínez, bajo el seudónimo de Martín Chico, desde la revista Mundo Uruguayo, nos lleva con su artículo “Vamos al cine”. Y con él, marchamos.
“Entro, y me dirijo a la fila menos ocupada, para estar más tranquilo, y poder colocar mi sombrero y gabán sobre el asiento lindero. Pero poco a poco la sala se va llenando, y ya no quedan vacíos sino los sillones de la extrema vanguardia, los cuales sólo ocupan los desesperados, los que no encuentran mejor lugar, pues, visto de allí, todo lo que sale en la pantalla aparece finito y largo, como si en el mundo no hubiera otra cosa que escarbadientes y palos de teléfono”.
Martínez nos coloca ante una de las tantas variables de la recepción: las deformaciones en lo visto y su consecuencia, las ansiedades de la platea, aunque no todas las salas tenían las mismas comodidades –las había centrales y barriales, ostentosas y modestas– y esos desperfectos seguramente variaran.
“La orquesta es de las llamadas típicas, y no ejecuta sino tangos, maxixas y shimmys, así que los descarrilamientos, asesinatos, asaltos, robos y escenas amorosas llévanse a cabo al compás del ‘Piccolo navio’, cantado por los músicos, o el ‘Talán, Talán, pasa el tranvía por Tucumán’, también coreado, de manera que la vista y el oído libran una batalla formidable, y la atención del espectador se desvía a cada instante en favor de uno u otro sentido. Es como si Otello, al degollar a Desdémona, se pusiera a entonar las notas plácidas de ‘La violeta’, o los compases vibrantes de ‘Mi bandera’”. La matriz musical, compinche de la imagen en movimiento desde los inicios del cine, parece tomar un nuevo giro, el de las últimas modas, sea en materia de géneros como de canciones (“Piccolo” y “Talán” habían sido estrenadas ese año por Carlos Gardel, algo que no está en el texto, pero aquel público lo sabía).
Martínez juega con las posibilidades cómicas que dicha novedad le permite, e instala la tensión entre primicia y tradición (aquella de las sinfonías que, pareciera, habían ofrecido fusiones intermediales más solidarias o armónicas). En ese choque entre imagen y sonido, se vuelve evidente el precio a pagar por una modernidad sonora a rajatabla.
Como si hubiera supuesto este rescate, Martínez acumula especificidades propias de aquella forma de estar en el cine: “La familia que tengo fronteriza, compuesta por un casal ya maduro y cinco vástagos de diferente sexo, comenta a voz en cuello las escenas culminantes del drama, y como el papá, que es la testa sapiente, se duerme a cada momento con placidez admirable, lo sacuden minuto a minuto, al estilo coctelera, para preguntarle qué quiere decir, pongamos por caso ‘folklore’, a lo que el hombre contesta muy suelto de cuerpo que eso viene a ser algo así como ‘muchos loros’ o ‘pocos loros’. De la cantidad no está muy seguro, pero es indudable que se trata de loros”. Este registro de la conversación en la sala tiene como subproducto el proceso –raramente capturado por la letra, al menos en nuestro país– de construcción de sentido a partir de la lectura de las placas o intertítulos, parte clave de la experiencia durante el período silente.
Un proceso que podía ser de lectura privada o colectiva, y hasta familiar, y que, en el apuro por entender lo escrito, podía resolverse de manera correcta o aparatosamente errada. Para terminar de alojarnos en ese 1924, cerremos con un último triple salto mortal que atañe a lo técnico (y el técnico), el público, el corpus. “De pronto ataca a la máquina una especie de vértigo, y saltan los personajes y las letras tal que impulsadas por un pavoroso sacudimiento sísmico. Entonces la sala entera patea terriblemente. Reprime el operador su brioso aparato, y continúa el drama, del más puro estilo norteamericano”. Martínez no menciona ni la sala en que se desarrolla la función ni la película vista, pero sí se refiere al inmediato feedback del público y, otro dato clave para completar nuestro cuadro, a la instalación y hegemonía, en el mercado local, de las producciones hollywoodenses; a comienzos de los 20, distribuidas por compañías locales como Max Glücksmann y Cinematográfica Nacional, luego directamente afincadas en el Río de la Plata; en síntesis, a nuestra condición como país, de consumidores de ese producto importado.
Tampoco nombra actores, pero sabemos que ese star system ya estaba plenamente instalado y que los hoy casi desconocidos Mildred Harris, Shirley Mason, Frank Mayo, Vera Raynolds y William Farnum se pavoneaban por las tapas y páginas de la prensa uruguaya. Y sabemos más: que preocupaba la formación del fan autóctono, y que esta pasaba incluso por la correcta dicción de esos nombres foráneos, como demuestra “Cómo se pronuncian los nombres de algunos artistas de cine”, una nota de mayo aparecida en Mundo Uruguayo, que incluía en la lista a Mason “shérli méison” y Farnum “uíliam fárnan”.
