¿Qué abordajes mediáticos, qué desfasajes tecnológicos, qué concepciones de las relaciones interpersonales hicieron posible al desenlace judicial y al crimen en sí?

Como broche de oro de los casos judiciales de 2024, el tribunal de Aviñón condenó el 20 de diciembre a Dominique Pelicot a 20 años de prisión por violación agravada y otros cargos relacionados contra su entonces esposa Gisèle Pelicot, y a otros 50 hombres apenas a entre tres y 15 años por su participación en las agresiones que se cometieron bajo sumisión química durante un período de diez años.

A pesar de haberse valido de todos los clásicos de las defensas de los violadores –la abogada mujer, el discurso de arrepentimiento, su supuesta condición de víctima infantil–, el principal acusado recibió la pena máxima prevista por la ley y la condena social más compacta y unánime que hayamos visto hasta ahora en casos de amplia difusión mediática. Sólo podemos especular con cuál hubiera sido el veredicto si este juicio se hubiera celebrado a puertas cerradas y sin la trascendencia masiva que tuvo.

Muchos delitos graves, y por lo tanto sus perpetradores, pasan desapercibidos para el total de la población hasta que se cometen contra la que sería, desde la perspectiva del perpetrador, la víctima equivocada. Esa Marita Verón cuya madre nunca dejará de buscar y desde esa búsqueda ha conseguido la exposición de la trata de mujeres en Argentina y el resto del continente, así como la liberación de muchas de sus víctimas y el enjuiciamiento de algunos de sus responsables. Mientras que en otros casos, no menos dolorosos, una avalancha de urgencias y abandonos obligaron a la resignación de que la hija, la hermana, la madre ya no volverían, o tendrían que vivir con las heridas abiertas.

La víctima correcta

Visibilizada y citada en portadas de revistas, persona del año para The New European, ícono feminista, la dignidad de Gisèle Pelicot no es mayor que la de muchas otras víctimas de violación. Lo que la diferenció fue, en principio, su capacidad de tomar decisiones radicales y hacer cara a la sociedad, la actitud necesaria para que “la vergüenza cambie de bando”, como ella misma declaró. Pero esta cualidad no tendría el mismo efecto en cualquier persona que salga a denunciar hechos de violencia con elocuencia y decisión. Muchas víctimas cuyas historias han salido a la luz pública han sido acusadas de afán de protagonismo, interés económico o venganza.

Rara vez nos hemos encontrado, y quizás nunca antes en un caso de tanta difusión, con una víctima de delitos sexuales de más de 70 años. Esto le da la libertad, por llamarlo de algún modo, de que todo lo relacionado con su imagen y su contexto social tome un carácter diferente. Según los parámetros de nuestra cultura, no será interpretada por el gran público como un objeto sexual, su futuro profesional o económico no estará contaminado por su imagen, sus hijos son personas adultas que la apoyan y acompañan, sumado a otros aspectos más banales, pero no por eso menos efectivos, como su condición de europea blanca, su imagen cuidada, su forma de expresarse.

Los daños, sin embargo, no son medibles de forma comparativa. En otro sentido, también hay factores que vuelven a Gisèle Pelicot más vulnerable, ya que la destrucción de la memoria de diez años de su vida, la incertidumbre y la necesaria reinterpretación de su propia historia durante los otros 40 que compartió con su agresor le dejan un escaso margen para sanar, olvidar y empezar otra vida. Convertirla en una estrella pop pone en riesgo su propia condición de víctima en recuperación, convierte sus miserias en un mérito que podrían vaciarlas de sentido.

Según cuenta su hija Caroline Darian en el libro Y dejé de llamarte papá, la actitud de Gisèle Pelicot no fue siempre la misma. Durante el primer año del proceso, oscilaba entre la negación y el desánimo, la compasión por su marido y la necesidad de recuperar y validar en la memoria al hombre que supuestamente había sido antes de los hechos probados. No es difícil suponer que tomar el toro por las astas e invertir sus energías en el acto jurídico y público fue el camino que Gisèle Pelicot tomó para salvar su integridad. Pero no hay que perder de vista que este no fue un camino que haya elegido libremente, sino un camino al que fue obligada, el único que tenía para reconstruirse. Y que nunca sabremos hasta qué punto lo consiguió o lo conseguirá. Y que de aquí en adelante será esa persona, y no la que hubiera elegido ser.

