A lo largo de los últimos 100 años se han producido cerca de 200 películas y series con vampiros, esa gente que muerde y chupa la sangre y que, cuando la cámara no está, quién sabe qué otras diabluras hacen. Los vampiros literarios proliferaron a lo largo del siglo XIX, vinculados a la idea romántica del amor vencedor de la muerte. Al principio de esa tradición literaria las poesías y los relatos hacían más énfasis en muertos enamorados de los vivos, o vivos enamorados de muertos, sin que apareciera el factor de peligro que más tarde se desarrollaría como rasgo dominante en el género vampiresco.
En relatos como El vampiro de Polidori, o Carmilla de Sheridan Le Fanu, los vampiros comenzaron a convertirse en agentes de deseo, peligrosos e insaciables. La cumbre, que virtualmente clausuró la literatura de vampiros, ocurrió en 1897 con la publicación de Drácula, de Bram Stoker. Comparada con la cantidad de buenos relatos de vampiros del siglo XIX, la posterior producción del siglo XX es bastante pobre. La posta la tomó el cine en 1922, con la producción de Nosferatu del alemán W. F. Murnau, la primera adaptación de Drácula, y desde entonces el género se hizo muy popular. ¿Por qué?
“Nosferatu” es una palabra inventada por Bram Stoker. Cuando los productores de la película decidieron esquivar los derechos de autor que poseía la viuda de Stoker, quisieron de todas maneras hacer referencia a Drácula, por más que cambiaron los nombres de todos los personajes del libro; la denominación equivalente a “vampiro” que figura en la novela es “nosferatu”, un sustantivo, no un nombre propio.
Si bien el mecanismo del ciclo vampírico ya había sido claramente establecido por Polidori, fue el libro de Stoker el que encendió la mecha que llevaría a la extraordinaria proliferación cinematográfica del género.
El Drácula de Stoker
La novela está construida como un archivo recopilado por Jonathan Harker, uno de los protagonistas. El relato es la historia del viaje de Harker al castillo de Drácula para la firma de unos documentos de compra, por parte del conde, de una propiedad en Londres, su viaje a la ciudad desde la Transilvania natal, sus ataques, la persecución de regreso a su guarida y su destrucción. También es la historia de la prometida y luego esposa de Harker, Mina, objeto del deseo de Drácula. El archivo que es la novela se compone de varios registros: el diario de Harker, algunas grabaciones en cilindros de fonógrafo de un médico, las notas del investigador de “enfermedades misteriosas” Van Helsing, el diario de Mina, cartas entre ella y su amiga Lucy, notas de prensa, el cuaderno de bitácora del Demeter, buque que lleva a Drácula a Londres, y telegramas, cartas e informes breves.
Esos documentos están ordenados cronológicamente, y aunque las voces son distintas, todos los textos están redactados (salvo las notas de prensa) en primera persona.
Esta manera de organizar la línea de acciones crea un suspenso natural: cada texto consigna lo que sabe quien lo está redactando; se interrumpe la acción cuando su autor no sabe lo que ocurrirá a continuación. Se retoma la acción desde otro punto de vista, y así, a lo largo de la trama, el lector ve suspendida la continuidad sin la artificiosidad que supone que un narrador cuente una parte y decida pasar a otro capítulo sin decir qué viene a continuación. Hay una línea de acciones que trasciende a los personajes; no hay héroe. Este procedimiento crea una fuerte sensación de veracidad y honestidad narrativa, y alimenta un suspenso intenso.
Además de esta construcción implacable de la intriga, la historia inserta en el mundo misterioso del gótico romántico las novedades científicas y técnicas del momento: el fonógrafo, las transfusiones de sangre, los tratamientos con hipnosis. Al manejar el repertorio de la ciencia de su época está diciendo que el autor es partidario del conocimiento positivo. Sólo que en este mundo sigue habiendo misterios: la capacidad de Drácula de convertirse en animal, la limitación de sus poderes a la luz del día, la repulsión y debilitamiento que le producen una hostia consagrada o una reliquia bendita. Misterios, aunque no necesariamente pertenecientes al mundo de lo oculto.
