Escucho un programa de radio en el que la gente llama y deja mensajes. A veces piden canciones y a veces sólo es un saludo, o una descripción breve, como una fotografía del lugar, un flash iluminando una escena única: el camionero manejando en una noche de lluvia, la mujer con su sobrina haciendo tortafritas, la voz de un joven que dice que fue padre recién y no vemos su sonrisa, pero la imaginamos.

Los escucho y me pregunto por qué soy yo y no ellos, ¿por qué no soy Myriam de la Curva?, ¿por qué no soy Hugo de la Unión o Mabel de Pocitos?, ¿por qué soy yo? Recuerdo habérmelo preguntado ya de niña. ¿Por qué soy yo y no mi compañera de banco?

Qué raro que es preguntarse eso. O quizás no, quizás no sea tan raro. Quizás todos se lo preguntaron, en algún momento de sus vidas, y lo olvidaron. Y esa es la única diferencia. La posibilidad del olvido, de minimizar algo hasta hacerlo desaparecer, de dejarlo a un lado porque se sabe que no aportará nada. Nada.

“Escribo lo anterior y enseguida me digo: no exageres, no te hagas el Maldoror, el devorador de océanos, el que vino a la vida para sufrir por los demás. Sé como en realidad te gustaría ser, gente común, hijo de tu madre y de tu padre, sin cosas raras”. Esas palabras no son mías, son de Carlos Liscano, de su libro El escritor y el otro, publicado en 2007. Se las robo para colocar acá como si fuesen mías, porque una cosa llevó a la otra, y porque eso que él se dice me lo digo también a mí misma: “No te hagas, no te hagas”.

Pero está, además, esa otra pregunta, que también se plantea Liscano, y que según afirma es “la única pregunta que vale la pena hacerse”: “¿por qué soy como soy?”. Buscar allí y encontrar, al menos, algo, “un pedacito de significado”, dice; ese retazo de verdad, como un simple remache que alguien o algo agregó, y que lo significa todo. Todo.

A los cinco años, a la hora de la salida de la escuela, me escondí en un ropero del salón de jardinera. Todos los niños salieron cuando tocó el timbre, menos yo. Primero me acompañó en “la aventura” un niño, otro niño del que no recuerdo nada, excepto su silueta allí, junto a mí. Pero él fue más sensato y salió, dijo que se iba y se fue. Yo dije que me quedaba y me quedé. Quieta y en silencio, sin esperar nada.

Eso creo ahora. Creo que no estaba esperando nada. Sólo me escondí y experimenté por primera vez, y de primera mano, cómo se sentía estar escondida un largo rato; cómo se sentiría. Sólo me ejercité, un poco. Sin saber que después iba a practicarlo, que iba a ser parte de mi vida, ese tipo de soledad que por momentos es, también, aislamiento. Hablo de la escritura, claro. Ese oficio funambulesco.

“Me refugiaré hacia adentro. Haré un hueco dentro de mí para protegerme”, escribe Liscano, refiriéndose a una etapa particularmente difícil de su vida, la salida de la cárcel, a sus 36 años, después de 13 años preso. Sobre esa mañana, la mañana de la liberación –un 15 de marzo de 1985–, escribe: “Yo no era nada ni nadie. No tenía oficio, casa, plata, documentos, padres, hijos, algo que me habilitara para trabajar, ropa, documentos, relaciones”.

Refugiarse hacia adentro fue un acto de soberbia, dice –como los infinitos actos de soberbia que llenan nuestras vidas–, y también un gesto de supervivencia, el único modo que encontró de salir adelante. Algo que con el tiempo se convirtió en una forma de vida: “En ese hueco he vivido, aquí estoy”, escribe varios años después de aquella mañana, a sus 54 años.

Ahora, leyendo este precioso libro de Liscano, y salvando las distancias, claro, pienso que en aquella decisión, a mis cinco años (el escondite, la desaparición, el acto de magia), estaba también mi necesidad de refugiarme, de encontrar mi propio salvoconducto, ya que de algún modo intuía que mi nueva vida social –esa sociabilidad intensa y abrumadora de la clase de jardinera, y de la escuela en general– no era más que un punto de partida, un comienzo; la pequeña muestra de lo que la vida traería después, de forma inevitable.

Hice, entonces, un hueco dentro de mí para protegerme. Allí he vivido, allí regreso cada tanto, siempre.

Oigo el sonido de la lluvia del otro lado y vuelvo a prestar atención a la radio, subo un poco el volumen y escucho los mensajes de Camila de Fray Bentos, que escucha el programa junto a su madre; de Julio de San Jacinto, que dice “acá ya se largó a llover”; de Mirta de Tambores, que escucha la radio, cuida a su nieto y prepara un puchero, todo al mismo tiempo; y también del camionero que llama por segunda vez para pedir un saludo para su suegro y que por favor pasen “Camionero”, del gran Roberto Carlos.