De su niñez y adolescencia en Montevideo, Homero Francesch (1947) recuerda una ciudad en la que había lugar para todos y para todo: el deporte, la música y el arte. “En esa época no imaginaba una carrera internacional, no tenía ese horizonte”, admite el célebre pianista uruguayo, rodeado de partituras y apuntes perfectamente ordenados sobre su escritorio en la oficina en la que transcurre una amable charla con la diaria.

Una pausa de sus ensayos en el teatro Solís –donde el jueves dedicará un concierto a la obra de Maurice Ravel, en su 150º aniversario– le permite evocar con frescura vívidas imágenes de tardes en el club Welcome o en el Sporting, las llamadas del candombe cerca de su casa de Isla de Flores y Tristán Narvaja y las formas del club Neptuno y su piscina gigante en la Ciudad Vieja.

“Eso hay que arreglarlo cuanto antes. De lo contrario, se va a seguir deteriorando”, le dirá más tarde a un funcionario del lugar, luego de contemplar “la belleza de los capiteles” sobre las columnas de la entrada, con la ventajosa mirada que proporciona el balcón al sol.

Llamativamente, a pesar de su extenso trajín profesional fuera del país, las constantes giras, la exigente formación germana, su residencia de varias décadas en Zúrich como músico y docente (donde obtuvo la nacionalidad suiza) y su participación en superproducciones para televisión europea, sus respuestas jamás se enfundan en narraciones de sacrificios o renuncias a favor de su exitosa carrera en la música.

Alguna vez, a mediados de la década de 1960, el joven pianista, que no iba a demorar en compartir escenarios con los directores y las orquestas más importantes del mundo, ofrecía un concierto vestido con una camisa de motivos psicodélicos, a tono con los espíritus libres de aquella época.

Otra pista en este sentido: en la portada de su álbum Homero Francesch piano (con obras de Schumman, Mendelssohn y Ravel) una remera negra de manga corta define un retrato suyo poco solemne, con el que el sello Deutsche Grammophon, el de la emblemática etiqueta amarilla, anunció en 1974 el debut discográfico del uruguayo (a propósito, se sugiere acompañar el inicio de esta nota con la interpretación de “Le Tombeau de Couperin”, la tumba de Couperin, incluida en esta placa).

El que volvió a Uruguay para quedarse (casi puede jurarlo) es el de traje elegante, la cabellera canosa con la que ya festejó 60 años de trayectoria en 2021, y los lentes de aumento que no consiguen ocultar el idéntico entusiasmo de sus comienzos.

“Yo no tuve que renunciar a nada para dedicarme a la música”, sostiene. “Fijate que yo soy un apasionado del cine y durante años iba todos los días al cine, pero al mismo tiempo estudiaba piano. Así que todo mi dinero, cuando era jovencito, se iba en las películas”, confiesa. Desde el cine Continental hasta los de la esquina de Andes, el músico desafía con su erudición sobre cada una de las salas exhibidoras que conoció y visitó sobre 18 de Julio. “En esos días vi las películas de Fellini, Antonioni y los franceses, también. No me perdía ninguna, incluso las prohibidas para menores de 18 años. A veces los porteros cerraban un ojo y te dejaban entrar”, admite, con picardía.

Cree que algo de esa pasión por la pantalla puede haber influido en su carrera musical: “Yo quería conocer todo lo que había visto en el cine. Si le preguntabas a otro joven, seguramente hubiera elegido Estados Unidos y sus rascacielos. De hecho, tuve una oportunidad de viajar para allá y me decidí por Europa y su historia. Yo quería ir a los países antiguos. Y pensaba: ‘Europa es antigua’. Además, tenía un gran interés por la arquitectura europea desde que en el liceo leí María Antonieta, de Stefan Zweig, la biografía de la reina consorte de Luis XVI. Me encantaron esos palacios franceses”, remarca.

Un regalo mágico

Su padre tenía una pequeña fábrica de guantes en la que también trabajaba su madre y con la que el matrimonio sostenía la economía del hogar, “hasta que los guantes pasaron de moda”, recuerda el artista.

“Mi madre y mi padre fueron fantásticos. Nos criaron a mí y a mi hermano con lo mejor que pudieron. No eran ricos, pero eran personas que trabajaban mucho. Tuvieron impases en la vida, también económicos, y con mucha dignidad los resolvieron. Nos dieron una buena educación y respeto por el prójimo, por los demás”, expresa con orgullo.

Cuando tenía 5 años, Homero recibió como regalo de Reyes un piano de juguete. “Pasaban los días y no me lo podían sacar. Estaba como obsesionado con el sonido que salía de ahí”, dice. El nuevo hábito del incipiente instrumentista definió que su padre le procurara clases particulares, y desde ese momento, asegura, el piano se transformó en una cosa central en su vida: “Todo lo demás era adicional, incluso el liceo. Un año me mandaron a examen, porque tenía muchas faltas, y tuve que dar los exámenes”, admite.