Pero basta de preámbulos. En ese contexto, material y simbólico (al que habría que agregar la flamante victoria olímpica futbolística, porque todos la tenían en mente), se estrenan las producciones nacionales mencionadas al comienzo, y no son las únicas. Pero estas son excepcionales. No se había dado, ni se daría durante todo el período silente, que en el mismo año coincidieran dos largometrajes de ficción nacionales. Ni que, mientras en la capital pasaba eso, fuera de ella, en el departamento de San José, se gestara una ambiciosa empresa de noticieros cinematográficos. Es un momento de franca ebullición.
Como lo es, en parte, este año para el silente uruguayo que participará en la cuadragésimo tercera edición de las jornadas del cine mudo de Pordenone (Italia), uno de los eventos más prestigiosos del mundo, y de los más exigentes en materia de calidad fílmica. No entra cualquier film. Esta vez, y para la primera gran retrospectiva sobre América Latina desde que empezó el festival, van a estar presentes dos películas: una de nuestras homenajeadas, Almas de la costa, y Del pingo al volante (Kouri, 1929).1
Almas de la costa
Para anclarnos en una fecha concreta y, a partir de ella, comenzar eufóricos las conmemoraciones, fijemos el 24 de setiembre de 1924. Ese día se estrena en el cine Ariel Almas de la costa, dirigida por Juan A Borges. En realidad, la película estaba programada, según las previas, para el 17, pero se demoró –según datos que la promoción del film concede a la prensa– por cuestiones técnicas y estéticas, entre ellas, la de colorear (o virar) el nitrato, de lo que se encargó uno de los más importantes técnicos del país, Henry Maurice. El día antes se había hecho una exhibición privada para cinematografistas y prensa, y ese mismo 23 salieron las primeras reseñas.
Estas describieron la fotografía nítida, los preciosos efectos de contraste, los cuadros luminosos, la apropiada decoración interna y la aceptable actuación de la protagonista, Norma del Campo, y su movimiento en escena “correcto, no exagerado”. Y se nombraron fallas que no habían quitado mérito. Dirigida por un estudiante de medicina que no volvería a disfrazarse de cineasta, la película pone en escena las tensiones y conflictos de un triángulo amoroso surgido en un humilde pueblo de pescadores, espacio y clase social a contramano de ese Uruguay perfecto que se construía y promocionaba para consumo interno y externo.
Ese triángulo de base, que organizaba la mayoría de las producciones de aquí y de allá, se sazonó con lo que hoy identificaríamos como irrefutable violencia de género y una de las patologías más temidas en la época, la tuberculosis. Todo resuelto hacia el final, con la redención del violento y la cura y ascenso social de la protagonista principal. Lo descrito se puede ver en lo que quedó del metraje original, puesto que, a diferencia de la otra ficción festejada, esta sobrevivió y fue recompuesta y magníficamente digitalizada.2
Pero detengámonos en ese 24 de setiembre, ya dentro del cine Ariel, ubicado en 18 de Julio 1215. Y, creyendo en la crónica del estreno, de El Diario, imaginemos el largo aplauso de los 1.000 espectadores que asistieron. Y los otros que vinieron, pues la película se mantuvo varios días en cartel, en diferentes cines de la capital (donde, se dijo, “agotó localidades”), y en noviembre se estrenó en el teatro Nacional, de San José de Mayo, exactamente donde nos tocaba ir ahora.
Actualidades de San José
Estamos en el maragato teatro Macció. El 15 de octubre de 1924, ante una sala muy concurrida, se estrenó la primera entrega de Actualidades de San José, una serie de noticieros producida por la empresa San José Film, del fotógrafo y neocineasta Juan Chabalgoity. La idea era tan genial como quimérica: utilizar el formato de los noticieros foráneos (mix de crónicas montadas en aproximadamente unos diez minutos de duración) y adaptarlo al ámbito local (y por local se entiende el interior, no el país entero).
Su empresa, que hoy llamaríamos unipersonal, produciría con frecuencia continuada estos cortos, ocupándose de todas las etapas: filmar, revelar, editar, crear los títulos y demás placas, promocionar y presentar. Y si la genialidad es evidente –narrar el interior, sus eventos mundanos más destacados, la modernidad de sus instituciones, los avances de su infraestructura–, puede que la quimera no lo parezca tanto, pero lo era pues la distancia entre las condiciones y costos de producción actuales y las de hace 100 años es inmensa.
De hecho, dos años después, desde la prensa se lamentó que el joven Chabalgoity no obtuviera “el apoyo público y oficial que se merece por su constancia, su inteligencia y su actividad”. No es este el momento de entrar en la añeja discusión sobre el financiamiento estatal al rubro audiovisual, pero sí quizá de hacer presente que el debate es, por lo menos, centenario. Pese a no lograr hacerlo con la frecuencia esperada, Chabalgoity cumplió con parte de la promesa: llegó a producir, en aproximadamente cuatro años, cinco noticieros que, felizmente, se conservan.3
El programa ofrecido al público el día del estreno combinó, así se usaba en la época, la proyección de vistas fijas (concretamente, fotografías de un evento organizado por las Legiones de Templanza y de una kermese) y móviles, las que nos convocan a esta fiesta, “Actualidades de San José, n. 1”. Estas comprendían: un partido de fútbol Maragatos vs. Helvéticos, uno de básquetbol Titanic vs. Las Piedras, noticias sociales y escolares, y actividades en el hipódromo.