El texto de Stoker muestra o alude a numerosos aspectos que había definido el psiquiatra alemán Krafft-Ebing en su tratado Psychopathia sexualis (que se había publicado en inglés cinco años antes de la publicación de Drácula): sexualidad exacerbada, homoerotismo, bestialismo, pedofilia, necrofilia, entre otras conductas consideradas patológicas en aquella época. Después de la difusión de la película de Tod Browning (Drácula, 1931), que masificó la popularidad del personaje, comenzaron a publicarse estudios en el marco de la disciplina psicológica que empezaba a dominar el mundo, el psicoanálisis. El resto del siglo XX marcó una interpretación dominante sexualizada del vampiro.
Quizá esta sea una época propicia para pensar en el ciclo del vampiro como paralelo al ciclo del abusador sexual. Esta interpretación podría explicar el interés popular que despierta el género. Porque sabemos que el abuso sexual es un grave asunto de salud pública.
El ciclo del vampiro y las tres Nosferatu
Como el Drácula gardeliano compuesto por Bela Lugosi, el vampiro de Stoker es un tipo elegante, bien peinado y dueño de sí. Es un seductor dominado por apetitos un poco raros: su parafilia es la hematofilia. Le encanta la sangre. Como todos los depredadores, es esencialmente cobarde; fascina, paraliza y ataca a seres indefensos, generalmente bebés, niños o muchachas muy jóvenes (aunque cuando está con mucha hambre ataca también a varones adultos). Sus víctimas, a las que ha succionado su fluido vital, la sangre, quedan debilitadas y permanecen bajo su dominio mental. Si los ataques continúan en el tiempo, la insensibilidad se apodera de la víctima, que pierde energía y deseos de vivir, hasta que entra en el estado que Stoker llama “no-muerto”, es decir, un vampiro que a su vez debe atacar a otros inocentes para succionarles la sangre. El ciclo es similar al de la víctima de abuso sexual, que, si no logra romper el cerco de dominio, puede convertirse ella misma en abusador.
Hay tres películas con el título Nosferatu. La primera, de F.W. Murnau, se publicitó como “basada libremente en la novela de Bram Stoker”, lo que le valió un juicio por violación de derechos de autor, el retiro de exhibición y la destrucción (algunas copias se salvaron, y por eso hoy la conocemos). Presentaba allí un vampiro que nada tiene que ver con el que imaginó Stoker: un tal conde Orlok, larguirucho, anoréxico, de uñas larguísimas y afiladas, cejas hipertrofiadas, calvo, de hombros encogidos y colmillos como los centrales de un vampiro, sin los caninos que serían dominantes en el cine posterior. Eso le da a su rostro un aspecto de ratón. Da un poco de risa y también de asco, y hay que esforzarse bastante para sentir miedo.
La historia de esta película es importante para entender las dos remakes posteriores: la de 1979, escrita y dirigida por Werner Herzog, y la de 2024, dirigida por Robert Eggers.
Producida por el ocultista alemán Albin Grau, que se encargó también de la dirección artística, la película de Murnau tiene un guion que usó parte de la trama de Stoker y cambió el sentido general del personaje y de la obra. En Drácula la protagonista abandona, por las artes de un diabólico seductor, su recato de esposa y futura madre y se deja llevar por su sexualidad, presentada como insana y peligrosa por el séquito de varones que la protege y la reprime. Al final acaban con el perverso promotor de aquellos horribles apetitos y hacen regresar a Mina al sendero de las virtudes femeninas de la era victoriana. Todos los varones del entorno de Mina trabajan para reprimir su incorrección.
En la película de Murnau se toma a medias esa idea de represión de la peligrosa sexualidad femenina, que Ellen (la versión de Mina en la película) aprovecha, en un bonito giro dramático, para destruir al vampiro. En un tratado sobre vampiros Ellen lee que, si el objeto de deseo del vampiro es una muchacha virtuosa e inocente, su sacrificio puede lograr la destrucción del monstruo, ya que, usando la fuerza de su atracción sexual, puede hacerle olvidar que debe regresar a su refugio antes de que cante el gallo. Así, Ellen se entrega al conde Orlok, pasa una noche cargada de quejas y suspiros (no se sabe bien si son de dolor o de gusto) y el vampiro se olvida de que debe volver al ataúd; canta el gallo, sale el sol, el vampiro se convierte en un modesto humito. La chica mata dos pájaros de un tiro; sacia su tremendo deseo por el nosferatu (bastante increíble en la película de Murnau, dada la pinta lastimosa del conde) y salva a la humanidad y de paso al marido.
