Gran parte del amor y odio que envuelve a Longlegs tiene que ver con cómo Osgood Perkins la filma desde una inmensa profundidad de campo (haciéndonos creer espectadores activos en la anticipación y descubrimiento de nuevos horrores) a la vez que centra obsesivamente a los personajes (algo que genera un efecto espectatorial casi contrario, como si llevara de las narices a la audiencia hacia lo único que le interesa).
Esta incongruencia técnica/ética es cierta, pero adquiere otra dimensión al analizarla desde el verdadero tema del film, que es la insoslayable mano del diablo en los asuntos de los humanos.
Al analizar a Longlegs desde esta premisa, esa manipulación del espacio mantiene íntima relación con Satanás como personaje y concepto: una entidad que aguarda en cualquier recoveco del plano (sobre todo en la forma de una multiplicidad obsesiva de triángulos), a la vez que persigue, encuadra, recorta. En la profundidad de campo está su omnipresencia, en la centralidad de sus encuadres su omnipotencia.
Una pista de esto se da en la primera escena. La imagen parte del interior de un auto anónimo, pero no obedece a un punto de vista objetivo, mucho menos a un establishing shot, sino que está dada desde el punto de vista subjetivo de una de las muñecas de porcelana que serán cruciales en el tercer acto del film. La vista desde la ventanilla, el extraño velo negro que rodea el lente y después los lejanos planos/contraplanos entre la casa solitaria y el automóvil no es otro que el intercambio de miradas entre la niña y la muñeca (no entre la niña y el conductor, como parecería en primera instancia), dos miradas que quedarán anudadas para siempre en un contrato siniestro. Todo lo que vemos está mediado por el diablo.
Un breve rodeo sobre la mejor ropa usada por un asesino en serie
Lo que sucede inmediatamente después cierra una gran primera escena, de las más ominosas e intraducibles que recuerde en el cine de horror desde It follows (David Robert Mitchell, 2014). Es tan buena que, de quererlo, la película podría haberse cerrado ahí, tomando la forma de un cortometraje (un cortometraje tan abierto y oscuro que, a decir verdad, podría haber sido más redondo y efectivo que el film que le sigue). La mirada de la niña –que era amplia, casi panorámica– se da de lleno con el intruso que llegó en aquel auto, y ahora se cierra en un plano incómodo, que apenas llega cubrir cintura, torso y mentón del desconocido.
En vez de la indumentaria oscura que suele vestir a la inmensa mayoría de villanos del horror, la ropa que envuelve al intruso (que a partir de ahora llamaremos Longlegs) se vuelve imponente en lo desvaído de sus tonos pasteles: una campera de jean nevada con cuello de corderito, debajo un chaleco lila de botones nacarados (la estela de óxido de miles de usos derramándose hacia sus costados), una camisa gris y un pañuelo que tapa la papada de una pera extrañamente regordeta y blanduzca... capas y capas de ropa y colágeno de lo que parecería más bien una vieja coqueta caída en desgracia que el responsable de más de treinta muertes indescifrables.
Esta indefinición se continúa con la voz: “Si ahí estaaaaa... la chica casi-cumplañera...”. La voz, que parece como la de una señora elogiando un perrito –sólo que pasada por un intenso cóctel de anfetaminas y ansiolíticos– toma un poco de aire y continúa: “Oh, pero parece que usé mis piernas largas hoy. ¿Qué pasaría si...”. La presencia se agacha súbitamente y unos violines disonantes estallan dando pie al título del film. Es una milésima de segundo y no llegamos a ver del todo el rostro de Longlegs, pero ya es suficiente para saber que hay algo que no cuadra bien ahí, una indefinición que es la misma esencia de lo siniestro.
Uno podría decir que la elección de filmar a Nicolas Cage tan recortado es otra de las manipulaciones del director (un buen recurso para hacer la superefectiva campaña mediática del film), pero en ese plano está toda la indefensión de una niña que no tiene las herramientas para encuadrar lo que está viendo.
Nosotros tampoco sabemos qué estamos viendo durante gran parte de la película, pero las imágenes y las pistas se dan de la misma manera con la que arremeten las intuiciones psíquicas de esa niña (que más tarde se convertirá en detective del FBI): certezas que aparecen fuera del razonamiento “como algo que te toca el hombro y te señala dónde mirar”.
Una breve reflexión sobre lo traumático
Hay algo extraño que siempre me pasa con las películas de horror: me perturba (o incluso asusta) lo más común o verosímil dentro de lo anormal. Así, al reflexionar sobre qué es lo que me dio tanto miedo de ese inicio, me doy cuenta de que es justamente esa visión segmentada de la niña, porque la asocio a ese aspect ratio maligno del que están hechos los traumas.
La detective sigue una serie de pistas que terminan desembocando en ese recuerdo inicial. Ella no sabe si aquel encuentro fue algo que realmente sucedió o soñó. La madre no le dice que sí ni que no, sino que, en definitiva, todo lo que busca está en su cuarto. Es ahí que en una caja con Polaroids viejas encuentra la imagen de aquel intruso, algo que de golpe confirma eso que siempre estuvo ahí, negado.
En mi tiempo de trabajo como psicólogo clínico he visto en numerosos pacientes algo casi idéntico: una imagen traumática, eludida, postergada, recortada, incompleta, que de golpe adquiere la nitidez y contundencia de una Polaroid revelada. Y, a su vez, una especie de dificultad de entendimiento que adquiere una dimensión de fábula horrenda, como la de esa súbita agachada de Longlegs, a la altura del rostro de la niña, que toma la forma literal y a la vez poética de una especie de bruja que en vez de arrodillarse se cambia de piernas.
Triángulos de Malevich
El resto de la película no está a la altura de todas estas puntualizaciones. Como le suele pasar a Osgood Perkins en la mayoría de sus films, el director es mucho mejor para generar ambientes que para narrar historias, y todo lo que no es una combinación abstracta de tonalidades y sensaciones, es decir, todo lo que depende de la narrativa del dispositivo policial, está agarrado de los pelos, como si la historia fuese un capítulo de True Detective contado por alguien que lo soñó y ya no recuerda bien.
Algo de esto pude descubrir en mi segunda visualización del film. La primera vez que lo vi no me gustó, estaba muy pendiente del procedimiento policial (el costado más El silencio de los inocentes de Longlegs) y todas estas incongruencias y agujeros de trama terminaron por afectar lo impactante que me había resultado el comienzo. En las segundas visualizaciones uno espera agudizar la vista, pero en mi caso fue exactamente al contrario: estaba muerto de sueño y en la tranquilidad de mi casa, con la computadora sobre la mesita de luz al lado de la cama y mi cabeza sobre la almohada. En numerosas ocasiones dormitaba, pero de alguna manera el sueño logró reordenar los planos y sucesos: ahí, entremezclados, el inmenso cielo gris de Oregón, el pasto ceniciento, las luces mortecinas, el negro sobre negro como el negativo maligno de triángulos malevichianos y ahí, reflejado en la pantalla de la computadora, mi rostro cansado y el diablo esperándome detrás.
Longlegs: el coleccionista de almas. 131 minutos. En salas.