En 1961, el alumno de Santiago Baranda Reyes –a quien reconoce como su gran maestro– dio su primer concierto como pianista en el Círculo Católico de Obreros de la calle Soriano. En 1967 obtuvo una beca para seguir sus estudios en la Escuela Superior de Música de Múnich, impulsado por Baranda Reyes, quien le había dicho “ahora, a volar”, junto con el consejo de “poner las barbas en remojo”.

Tenía 19 años cuando se embarcó en un buque italiano para empezar su odisea. “Los viajes en avión eran horriblemente caros y la beca me alcanzaba para un viaje de 14 días en barco”, explica. “Disfruté mucho ese viaje. Conocí las islas Canarias, Lisboa, Barcelona, hasta que llegué a Génova, donde estaba la última estación, antes de partir hacia Alemania”.

Mientras vivió en Suiza dedicó buena parte de su vida a la docencia de la música. ¿Qué intentó transmitir a sus estudiantes, además de enseñarles la técnica?

El conocimiento, el entendimiento de la frase, de la música y de la escritura. Cuando alguien toca algo para mí, le pregunto: “¿Qué entiendes de lo que está escrito?”. Esa es la parte más importante, descifrar esa cosa que está impresa en un papel. Es fundamental aprender el significado de lo que se está viendo. Porque hay una cantidad de signos, de cosas que el compositor pone en una partitura, y nos da la sensación de que esos dibujos deben tener algún sentido. Es decir, todas las notas están previstas para formar un conjunto. Por eso pone estos arcos el compositor [señala un segmento de una página de sus partituras de Ravel].

Y la segunda cosa que intento enseñar, desde el punto de vista moral y ético, es a no creer que, porque uno trabaje bien, obtendrá el éxito. El éxito depende de muchos factores. Uno tiene que estar verdaderamente bien preparado. Es decir: usted entiende todo lo que está haciendo y es capaz de demostrarlo en el momento en que se lo pidan. Pero para que se produzca el éxito, en ese momento tienen que estar las personas indicadas para sentir lo que estás haciendo, y además se tienen que ver en la obligación de darte una oportunidad. La cuota pequeña de suerte también es necesaria.

¿Cuándo escuchó por primera vez a Ravel?

La primera obra de Ravel me la dio para estudiar mi maestro uruguayo, Santiago Baranda. Se puede imaginar, tendría 14, 15 años. Fue la “Sonatina”, que es la primera obra que voy a tocar en el recital. En aquel momento me fascinó, pero considero que eso no fue el principio de todo.

El principio de todo fue cuando hice el primer disco para la Deutsche Grammophon, en el que también había una obra de Ravel: “Le Tombeau de Couperin”. Eso es lo último que voy a tocar el jueves, que es una obra en homenaje a François Couperin, un gran compositor del período barroco. Y si te fijás, la obra tiene un preludio, una fuga, una forlana, un rigodón, que son danzas del barroco para bailar, un minué y la tocatta. Es decir, géneros de música que fueron utilizados en el barroco. En el siglo XVIII este tipo de homenajes a los muertos eran muy comunes. Y por eso el propio Ravel hizo el dibujo de la carátula de esta partitura [muestra una réplica]. Ravel no sólo era un gran músico, era también un gran artista.

Homero Francesch.

Homero Francesch.

Foto: Rodrigo Viera Amaral

Y se convirtió en una pasión para usted.

Sí, grabé la obra completa, y después la he tocado muchas veces.

Como gran conocedor y estudioso de la obra de Ravel, ¿cuál cree que es su gran virtud?

El color, la sensualidad, la fuerza, el ritmo. Además, el ritmo de sus composiciones es súper exacto. No importa lo que usted toque, está todo medido. No en balde lo llamaban el relojero, aunque era un apodo un poco despectivo que yo no acepto. Porque además de esa exactitud rítmica, que es necesaria para entenderlo, está la belleza y la armonía de su música. Es decir, los colores que hay en Ravel son muy especiales. Yo no creo que en el impresionismo exista algo parecido, a pesar de que yo admiro muchísimo a Claude Debussy, pero Ravel es un mago del color.

Entiendo que no será parte de su repertorio en el Solís, pero quería preguntarle por “Ondine”, el primer movimiento de Gaspard de la nuit (guardián de la noche).

¿Por qué me preguntas por ese en particular?

Me gusta particularmente, y a propósito quería preguntarle por ese interés de Ravel en emular las sensaciones del agua.

