Es posible que Relocos y repasados (2013), de Manuel Facal, sea la película más ágil que se haya hecho hasta su momento en Uruguay, en el sentido de la sucesión vertiginosa de hechos significativos, que se acompañan además con risa, suspenso y sorpresas. Luego, con Fiesta Nibiru (2017), Facal se tiró para un lado un poco distinto (y quizá aún mejor), pero ahora con Sánguche caliente retoma muchos elementos de Relocos..., y lo hace en forma aún más ágil y más solvente. Una vez más, uno de los hechos centrales de la película es que el protagonista se metió una dosis excesiva de droga y tiene que lidiar, en forma simultánea, con determinada situación y con su propio estado alteradísimo.

La historia, en cuanto tal, es mínima: Alan (Alan Futterweit), uruguayo que labura en una hamburguesería y sueña con convertirse en un influencer, encontró en internet a un coleccionista argentino dispuesto a pagar una plata desmesurada por una pieza específica de su colección de muñequitos de acción. A efectos de cerrar la venta, se toma el Buquebus. Un buen amigo le tira el pique de, para aprovechar mejor el fin de semana, hacerse un sándwich caliente, que es, según se dice en la película, la práctica de insertar una bolsita de droga en el ano para tratar de evitar que la detecten en el control fronterizo. Hete aquí que la bolsita revienta y Alan tendrá que arreglarse durante la jornada con tres gramos de cocaína en el organismo. La película acompaña su periplo y distintas aventuras hasta que finalmente da con el potencial comprador y luego regresa.

La historia es mínima, sí, pero pasa un poco de todo. Algunos hechos son relativamente prosaicos: por supuesto que es horrible que a uno le afanen el bolso en un momento de distracción al llegar a destino, pero no suele ser algo suficientemente dramático como para quedar como un hecho memorable de una película. La cuestión es que ese episodio molesto, aunque relativamente nimio, se potencia en cuanto “evento cinematográfico” porque el chorro es un ninja (con todos los superpoderes que los medios atribuyeron a los ninjas desde los años 1960 a esta parte), y la persecución entre el ágil ninja y un Alan con el cuerpo rígido de tanta merca, aunque se hace a pie, se muestra como si fuera una carrera de autos (la calle desliza por detrás de ellos) y con efectos de animación.

Por el lado opuesto, caer en la casa de un asesino serial andrógino enmascarado que amenaza matarte y enterrarte con una pala sí es un “evento cinematográfico”, pero nadie lo puede tomar totalmente en serio debido al tono de desparpajo y absurdo (a Alan no lo tienen ni siquiera que atar, de tan duro que va: está simplemente paralizado). Es decir, sigue en el tono de comedia.

Fuera del ámbito underground, esta puede ser la película más maximalista que haya visto. Más allá de la relevancia anecdótica de tal o cual ocurrencia, todo está enfatizado, comentado o decorado con distintos recursos (transiciones visuales estrafalarias, animaciones, inserciones). El mickeymousing constante de la banda sonora también tiene un pie en la animación: un personaje guiña un ojo y suena como una campanita, otro tiene un tic y cada vez que su mirada se desvía y regresa a la posición inicial, suenan las dos notitas básicas de la música de Tiburón. Turbina y Alan se despiden con gestos de que se están disparando pistolas, y sus planos y contraplanos se alternan con la velocidad de una ametralladora. Hay una toma desde adentro del bolso de viaje y, ni que hablar, los candidatos a plano más memorable de toda la película son las tomas (con elaborados efectos especiales prácticos) desde adentro del culo de Alan. Martín Buscaglia de pronto se materializa en el apartamento de Alan cantando parte de una canción (porque, detalle importante, hay unas cuantas canciones originales, cantadas y tocadas por Futterweit, comentando elementos de la acción, y la película termina teniendo un pie en el musical, sin llegar a serlo).

Hay mucha hipérbole, desde el uso de gran angulares caricaturescas hasta la exploración de la cara imponente de Futterweit y su boca enorme en expresiones exageradas. Heba (Eva Dans) fuma y una toma de perfil muestra el humo saliendo de su boca con un vigor imposible, y el efecto sonoro es el de la chimenea de un tren. Alan ve a un tipo intimidante y detrás de él brillan unos relámpagos. Su taquicardia se manifiesta en la tela de la remera que, a la altura de su pecho, avanza y retrocede varios centímetros. Un hombre deshonesto mira con ambición los billetes de dólar que Alan, desprevenido, deja ver, y la toma subjetiva del ladrón tiene la apariencia de la vista robótica de Terminator o Robocop, en infrarrojo y procesando datos (la conclusión de esa pseudocomputadora dice ¡ESSSTE ES UN BOLUUUDO!).

Todo eso traslada al ámbito de un largometraje cinematográfico el tipo de recursos que son característicos de videos breves de los que solemos ver en internet —es decir, la forma de comunicación audiovisual más común en el momento presente, pero que rara vez llega al “arte cinematográfico”—. Es como un componente muy generacional de esta película, que parece apelar a un espectro entre joven y, pongamos, de 50 años. Aparte del mundo de internet siempre presente, y de cierta escatología amoral cercana a la “nueva comedia americana”, hay pila de referencias que pueden llegar a escaparles a personas de otros nichos (Dillom, El Bananero, el bar Clash y muchos más), junto a todo un cuerpo específico de nostalgias o cultos retro millennial: Mortal Kombat, Tortugas Ninja, He-Man, Bob Esponja, cintas VHS de películas de terror, la película Muchacho lobo (1985) de Rod Daniel. Hay cita también, por supuesto, a Carmen Vidal, mujer detective (2020), de Eva Dans, actriz, productora y muchas cosas más en Sánguche caliente.