Pero ni los avisos, previas o notas posteriores hacen referencia a lo más importante que se vio en esa sala. Chabalgoity usó ese noticiero (y los que vendrían) como campo de experimentación técnica, concretamente en coloreado y stop motion (en animación corpórea, para el estado actual de la investigación sobre cine silente en Uruguay, es el pionero). Tras las cinco entregas de los años 20, volverá a la acción en los años 50 para producir otros noticieros, junto al joven Luis Pugliese, y más tarde protagonizará un film que debería ser de culto, La sangre humana capta y fija imágenes (1969), dirigido por Pugliese. Pero esto merece otros, futuros, festejos.
Una niña parisiense en Montevideo
Volvamos a la capital. Es el 14 de noviembre de 1924, a las 21.30, en el teatro Solís. Ya empezó la orquesta a tocar la overture que acompaña la proyección de Una niña parisiense en Montevideo, de Jorge M de Neuville. La película fue producida por la compañía Uruguay Pictures e interpretada por actores de revista del medio como Perla Mary, Tito Rebenque y Nieves Alonso, además del propio De Neuville. Dado que está perdida –como el 80% de los films silentes en el mundo–, sólo podemos apelar a los rastros que quedaron en la prensa, fruto de la fuerte campaña publicitaria que la anunció, pero también de las previas y reseñas que cubrieron el acontecimiento.
Entre ellos, vale la pena citar la trama aparecida en La Razón: “Una niña rica y caprichosa se deja sugestionar por la lectura de libros de aventuras que pintan nuestro país como poblado por indios y fieras. Sueña luego que se embarca en un pailebot que naufraga y cae en manos de una tribu salvaje; después de peripecias emocionantes, la mujer del cacique le devuelve la libertad y… se despierta. Impresionada por su sueño, decide ir a presenciar la exhibición de una cinta uruguaya que le demuestra su error, haciéndole comprender que en vez de guerreros indios tenemos militares de prestigio; en vez de fieras contamos con una ganadería de primer orden, y durante el desarrollo de la película se evidencia, por la belleza de los paisajes, la perfecta organización de nuestros colegios, la suntuosidad de nuestros palacios y la alta sociabilidad de nuestro pueblo, que no tenemos nada que envidiar en cuanto a progreso y cultura a las grandes naciones del viejo continente”.
Sin dudas, la película estaba construida para mostrar la modernidad del país (y parte de ella fue, para deleite de los cinéfilos, ese recurso del cine dentro del cine). Lo que no aparece en la trama, pero sí en otras fuentes, es la potente red que su director estableció con instituciones y empresas locales: Elegancias, Dernier Cri, Le Bon Marché, Cabrera Aguerre, Martinelli, Instituto Crandon, Escuela Militar, Ministerio de Guerra. Perdida la película, es imposible saber si también tendríamos que, a regañadientes, conmemorar tempranas formas autóctonas de product placement, de la alianza entre mercado y obra. Pero quizá ciertas cosas es mejor no saberlas.
Hace justo 100 años
Que hay que festejar, hay que festejar. Con platillos y con bombos. Y a veces hasta con más. Pero siempre es mejor asegurarnos de no llegar a la reunión emperifollados y con toda la parafernalia la hora, el día o el año equivocados. Algo así pasó con Almas de la costa, que asume, a estas alturas, las vetas del “caso”. Si en los años 50 y 60 las referencias registraban 1924 como el año de estreno, posteriormente se la dató en 1923. Y así se la festejó el año pasado. Sin embargo, con los diarios de la época en la mano aparecen, incuestionables, los anuncios de su estreno hace justo 100 años. Las voces de los periodistas que estuvieron allí son la prueba número uno. La prueba número dos nos la da la película misma. Si mirada atentamente –en realidad, no tan atentamente, simplemente si mirada–, Almas de la costa contiene la clave para datarla correctamente: hacia el final, los protagonistas leen una Mundo Uruguayo, de tapa visible y, por lo tanto, rastreable. Concretamente, el número 285, año VI, del 26 de junio de 1924.
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La digitalización que se verá en Italia de Almas de la costa es una versión mejorada de la realizada en la Cineteca Nacional de México, citada en la nota siguiente; la de Del pingo al volante es la realizada, en 2018, por el Laboratorio de Preservación Audiovisual (LAPA-AGU, Udelar). ↩
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La digitalización y recomposición de los fragmentos existentes de la película fue obra de Nelson Carro y Haydé Lachino, en el Laboratorio de la Cineteca Nacional de México. La película se estrenó en la sala 18 de Cinemateca Uruguaya en el marco del 33° Festival Cinematográfico de Uruguay en 2015. ↩
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La digitalización de esta y otras entregas de la serie fue realizada en 2019 en el Laboratorio de Preservación Audiovisual (LAPA-AGU, Udelar), en el marco de un Proyecto del Grupo de Estudios Audiovisuales, financiado por la CSIC y el EI de la Universidad de la República. ↩