Entonces podemos hablar de un movimiento de Miroirs [espejos] que sí voy a tocar esta vez y viene al caso. Se llama “Une barque sur l’océan” [una barca sobre el océano]. Esa música te hace sentir esa sensación del movimiento del agua, de la barca en un mar agitadísimo. Todo el movimiento de la partitura en la mano izquierda, todo el movimiento de las notas hace sugerir el movimiento de las olas. Hasta llegar a una apoteosis, ¿no? A un clímax. Mire [señala en la partitura tres efes juntas], en ese fortississimo se ubica el clímax de toda la obra. A partir de ahí empieza a bajar hasta llegar al piano otra vez.

Miroirs muere con “La Vallée des cloches” [el valle de las campanas], que es un epílogo insuperable, con esas campanas en un sol sostenido, que es un sonido muy metálico que tiene el piano, y por debajo una especie de relieve de movimiento un poco monótono, que da la sensación de una especie de dibujo. Es hermosísimo.

Luego continuamos el concierto con los “Valses nobles y sentimentales”, que es un homenaje a Franz Schubert que hizo Ravel.

Prácticamente toda la obra de Ravel está inspirada en amigos músicos, poetas y artistas.

Es verdad. Y eso que era una persona especial. Porque, ¿amigos?, no se conoce a nadie que estuviera al lado de él. Se conoce poco de su vida privada.

Estaba ese grupo, Los Apaches, al que, de alguna manera, admiraba.

Lo que pasa con esos artistas es que eran bohemios, locos. En esa época quien era artista era extremo. Y se vivía mucho más libre que lo que uno vive ahora. Nosotros somos, comparados con ellos, mucho más burgueses y recatados. Tenemos una vida ordenada. Y el tipo de conexión entre ellos era mucho más grande que la que nosotros tenemos ahora.

Lo leí hablar de política, especialmente sobre su interés por el rumbo de la educación en Uruguay y sus actuales dificultades. ¿Lo sigue inquietando el tema?

Absolutamente. Sigue siendo un asunto sin resolver y parece que no importara. A mí no me interesa la política partidaria. Me interesa la política verdadera de hacer lo mejor para el ser humano que vive en este país. Y esa es la cosa que a mí me mueve. Es decir, yo quiero darle a cualquier hijo de cualquier persona la posibilidad de que pueda ser músico, o que pueda ser artista, o que pueda ser deportista, y no solamente una cosa. Que pueda hacer todo lo que quiera.

Y eso es lo que falta y por eso estoy disconforme. No importa a quién se lo tenga que decir, se lo voy a decir. Porque considero que en este país tendríamos que poder mejorar. Somos tan pocos, y tenemos una vena social muy declarada. Esa parte de la vena social no está para nada trabajada.

¿A qué se refiere? ¿A mayores oportunidades para todos?

Claro. Es decir, ¿por qué no se enseña música en las escuelas? ¿Por qué no se enseña más música en educación secundaria? Cuando yo fui al liceo tenía lo que se llamaba Cultura Musical, y supongo que usted también. ¿Por qué no existe más? ¿A quién le hacía mal eso? ¿Por qué no se puede llevar adelante? Con esa formación tenías muchos niños que estaban confrontados de repente a la música académica, que no es la música culta, como se le llama. Es la música que se aprende de una manera académica, como se aprende cualquier otra materia.

¿Cuáles son las bondades de la música? ¿Cuáles son los beneficios de integrarla al sistema educativo de forma integral?

Sirve para ser un ser humano más sensible. Sirve para que alguien se calle cuando siente algo que vale la pena escuchar. Sirve para que no grite y para que la persona encuentre una nueva manera de expresarse. Cuando le das una belleza a alguien, ahí hay un límite. Por ahí se queda mudo y se lleva algo.

Por otra parte, la música hace a la integración, al trabajo colectivo y social. Tú tocas la flauta, el otro toca el clarinete, el otro toca el violín, el otro toca el piano y el otro canta. ¿Qué hace la gente para tocar junta? Se escucha. No hay cosa más maravillosa que aprender a escuchar al otro.

¿Y en usted qué efecto tuvo? ¿Modificó su vida?

No la modificó: la hizo. Yo me transformé en una parte de ella. Vivo con eso. Cómo le puedo decir... Incluso en momentos difíciles es un aliciente. Si yo estoy mal, me pongo a hacer música y me siento mejor. Es como el deportista que tiene problemas, sale a correr y se saca las penas.

Yo no me meto nunca en las religiones. Cada uno tiene su pensamiento. Pero es algo muy parecido, ¿no? Es como llevar un aspecto religioso. Yo no me concibo sin la música.

Homero Francesch. Recital Ravel. Jueves 4 de diciembre a las 20.00 en el teatro Solís. Entradas desde $ 150 a $ 500 en Tickantel. 2x1 para la diaria.