Aquella idea romántica del amor más fuerte que la muerte se convierte en la sugerencia de que el deseo es aún más poderoso.
Herzog, 47 años más tarde, le puso los mismos dientes al Orlok de Klaus Kinski, le recortó un poco las uñas, le achicó las orejas y no lo hizo tan escuálido. (Quizá, si el Orlok de Kinski da miedo es, en parte, porque hacemos bien en tenerle un poco de miedo al propio Kinski.) Schreck, el actor de Murnau, era un individuo de nulo sex appeal; los labios sensuales de Kinski y su mirada insana compensan la baratura de su maquillaje de homenaje a la película de 1922.
En su película de 2024, Robert Eggers se decide claramente por el miedo, porque supone que la idea de Murnau fue la de crear un monstruo pavoroso, convencido de que el deseo femenino está en parte integrado por alguna clase de miedo al objeto de deseo. En el ciclo del vampiro se repiten una y otra vez estas ideas horribles: si le pego, le gusta; si la humillo, le hace bien; si la violo, disfruta; si me teme, me desea. El aspecto del Orlok de Eggers da miedo y no tiene ni una pizca de belleza; es físicamente poderoso y su evidente ansiedad violadora, su agresivo deseo, encajan perfectamente con la culpa que siente Ellen por un pasado de oscuros deseos insatisfechos. Orlok es un monstruo un poco exagerado. Hay escenas en las que uno tiene miedo de que se caiga un pedazo de las prótesis que usaron para maquillar al actor que lo encarna, Bill Skarsgaård. Parece claro que la intención de Eggers es que no hubiera en la figura del conde ningún atractivo, que el impulso que llevara a Ellen hacia él fuera sólo miedo.
Eggers se ciñe a la trama de Murnau con un dominio mayor del lenguaje cinematográfico. Porque Murnau pertenece a la generación de quienes estaban inventando el cine, y muchos aspectos de sus películas hoy nos resultan arcaicos.
La trama cuenta el primer tercio del libro de Stoker y cambia el final. Hutter, el esposo de Ellen, va a Transilvania a venderle una propiedad al conde Orlok. Este abusa de Hutter (que no se da cuenta) y viaja a Wisborg para tomar posesión de la casa y de Ellen. Este, repuesto un poco del ataque del nosferatu, corre a su ciudad y llega justo al mismo tiempo. Se desata una plaga, la ciudad se hunde en una noche mortal, y nadie, salvo Ellen, puede salvar el mundo.
Las virtudes de la película de Eggers están sobre todo en la fotografía y la escenografía. Sus películas anteriores (La bruja, El faro, El hombre del norte) mostraron que esos son sus fuertes. Los decorados, el maquillaje y peinado de los personajes, el vestuario y hasta algunas puestas en escena son casi idénticos a los de la película de Murnau. El detalle argumental que innova es el hecho de que Ellen oculta una culpa relacionada con su pasado y el conde Orlok. Su sacrificio, que en la película de Murnau suma virtudes a su inocencia, en la película de Eggers tiene un claro sentido de autocastigo.
Tanto en el libro como en las películas, el marido es un pusilánime llorón que uno no sabe qué de bueno le encuentra Mina-Ellen. Stoker explicita el carácter valeroso de Mina, y no pide su sacrificio, sino que la pone al lado de Van Helsing en la persecución del monstruo. En el libro se requiere el concurso de cinco varones para vencer al seductor y liberar a Mina de su propio deseo. La lucha por la restauración de la “pureza” de Mina esconde el esfuerzo de los varones para recuperar el control sobre la mujer. Y lo logran: eso significa, para ellos, matar al monstruo.
En las películas Mina-Ellen se las arregla sola. Pero es triste que la visión de los varones que las han realizado —Murnau, Herzog, Eggers— proponga la idea de que, si la mujer asume su propia libertad, su destino es la muerte. En colores y con sonido, la mentalidad que refleja la película no parece muy distinta a la de hace un siglo.
Nosferatu. Dirigida por Robert Eggers. Estados Unidos-Reino Unido-Hungría, 2024. En varias salas.