Otra de las cosas que la favorecieron es su absoluto desconocimiento de los hechos y la existencia del material fílmico, la conciencia de que el veredicto no dependería en forma sustancial de lo que dijera o dejara de decir. Incluso en el caso de que alguien la acusara de buscar revancha o protagonismo, esto no podría poner en duda la veracidad de los hechos. Cualquier otra persona que hubiera manifestado un ínfimo gesto de ambigüedad o de duda, aun en la conmoción, el desconcierto o en un estado alterado de conciencia, se hubiera sentido insegura de permitir que se exhiba ese material en una audiencia pública.

Este es un hecho de gran importancia. La decisión de Gisèle Pelicot de permitir y presenciar la exhibición de las pruebas deja en claro que ella no lo considera como parte de su intimidad, sino como un acto de violencia. El desconocimiento colectivo de este tipo de materiales genera una idea falsa del carácter de su contenido, ya que se asemejan más a un video snuff que a uno de pornografía casera. El conocimiento verificado de esa realidad debería ayudar a una mejor comprensión de la realidad de la violencia sexual.

La violación no es ni debe ser entendida como un comportamiento sexual, sino como un comportamiento violento. Sirve, entre otras cosas, como respuesta a preguntas tan banales y repetidas en redes sobre cómo pudieron, cómo pudo –por ejemplo– un muchacho de veintipocos años violar a una señora de más de 60. Porque la excitación y el placer obtenidos no están relacionados con la persona que se tiene delante, sino con la experiencia de poder. Y este enfoque tiene la posibilidad de cambiar también las políticas de prevención contra la violencia sexual y contra la violencia toda.

Los ejes del debate

El caso Pelicot dio un golpe de realidad sobre el asunto de la sumisión química, tantas veces cuestionado. Cómo la mujer pudo no darse cuenta es otra de las preguntas banales que rondaron el inicio del debate y rápidamente fueron apagándose. Pero se ha debatido más sobre la finalidad de la intoxicación involuntaria, sobre la sumisión en sí, que sobre la acción de intoxicar. Los cargos por los que fue condenado el principal acusado no incluyen ninguno de lesiones personales (o como sea que se denomina en el código penal francés).

El hecho de haber administrado sustancias extrañas a una víctima ocasionando un deterioro notorio a su salud, que, de no haber sido frenado a tiempo, iba a conducirla a una muerte anticipada no ha sido juzgado como tal. Si bien esto puede tener que ver con estrategias legales o prioridades de la fiscalía que desconocemos, es un acto que está en la base de los acontecimientos y de la filosofía que los sustenta. Es el primer abuso de poder, la primera apropiación del cuerpo del otro. Y toda esta historia se trata, en realidad, de apropiación.

Tampoco ha sido juzgado por delitos de asociación para delinquir o similares. Por lo cual los tejemanejes que tuvieron lugar en el espacio virtual han quedado fuera del ojo estricto de la justicia. El propio acusado ha intentado descargar su culpabilidad en la accesibilidad de las redes y el ingreso a una especie de mundo ficticio, lo cual está lejos de ser una buena disculpa, pero sí un marco que invita a ser analizado.

El criminólogo español Vicente Garrido ha señalado la existencia de estas plataformas virtuales como una de las condiciones necesarias para el delito o, al menos, para las pavorosas dimensiones que alcanzó. Es un debate sobre el que la sociedad da vueltas en círculo sin llegar a su núcleo. Pero también es un debate urgente, porque los hábitos tecnológicos parecen desarrollarse más rápido en el cerebro humano que sus dimensiones filosóficas o éticas y cada vez abarcan más aspectos de la organización social en un proceso, probablemente, sin retorno.