Ese universo mucho más desinhibido con respecto al consumo de drogas —con respecto a la gente que vivió el inicio de su adultez en los años 90 o antes— es propicio para el humor drogón (más específicamente, merquero) que permea esta película: juegos con la palabra duro, con la Coca-Cola/coca, o el “nombre verdadero” del personaje, que no es Alan sino Halan/jalan.

Otro elemento dominante en la película son los contrastes entre lo uruguayo y lo argentino. Hay pila de chistes con el estereotipo de “los argentinos son todos chorros” (con destaque para el famoso dicho de Jorge Batlle), y varios detalles que son como las desventuras de un uruguayo en Buenos Aires (la dificultad para desplazarse sin una tarjeta SUBE, los equívocos por las repeticiones de los mismos nombres de calle en distintas localidades del Gran Buenos Aires, Gustavo Sala). Una vez que, como tantas películas uruguayas, esta parece haber estado añares en proceso de posproducción y preparación para el lanzamiento, hay elementos que quedaron datados (la pandemia, las complicaciones del cambio de moneda). Los chistes también refieren a lo uruguayo (país de vacas, milonga bucólica), incluida una interesante caracterización que hace el personaje de Heba con respecto a las diferencias entre el argentino y el uruguayo.

Imaginación mata profesionalismo

Desde sus inicios, Facal dio muestras de una mirada cinematográfica privilegiada. Sánguche caliente está tremendamente bien realizada, hay mucha inteligencia y habilidad invertida en cada toma, y el componente delirante y humorístico incorpora productivamente las varias evidencias de que está hecha con dos mangos. Eso no se traduce nunca en “cine pobre” glauberiano, sino simplemente en el hecho de que uno nota que no hay un elaborado trabajo de iluminación, no parece haber habido múltiples tomas y la filmación parece estar hecha con un excelente celular. Pero es una película mucho más consistente que muchas producciones locales hechas con un esquema mucho más profesional, pero sin la misma sabiduría e imaginación.

La ficha técnica no es corta, pero es como un largo desfile de un mismo puñadito de nombres: Facal escribió el guion, dirigió, hizo la música (bajo el nombre de su proyecto Mongoblin). Él, Alan Futterweit y Eva Dans comparten los créditos de producción ejecutiva, cámara y locaciones, además de los tres papeles actorales principales. Además, tanto Eva como Alan hacen otras cosas. Los pocos nombres adicionales de la ficha técnica aparecen, casi todos, haciendo algunos de los papeles secundarios. Esto es más que una circunstancia de producción: la película respira una complicidad muy especial con todas las personas que están ahí, y en especial con Alan y Eva. Más allá de la formalidad de siempre, que el actor va al festival tal y promociona la película en que actuó, en este caso uno siente que la película también es de ellos.

Más allá de los localismos geográficos y generacionales (o quizá incluso por ellos mismos), creo que es una película que tiene la potencialidad para llegar a un espectro bien amplio de público (mayor o de otros ámbitos culturales). Es divertidísima, riquísima, fresca y espontánea; al mismo tiempo es pava y es inteligente. Es tal la avalancha de información, recursos y comentarios que nadie podría asimilar totalmente todo eso. Cada uno va a pescar su pedacito.

Me encantó reconocer las mencionadas dos notitas de Tiburón cuando Heba atiende el teléfono: aunque no tengamos idea todavía de con quién está hablando, el comentario musical funciona como una pequeña pista, casi perdida en la sobrecargada banda sonora. Además, sus referencias se extienden más allá de los límites generacionales: hay Zitarrosa, Jaime Roos, Mateo, Popeye, Hitchcock y más. El diálogo entre el Alan adulto y el Alan niño es maravilloso.

Además, es una película cortita: si no fuera por los distendidos créditos finales, que insumen un 14% del metraje total, la película no llegaría ni siquiera al estatuto de largometraje, aunque tiene una densidad mucho más grande que la de muchas películas más extensas.

Algo muy lindo que tiene esta película es la manera en que asume de frente la comedia, sin ese tipo de temor autoconsciente de quedar como un idiota si, de casualidad, alguien no se ríe de determinado chiste. Es como que, en función de esa actitud tan fresca, la película se estuviera divirtiendo con nosotros. Uno siempre puede interpretar aquella forma de actuación deadpan kaurismakiana característica del estilo Control Z como un resguardo: “Si ustedes no se ríen, siempre puedo decir que no era exactamente un chiste”. (Por supuesto que nunca fue sólo eso, pero era un aspecto de la cosa.) En todo caso, Sánguche caliente se tira para el lado opuesto, y con total entereza (sin dejar, sin embargo, de incluir a Alfonso Tort entre tantos de sus cameos-tributo).

Me da un poco de cosa cierta oposición chicata que se viene generando en las redes entre esta película y la supuestamente aburrida supuesta uruguayez de la supuesta mayoría del cine nacional, frente a lo cual esto sería, al fin, una especie de momento de la verdad para mostrar cómo es el cine que debería hacerse. Por suerte, la experiencia cinematográfica es múltiple y el cine uruguayo incluye una variedad muy grande (y el propio Facal, con Fiesta Nibiru, ilustró un camino bien distinto al de sus dos comedias-comedias). Es mucho más lindo apreciar, justamente, la variedad y la forma en que, desde distintos abordajes, la producción nacional se escapa a los estereotipos y tiene espacio para todo. En este sentido, Sánguche caliente y, en general, la producción de Manuel Facal, entra en el selecto cuerpo de las películas muy buenas o excelentes del cine nacional. ¡No se la pierdan, no se van a arrepentir!

Sánguche caliente. 73 minutos. En Cinemateca y Sala B del Sodre.