Que el tan denostado arte conceptual clásico haya sido, en sus remotos inicios, serio y pesado forma parte de la general mala reputación que tiene, la de ser una expresión fríamente cerebral, poco afín a las pasiones que desatarían otros tipos de géneros: los ardores románticos, los deseos surrealistas, las lubricidades pop e, incluso, cierta empatía realista. Pero, como siempre, la historia no fue tan rígida, ni en la sesuda versión norteamericana y europea ni en la hiperpolítica y guerrillera versión latinoamericana (aunque, por supuesto, esta misma, estricta, pero aceitada y aceptada, división presente no pocas grietas).

El caso de John Baldessari, californiano, es ejemplar: ¿fue, en definitiva, conceptualista? Por supuesto. ¿Dejó un amplio espacio al humor en su obra? Sí. Diría más, el humor es el espinazo que sostiene su carne creativa, junto a una obsesión por la arbitrariedad y su poder.

Baladí sería perderse en reconstrucciones biográficas sobre el artista, abundan en internet, pero es crucial, solamente, saber que Baldessari fue, durante casi toda su actuación en el artworld (y una de destaque excepcional, coronada con el León de Oro a la carrera en la Bienal de Venecia de 2009), también profesor, de liceo y más tarde en prestigiosas universidades como CalTech y UCLA. De alguna manera, el proceso compositivo de Baldessari retuvo siempre cierto aire didáctico (patente por ejemplo en la serie de fotos asociadas a palabras y frases que remiten a los abecedarios y, naturalmente, guiñan el ojo tanto a René Magritte como a Michel Foucault), aun cuando se trataba de “subvertir” ciertas categorías. Con subvertir no pienso en la acepción pomposa del término, la de promover y sellar un “cambio de paradigma” o empezar una verdadera revolución estética –está claro que el estadounidense no lo hizo–, sino la de trastornar el uso trivial de los dos elementos comunicativos principales de los últimos siglos, y en las más recientes décadas aparejados con contundencia en los medios masivos, palabra e imagen, para él absolutamente intercambiables. Lo logró en su manera peculiar de declinar el collage, diría por ocultamiento, o cruce bizco entre lemas e íconos (que va más allá de la yuxtaposición bizarra), pero también en métodos de enseñanza: en las clases, notoriamente, obligaba a sus alumnos a dejar de lado pinceles y cinceles para pintar y esculpir “pensando”.

Foto del artículo 'Exponiendo 30 obras en el museo para obtener una muestra'

Foto: Sur Creativa

La autorreferencialidad típica del conceptualismo ocupa en John Baldessari: el fin de la línea dos paredes en ángulos y está embebida de wit: se reproducen, agigantadas, las decenas de líneas manuscritas que Baldessari trazó en 1971 repitiendo la frase –como si fuera un castigo escolar– “No haré más arte aburrido”: es muy probable que, casi 20 años después, Matt Groening tuviera presente esta pieza cuando hizo escribir a Bart, sobre el pizarrón de la escuela, las frases mordaces que abren cada episodio de Los Simpson. Está también, ese humor, en sus famosos cuadros pintados (por cartelistas profesionales) sólo con letras: por un lado, es un primer paso hacia el abandono de la pintura tradicional que tendrá después, en 1970, su despedida simbólica con la Incineración (en una casa de servicios fúnebres) de todos sus cuadros anteriores a 1966, cuyo testimonio/obra es un video que se proyecta en sala. Por el otro, delega el trabajo manual a un “artesano”, haciendo tambalear cuestiones de autoría y adopta el lenguaje verbal como centro de la composición –en este momento movida atrevida– pero despojado de toda aura, ridiculizado: las palabras tampoco son suyas –la pieza aquí presente, de 1966-1968, único ejemplo de esta serie en el MACA, contiene una cita de Clement Greenberg, mística definición del juicio estético como acto involuntario, fundamentalmente irracional–, pero hay de todo tipo. Y en todos los casos las frases pintadas, desnudas sobre la tela, irremediablemente se desinflan, por lo risible de su afectación o por su nimiedad. Ramificaciones: piénsese –teniendo también en cuenta otro precedente, la quema de sus propias piezas europeas que Marta Minujín orquestó en París mucho antes, en 1963– en un artista como Michael Landy y su Break Down (2001), la destrucción física y el descarte de la basura generada de absolutamente todos sus bienes (más de 7.000 objetos, del auto a las medias), o en un pintor como Christopher Wool que se hizo famoso (y rico) con sus “cuadros de palabras”, a menudo citas, de los tardíos 80.

Fines de los 60 es también el momento en que Baldessari escribe el ensayo “El mundo tiene demasiado arte – he fabricado demasiado objetos – ¿qué hacer?”, cuya respuesta implícita es usar material preexistente y camuflar la autoría (búsquense ejemplos en la web de su serie de “cuadros por comisión”): posiciones centrales de mucho arte que vendrá después, también fuera del recinto conceptual.