La plataforma virtual en la que Pelicot reclutaba violadores ha sido cancelada. Pero es más que seguro que existen otros espacios similares y, a medida que se vayan cerrando, se abrirán nuevos que a las autoridades les llevará años detectar. Además de poner en consideración las necesarias reglamentaciones, controles o prohibiciones, zigzagueando la peligrosa cornisa de las libertades individuales, la socialización en espacios impalpables, sin contexto social, y que admiten la discontinuidad y el anonimato, pone sobre la mesa la naturaleza de los valores humanos y la forma de educar en ellos, no sólo en el marco formal, sino en el espacio comunitario.

¿No es acaso alarmante el silencio mediático de otras opiniones? ¿Dónde están los usuarios de esos foros, los antifeminismos tan sonoros en otras ocasiones? ¿Por qué no salen, al menos, a marcar el límite? Esto nos habla del espacio virtual como un territorio con enormes zonas de oscuridad, donde podemos ser y hacer cosas que nunca haríamos frente a la comunidad, si es que todavía existe algo que pueda llamarse comunidad. Porque también nos habla de la soledad, la desesperación, la falta de sentido que conduce a personas vulgares y corrientes a ese territorio.

Curioso es, sin embargo, que el concepto más discutido en el debate sea el del consentimiento, a partir de un caso en el que no debería estar en discusión, ya que claramente la víctima no tuvo posibilidad de emitir mensaje alguno, siquiera equivocado o ambiguo. Y claro está que las argumentaciones de los acusados que han querido relativizarlo no han sido más que burdas estrategias de defensa. Aunque ¿podemos estar seguros de esto?

El consentimiento

Es evidente, aunque las declaraciones de muchos de los condenados intentaron desmentirlo, que todos eran conscientes de que era un acto de violación sin conocimiento de la víctima. El concepto del consentimiento en la actividad sexual tan discutido e incluso manoseado en las últimas décadas debe ser incluido en la ley. En eso podemos hacer acuerdo. Pero podrá generar nuevos problemas si legislamos con base en conceptos sobre los que no hay consenso.

Definir el consentimiento, que debería ser una obviedad en la comunicación legítima entre seres humanos, se ha revelado como un ítem altamente problemático. Porque no se trata de establecer un compromiso legal como cuando firmamos un boleto de reserva para la compra de una propiedad. No se trata de establecer pautas para evitar malos entendidos en el momento de ejecutar una acción, que en la mayoría de los casos son ficciones exculpatorias. Los malos entendidos hay que buscarlos más atrás, en la forma en que percibimos al otro, mientras que haya individuos que crean, si es que algunos de los acusados dijeran la verdad, que con el consentimiento del marido es suficiente. Estos argumentos espantan a muchos en el foro público, visible, aceptado.

Según Catherine Le Magueresse, jurista especializada en violencia sexual, “se han equivocado de siglo”. “Eso dice mucho de su visión de la autonomía de las mujeres”, agrega. Pero quizás eso no sea todo.

Es necesario también reflexionar sobre las ideas subyacentes a las relaciones y del sentido de propiedad sobre otras personas, más allá de un sentido bilateral de género. La noción de que existan derechos implícitos o adquiridos a determinar las elecciones, opiniones o acciones de otros seres humanos, llámese hijos, parejas, empleados, forman parte de la vida cotidiana de muchas personas en este siglo. Aunque sólo sale a la luz pública en casos en los que las consecuencias son graves, implican siempre una forma de violencia. Y esas violencias nos condicionan. A todos. Cuanto más inconscientes, más nos condicionan, ya que no haremos nada por combatirlas.

Si algún aprendizaje puede dejarnos una historia como la de Gisèle Pelicot es que la educación es más relevante que la legislación; es la condición para que la legislación pueda aplicarse. Más que educar en un puñado de reglas y eslóganes sobre el consentimiento, sin que estos estén de más, es necesario educar en el arraigo a la comunidad, la empatía, el respeto y la consideración del otro. En síntesis, en la idea de que su interés y bienestar es igual de valioso que el propio, sea quien sea ese otro. Y no sólo en el sexo o en el tacto, en el lenguaje o en la forma, sino en cualquier actividad de interacción con otras personas. Diferenciar el respeto por el otro en la actividad sexual de otras formas de respeto allana el camino para la moralina y la demonización del erotismo y sus variaciones que viene en avanzada, olvidando que ha sido una herramienta clave de sometimiento político y económico a lo largo de la historia de la humanidad.