A veces pienso que las cosas más importantes de la vida no se pueden decir. No sin disfrazarlas con algo.

Imaginen a esa niña a la que siempre iban a buscar tarde a la salida de la escuela. La niña que tenía que ver cómo la escuela se vaciaba, sabiendo que otra vez tendría que quedarse sola junto a la maestra, entrar con ella a la escuela vacía, acompañarla a juntar sus cosas, y esperar todo ese largo rato. Imaginen que eso sucedía todos los días de la vida de esa niña, cada tarde escolar, de un modo invariable.

Fui testigo de eso. Esa niña triste sabía dónde sentarse a esperar. Podías verla una tarde y creer que era una planta, algo apenas vivo, creciendo despacio debajo del triste escudo de la patria. Por cuestiones azarosas, pude tener una conversación con ella mucho tiempo después, a sus 17 o 18 años. Y hablando con ella entendí qué era la lealtad cuando esta es llevada al extremo.

Le dije que la reconocía, que ella era la niña que esperaba siempre sola en la puerta de la escuela, porque nunca la iban a buscar en hora. Ella se sonrió un poco y me contó que sus padres eran profesionales, y que sus abuelos también lo eran. Me contó que justo en esos días su abuela recibiría un premio por su labor científica. Pude ver el orgullo en su mirada, asistí a esa forma infeliz del embelesamiento. Sus padres, sus abuelos. Ninguno había tenido tiempo para ir a buscarla a la escuela a la hora en que salían los demás niños. Habían tenido grandes cosas que hacer. Para mi asombro, ella los justificaba.

Ella estaba siendo leal a su familia. A esa misma familia que la había sometido a una situación dolorosa siendo todavía una niña. Esa misma familia que, aun teniendo recursos intelectuales y económicos, no había encontrado ningún modo de liberarla de eso, y no lo había hecho porque para hacerlo se necesita empatía, capacidad de ponerse en el lugar del otro y de actuar en consecuencia. Y tampoco eso tenía.

Pero esa forma extrema de la lealtad le aseguraba a ella la pertenencia a su familia (no importa ahora si los mecanismos son conscientes o no). La continuidad era lo primordial, aun cuando para ello debiera forzar un poco las cosas: distorsionar, minimizar, negar la dolorosa afrenta. Sacarle su verdadera importancia, justificar los hechos. No se trataba de amor, sino de supervivencia.

Pero para lograrlo, y esto era lo malo, había tenido que separarse un poco de la realidad.

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Las cosas se vuelven más complejas cuando, además de ser leales a la familia de cualquier modo y a cualquier precio, la familia toda es leal –de cualquier modo y a cualquier precio– a algo mayor a sí misma: un país, un Estado, un grupo religioso, una ideología. Imagino que en casos así la unidad y la permanencia dentro de la familia están condicionadas a la lealtad de todos a aquello que está por encima de ellos mismos.

Las desavenencias comenzarán en el momento en que un integrante del grupo señale algún error, equivocación o cosa inadmisible (sobre ese país, Estado, grupo religioso o ideología), y los demás miembros nieguen, minimicen o justifiquen ese error, equivocación o cosa inadmisible, optando por mantenerse leales, de cualquier modo y a cualquier precio.

Y para lograrlo, claro, tendrán que separarse un poco de la realidad.

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A veces creo que tenemos parientes cercanos distintos a nosotros, con otras ideas y otras costumbres, otra forma completa de ver el mundo, para aprender de ellos a través del amor que les tenemos. Pienso en nuestros hermanos, en nuestros padres, en nuestros hijos. Imagino que nuestra mirada se ensancha gracias a ellos.

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De acuerdo con su etimología, lealtad significa “respeto a la ley”. Pero hay una forma sana o virtuosa de la lealtad, y está también esta otra, su forma triste. Más triste y más imperiosa cuanto más cerrada sea la familia o el grupo. Ser leal a cualquier precio es un pase libre. Nos asegura seguir perteneciendo aun en las peores circunstancias.

Me pregunto, entonces, en cuántas familias de origen judío de nuestro país se estará jugando ahora la batalla de la lealtad. ¿Cuántos se quedaron sin padres, sin hermanos, sin sobrinos por pensar diferente, por tener otra opinión, otro punto de vista? ¿Cuántos niños serán separados de sus primos porque la familia se dividió en dos y no hay ni siquiera un atisbo de reconciliación? ¿Cuántos son relegados, echados, insultados por aquellos que no aceptan una forma de pensar distinta a la propia y que toman el hacerlo como una traición? Me pregunto cuántas familias y amistades se están desgajando hoy por poner en práctica esta forma triste de la lealtad.