Foto del artículo 'Exponiendo 30 obras en el museo para obtener una muestra'

Foto: Sur Creativa

La estridencia entre lo descabellado de la finalidad y la precisión y el rigor de la puesta en práctica de algunos proyectos también provocan chispas cómicas: la intención de exponer un cuerpo sin vida, pero, según la perspectiva del Cristo muerto de Andrea Mantegna en Obra cadáver (1970), para “estetizar” y volver digerible algo que no lo sería de otra manera, o una de sus obras más célebres, Lanzando tres pelotas en el aire para obtener una línea recta (1973), una serie de fotos con los mejores resultados de dicho propósito, azaroso e inútil, que sólo pudo contar con 36 pruebas, vale decir el número de fotos permitido por un rollo en aquel momento. Claro está, nunca se trata de generar carcajadas –pero ¿hay algún tipo de plástica que logre hacerlo?–, sí ironía, sarcasmo, boutades visuales que atizan una sonrisa, o apenas la ligera corrugación del labio superior, pero siempre atravesadas por un (apenas perceptible) escalofrío perturbador.

La década de los 80 ve la dominancia del uso de la fotografía agrandada como recurso predilecto, véase por ejemplo Tres tipos de luz, de 1984, una inteligente indagación sobre la refracción de la luz a través de objetos diversos, de incluso una amenazadora cuchilla. Son los años en que Baldessari va creando un enorme acervo de fotos, principalmente de películas (en razón de su bajo costo), catalogadas por acciones o representaciones (cowboy a caballo, besos, personas que disparan, etcétera) y que luego utiliza en cuadros que son máquinas para el deslizamiento de sentido. Especialmente cuando empieza, con un gesto que se volverá su “marca de fábrica”, a cubrir las caras de los protagonistas de estos frames con pegatines redondos –generalmente empleados para marcar precios en los mercaditos y thrift stores–, desviando la mirada del espectador de cualquier sintonía o antipatía humana y dejando que esta bascule entre los detalles secundarios de las escenas y esos llamativos puntos de color. También la cobertura con óleo y acrílico de más amplias zonas de estas fotos trouvés, cuya falta total de contexto y datos dispara la confusión y la imaginación de quien mira, se volvió típica de su producción, a veces incluso polípticos, de los 90 y primeros años 2000: las curiosas mezclas de manchas (vagamente planistas, para el ojo uruguayo) y partes anatómicas se desarrollan sobre todo alrededor de algunos órganos recurrentes, in primis orejas y narices –como en el asombroso Rostro (con nariz marrón) y rostro (con nariz azul) de 2006, cara que adquiere un tono payasesco–, casi revelando los sentidos que justamente el arte visual clásico no puede normalmente estimular, oído y olfato.

Foto del artículo 'Exponiendo 30 obras en el museo para obtener una muestra'

Foto: Sur Creativa

Entrando en los 2010 las fotos se hacen cada vez más grandes y anónimas, en el sentido de que, por obvias razones, no hay un estilo reconocible y no son, de por sí, atractivas: algo ya explorado en la famosa pieza Wrong (1967) donde Baldessari, esta vez autor del clic, se retrataba contradiciendo todas las normas básicas para crear una “buena” imagen. Y las palabras que acompañan, a su vez aparentemente azarosas, proponen juegos sutiles en las series de Visiones dobles: allí, cuando el estadounidense asocia algunas obras de arte reproducidas o fotos de stock a nombres de artistas famosos, las sinapsis neuronales del espectador hormiguean: ¿por qué un reloj de Dalí (enderezado) tiene como didascalia “Duchamp” (Duchamp homenajeado y multiplicado, además, en otra pieza, Repositorio de 2002: una triple “fuente” de cerámica)? ¿Por qué el viscoso erotismo de Balthus muestra, como leyenda, el realista-capitalista “Polke”?

De la última fase destacaría Guiones de películas/arte: la habitación está vacía y polvorienta (2014), parte de una serie en que la asociación de la imagen no se ciñe a una o pocas palabras, sino a fragmentos de guiones, sin identificar: la asimilación de una imagen sola a una entera escena escrita provoca cortocircuitos aún mayores que en las piezas anteriores.

La selección de obras de esta exposición itinerante, que llega del Malba de Buenos Aires, es bastante generosa –todas de primer nivel y pertenecientes a la colección de Craig Robins–, aunque un poco deficitaria por los años 60 y 80, décadas representadas con, respectivamente, solo una y tres piezas. Mostrar más de estos momentos nodales hubiese garantizado una visión más redonda de las hazañas baldesarianas: dicho esto, es menester subrayar que el montaje es preciso y cautivante y el marco textual que rodea las piezas, no limitándose a áridos datos ni perdiéndose en aturdidoras cataratas verbales, resulta perfecto para introducir un artista cuyo appeal no es, intencional y programáticamente, instantáneo.

John Baldessari: el fin de la línea, curadora Karen Grimson. Museo de Arte Contemporáneo Atchugarry (Ruta 104, km 4,500, Manantiales), hasta el 9 de febrero.